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martes, 31 de enero de 2012

Las Vírgenes Suicidas

Directora: Sofia Coppola
Año: 1999 País: EE.UU. Género: Drama Puntaje: 8.5/10
Interpretes: Kirsten Dunst, James Woods, Kathleen Turner, Josh Hartnett, Scott Glenn, Michael Paré, Danny DeVito, Chelsie Swain, A.J. Cook y Hanna R. Hall



En un barrio residencial de Estados Unidos, a mediados de los setenta, pocas cosas pueden turbar la tranquila armonía de la familia Lisbon. Las cinco hermosas hermanas se han convertido en el secreto objeto de deseo de los chicos, que suspiran por ellas cada vez que ven sus melenas rubias al viento. Sin embargo algo hace que todo este paraíso cambie cuando Cecilia, la menor de las hermanas, se suicide a los doce años de edad. ¿Cómo puede convivir la belleza en estado puro con una macabra historia adolescente? Ésta es la pregunta que persigue a uno de aquellos adolescentes que ya en su madurez no ha podido borrar de la mente los sucesos que ocurrieron veinte años antes; El sonado debut de Sofia Coppola como directora debe mucho de su repercusión a la campaña publicitaria que le ha precedido. Por otro lado, hay que tener en cuenta que la película indaga en el lado más oscuro de la familia americana convencional, lo que parece haberse puesto de moda en el nuevo cine norteamericano con películas como “Belleza Americana” (1999) o “Magnolia” (1999). En este caso, la acción se traslada a los años setenta y, si algo consigue la directora, es crear una atmósfera que evoca el estilo de vida de esa época a partir de pequeños detalles. Consideración especial merecen algunas de las imágenes que muestran a las protagonistas en el campo y que son un híbrido entre las fotografías de David Hamilton y la publicidad de desodorantes u ambientadores de esa década. La visión de “Lick The Star” (1998), el primer corto de la hija de Francis Ford Coppola, no me había despertado muchas expectativas, pero su opera prima lanzada en Latinoamérica directamente al video, levantó su imagen a la de una prometedora directora que habría que seguir de cerca.



Calificado por muchos como un filme vacío de contenido presentado en un bonito envoltorio, “Las Vírgenes Suicidas” recupera la esencia de la novela original de Jeffrey Eugenides para llevarla a su máxima expresión. La cinta es un canto terrorífico, sublimado y presentado a manera de cuento de hadas, con enormes vestidos blancos y largas cabelleras rubias, en donde la belleza sólo es la careta del drama. Y es que hay dos maneras de salir bien librado de un drama: el humor o la exaltación esteta. La cinta de Sofia Coppola escoge el segundo camino y convierte una película de terror en un precioso retrato de la adolescencia, con cinco nínfulas perfectas rodeadas de un escenario de colores encendidos. Desde el comienzo llama la atención el enfoque elegido para contar la historia: la obsesión de un grupo de adolescentes por las bellas hermanas marcadas por la tragedia. El punto de vista de los chicos conduce el relato, pero ellos cuentan todo ya de grandes: la fascinación permaneció en sus vidas al punto de realizar una especie de investigación 20 años después. El tono de la narración recuerda a “Cuenta Conmigo” (1986), una historia de adultos cuando eran niños, una experiencia única, vivida en una etapa de descubrimiento, que quedó grabada para siempre en sus mentes. Pero en nada se parecen ambos filmes, no sólo por lo dramático que es el de Coppola, sino porque el protagonismo de la historia lo tienen las cinco rubias, hijas de padres conservadores, que no tienen más contacto con el exterior que el del colegio, nada de salir con chicos o asistir a fiestas. Las hermanas Lisbon y sus vecinos se convierten, en su particular camino rumbo a la edad adulta desde la adolescencia, en el reflejo de una sociedad que recurre a la represión y que marca el camino de cada cual sin opción. Más allá de un filme sobre el amor adolescente (tema que muchos se han empeñado en destacar en esta historia), la fuerza expresiva de “Las Vírgenes Suicidas” reside no tanto en ese aura “naif” de su estética, sino en la crítica social implícita, la que nos muestra las consecuencias de esa represión y de la privación de la libertad a aquellos que están empezando a descubrirla.



La tragedia de toda la cinta comienza cuando Cecilia, intenta cortarse las venas. El doctor interpretado por Danny DeVito (en su única escena) lo deja muy claro: es tiempo de que la niña trabe relación con chicos de su edad. Así se inicia una compleja temporada para los padres (James Woods y Kathleen Turner), que a duras penas reducirán algo de sobreprotección. Antes de que la introducción del filme concluya, Cecilia repetirá, esta vez con éxito, su accionar suicida. Lo que sigue es un estudio de conducta de padres e hijas que la hija de Coppola filma con sobriedad, sin morbo, matizando la frialdad de la situación con la calidez del retrato de la adolescencia. No toma distancia, se pone en la piel de las chicas y se nota en los pequeños detalles: la música pop, algunos aciertos formales que se alejan del clasicismo sin caer en el clip (como los nombres de los chicos que le gustan a Lux, escritos en su ropa interior y mostrados por la cámara atravesando su vestido), la encantadora secuencia del intercambio telefónico de canciones, y finalmente, la sensación de que la directora supo como transmitir los personajes al elenco. Kirsten Dunst (Lux, la hermana mayor) y Josh Harnett están entre los más prometedores del grupo de jóvenes que suelen interpretar los bodrios de terror con estética televisiva. La composición de Woods y Turner es perfecta y el resto de las chicas está a la altura de los personajes. “Las Vírgenes Sucidas” es casi como una pintura en movimiento...los colores, los rostros, la música, los movimientos y los planos son pinceladas del paso de las estaciones, la opresión, el final de la inocencia y, por sobre todas las cosas, de la adolescencia. La película crea un magistral ritmo que nos lleva de la niñez a la juventud y de la juventud a la adultez.



Cuenta la leyenda que fue Thurston Moore, de la banda neoyorkina “Sonic Youth”, quien le regalo el libro de Eugenides a Sofía Coppola, y que ella escribió el guión mientras escuchaba el Moon Safari del grupo francés “Air”. Justamente estos últimos son los que terminan de darle forma a la película. Las canciones compuestas exclusivamente para la cinta marcan cada escena y nos transportan a escenarios de ensueño pasados, tenue nostalgia que sumada a temas de "Sloan", "Todd Rundgren" o "Gilbert O’Sullivan" se convierten en las canciones perfectas para transmitirlas en la cinta. Decir que “Las Vírgenes Suicidas” está en la línea del cine independiente norteamericano es restarle créditos. Se puede discutir, y eso con la obsesión de la directora con Kirsten Dunst, con su rostro, cabello, hombros, sonrisa, labios, piernas. Pero quién no. Dunst se adueña de la película de una manera sutil. Como las Lisbon, cinco chicas repletas de silencios a quien nadie parece comprenderlas. Ni sus padres, ni el psicólogo, ni el cura, ni los vecinos, ni sus contemporáneos, ni el espectador mismo. Ellas solo tienen su cuerpo y belleza como únicos moderadores. Y esa justamente fue su condena. El drama de las muchachas Lisbon le permite a Sofia Coppola exteriorizar sensaciones. Poco parece interesarle el dramático suceso, las motivaciones que lo provocaron o la búsqueda de culpables. Su objetividad en este aspecto linda con el documento informativo, el cual, nada tiene que ver con la labor periodística que desarrollan las televisores locales en la película y que Coppola crítica con dureza. Las hermanas Lisbon son presentadas como seres fantasmales, etéreos, intangibles. La influencia de su severa madre educándolas en un estricto ambiente religiosa ha sido decisiva. El personaje, que a pesar de su escasa presencia en pantalla es determinante en la historia, está magníficamente interpretado por Kathleen Turner, actriz cuya labor en esta película pone de manifiesta que ha sido totalmente desaprovechada en su faceta dramática.



En toda la pelícuka las hermanas Lisbon se sienten completamente perdidas. Representan a un grupo pero reivindican su individualidad: desde la pequeña e inocente Cecilia, a la que la maldad del mundo, sencillamente, le resulta insoportable, hasta la rebelde y hermosa Lux. La idea de pureza de Cecilia, asociada a esa Virgen de la estampita que se ve en el filme, es el fruto del catolicismo abstracto vivido por los padres. Lo que en principio es una religión que consiste en el seguimiento de un acontecimiento divino encarnado (Cristo y la Iglesia) que a la vez despierta las preguntas más fundamentales y hace percibir evidentemente que éstas tienen respuesta, en el caso de los Lisbon ha sufrido una reducción moral que la madre articula como una separación del mundo y de la realidad. Lo que las chicas han aprendido en casa es que el mundo es malo. El Cristo que se les ha presentado no es uno que abre a la realidad, que cumple lo humano, sino que lo censura. La virginidad católica es el producto de la bella transformación y cumplimiento de lo humano, no la derrota de lo humano ante las normas divinas. De esto no tienen prueba las chicas ni por asomo, porque el padre es un zombi, la madre una moralista que quiere aislar a las chicas del mundo, e incluso el sacerdote, en este sentido, no supone una diferencia, porque, a pesar de su visita post-mortem de cortesía, no es alguien cambiado, no es suficientemente humano como para gritarle a un padre cuya hija pequeña se acaba de suicidar y se está fugando de la realidad mientras sorbe una cerveza y celebra los puntos de su equipo de béisbol ante la televisión. Por eso no creemos que la película critique al catolicismo. En todo caso criticaría, en parte, la deformación de éste.



Lo curioso de esta película es que pone delante del espectador la compenetración ideológica entre el narcisismo y la religión entendida de modo moralista, unas normas sin ideal no son más que un elemento sado-masoquista en la vida. Es decir, si el Ideal no se encarna históricamente en el espacio y en el tiempo de las personas, si no existe la figura paterna, si no comparece un principio de realidad afectivamente cercano, un testimonio carnal de que el deseo de infinito es lícito y tiene respuesta y de que, por tanto, la herida de la vida, el sufrimiento y el sacrificio pueden ser afrontados con esperanza y alegría, pese a que podamos militar ideológicamente en las filas de la religión más anti-narcisista en cuanto a los principios, quedamos atrapados en sus redes culturales, ya que el Ideal del “Yo” sólo es una palabra en un discurso pero no está dentro de nuestra experiencia, con lo cual funcionamos igualmente como si nosotros mismos fuésemos nuestro Ideal. Es decir, la religión católica se puede vivir de un modo narcisista si no consiste en seguir un atractivo humano distinto de uno mismo y de sus ideas abstractas. Ante esta hipótesis educativa inhumana de los padres, las cuatro hijas reaccionan de dos modos diversos. Por un lado Lux reconoce la falsedad de la propuesta de sus padres y se lanza al mundo reactivamente. El resultado es que éste la defrauda y ella no tiene cómo elaborar esa nueva situación porque inmediatamente es incomunicada del mundo por la madre. Por otro lado, están las otras tres hermanas, que no reaccionan ante los padres sino que se dejan consumir en la acidia que la propuesta educativa familiar les provoca. Bajo la atenta mirada de unos vecinos en plena efervescencia adolescente, cada una de las Lisbon irá perdiéndose en su propio camino, a través de una historia que Coppola empapa de ese aire sesentero. Algunos verán aquí amor adolescente pero otros descubrirán un universo completamente desconocido: el de unas adolescentes perdidas en su camino, abrumadas por el fin de la inocencia. Todo bajo el color y la luz de la mejor Coppola, que después acabaría de rematar su labor con la genial “Perdidos en Tokio” (2003).



“Un canto a la pureza”

jueves, 8 de diciembre de 2011

Boogie Nights

Director: Paul Thomas Anderson
Año: 1997 País: EE.UU. Género: Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Mark Wahlberg, Julianne Moore, Burt Reynolds, Don Cheadle, John C. Reilly, William H. Macy, Heather Graham, Luis Guzmán, Nicole Ari Parker, Philip Seymour Hoffman, Nina Hartley, Melora Walters, Philip Baker Hall y Alfred Molina



A finales de los 70, Jack Horner (Burt Reynolds), un director de cine porno que considera su trabajo una forma de arte descubre a Eddie Adams (Mark Wahlberg), un joven ingenuo que desea triunfar y que tiene las características físicas muy adecuadas para ese tipo de cine. Eddie cambia su nombre por el de “Dirk Diggler” y se sumerge por completo a su nuevo estilo de vida y a las relaciones que la industria le impone, así de pronto se convierte en una gran estrella del porno. En una secuencia de esta película, nos introducimos en la carcasa de una cámara de cine, y nos paseamos con calma por cada uno de sus resortes, mecanismos y fases, terminando en un plano que recoge lo que se va imprimiendo en el celuloide. Se trata, por supuesto, del rodaje de un filme porno con el ambiente inconfundible de los años setenta, pero también de una declaración de amor al cine de cualquier clase (siempre que esté hecho en celuloide), y a los profesionales que trabajan en él. Ha dicho Paul Thomas Anderson que es capaz de distinguir el estilo del cine porno en cuanto a décadas e incluso directores importantes. Pero no sólo es especialista en cine porno, es uno de los directores norteamericanos más importantes vivos, y lo lleva demostrando desde la realización de esta película a los 27 años. La obra de Paul Thomas Anderson es probablemente una de las más completas del cine contemporáneo. Desde el punto de vista técnico, el cineasta con fama de megalómano es capaz de reinventar todos los recursos narrativos, escénicos y musicales del séptimo arte. Desde el artístico, sus historias son básicamente decálogos del dolor humanos, con todas sus caras y aristas. Anderson con esta cinta realiza un recorrido vital hasta los infiernos del alma a lo largo de dos horas, que pasan como un suspiro gracias a una fascinante banda sonora y al amor y al espeto que tiene por sus personajes, que consiguen que los amemos y respetemos tanto como él.



Sin duda esta cinta una exuberante obra maestra, tan apasionada y libérrima como arriesgada y hasta lúgubre, “Boogie Nights” es un largo e irregular, aunque apasionante recorrido por las dos décadas más convulsas de la industria del cine pornográfico estadounidense, tomando como protagonista a una suerte de gemelo del célebre e infortunado John Holmes (cuyo miembro sexual era más conocido que su rostro), dentro de un relato coral presidido por un eufórico espíritu adolescente, por una gran compasión hacia las criaturas que lo pueblan y por una sutil ironía que termina de redondear la propuesta. Tras la muy poco conocida “Hard Eight”, estrenada en 1996, Anderson daba un golpe sobre la mesa en forma de grandísimo cine, con el que avisaba del inmenso talento que daría lugar a sus magistrales obras posteriores como: “Magnolia” (1999), “Embriagado de Amor” (2002) y sobre todo “Petróleo Sangriento” (2008). Estrenada hace catorce años atrás, tiempo en el que ya el director se ha labrado una merecida fama, ahora resulta difícil darse cuenta de los redaños de Paul Thomas Anderson decidiéndose por este personalísimo proyecto, pero igual de sencillo que entonces es percibir su amor por una industria que ya no existe, convertida primero en un fábrica de vídeos cutres, y luego en un portal de internet con innumerables clips de secuencias sueltas. Para Anderson, es indiferente el tema o el contenido. Lo más importante era el cuidado y la profesionalidad de los directores, cámaras, sonidistas y montadores del cine porno, que creían que lo que hacían era importante y de altura estética, y que vivían por y para su trabajo, convencidos de que era lo único que sabían hacer bien. En esa industria se mezclaba lo ingenuo y lo entrañable con la mezquindad y las envidias propias de todo negocio, y Anderson lo narra todo sin juzgar, y divirtiéndose como un niño.



Como en la futura “Magnolia” (que le daría el Oso de Oro en el Festival de Berlín), esta es una historia de muchos personajes, cada cual más patético y dolido por una vida llena de frustraciones, soledades y miserias. El motor de la película, sin embargo, es Eddie Adams o más conocido como “Dirk Diggler”, interpretado por un estupendo Mark Wahlberg, que vivirá una fulgurante carrera en la industria pornográfica, para luego echarlo todo a perder, y recuperarse en el último momento, es un tipo en el que lo infantil y lo vanidoso se mezclan sin poder distinguirlos, y al que, como todos los demás, terminamos cogiendo un incomprensible cariño. Alrededor suyo brillan con fuerza Julianne Moore (la actriz favorita de P.T. Anderson, según sus propias palabras), Burt Reynolds, Don Cheadle, Heather Graham y otros que son parte del grupo de actores habitual de Anderson como Philip Seymour Hoffman, John C. Reilly o William H. Macy. A sus escasos veintisiete años, Anderson demostraba ser un director de actores de primerísima línea, y un director que conoce a fondo toda la técnica del cine. Su escaso interés, malas notas y posterior abandono de la escuela de cine de Los Angeles, parecen haber sido consecuencia no de su incapacidad, sino de su verdadero genio precoz y su carácter autodidacta. Hay secuencias resueltas con una maestría poco común incluso en cineastas con más títulos a sus espaldas, como el fastuoso plano que abre el filme, de tres minutos de duración y que es un homenaje a un plano secuencia de “Buenos Muchachos” (1990). De hecho, se percibe una enorme influencia de Scorsese en este trabajo de Anderson, influencia que en lugar de comprometer su personalidad, la enriquece. Si Scorsese es la perversión del clasicismo, Anderson es la perversión de esa perversión. Su descaro, su alegría de filmar, le llevan a hacer lo que le viene en gana con la cámara, pero sin perder jamás de vista a su galería de perdedores, que mientras se benefician del dinero y el jolgorio de la industria del porno, padecen también el rechazo de la sociedad bienpensante e hipócrita, y son marginados por los mismos que ven sus películas.


La película tiene "dos partes". La primera es colorida, sencilla, musical, repleta de sueños, de éxito, de posesiones físicas, de sexo, de premios, de admiración y de reconocimiento. La segunda es turbia, oscura, sombría y melancólica, es n viaje del éxito a la irremediable caída a la autodestrucción. El paso del tiempo arrolla a los personajes, los encierra en sus miserias, en sus obsesiones, en su soledad, en sus mentiras, en sus odios, en sus secretos, en su tristeza y en su patetismo. Los méritos de esta película son muchos, demasiados, pero sin duda el mayor acierto es conseguir representar a esta industria sin la necesidad de recurrir a lo vulgar o a escenas grotescas. El espectador puede hacerse, gracias a esta cinta, una idea de cómo muchos jóvenes llegan a trabajar en este tipo de cine, respirando un ambiente lujoso y lujurioso, pues sus personajes están llenos de perspectivas respetables, objetivos de futuro y actitudes que hasta rozan con lo inocente. No es pequeño el número de personajes del porno que ha encontrado en ese negocio un refugio de una pobre vida, afectada por los problemas familiares o pasados oscuros. En repetidas ocasiones Anderson nos muestra rodajes de películas, incluyendo visiones desde diferentes puntos de vista: director, actores y observador. Y es aquí donde reside uno de los puntos fuertes del metraje, gracias a lo cual el espectador se introduce en “Boogie Nights” con mucha facilidad. En determinados momentos, la cámara va de estancia en estancia (a veces a modo de travelling) como un mero observador curioso y es aquí donde la película conecta directamente con el espectador. Como decía antes, Anderson homenajea esta época de la industria pornográfica y no sólo eso, sino que da su visión sobre ella. Respeta fervientemente el trabajo de estas producciones (a pesar de lo cutre que pueden resultar) y a través de Jack Horner habla de lo que para él debiera ser una obra de estas características: bella, en la que el espectador continúe su visionado después de masturbarse, donde los actores tengan buenas interpretaciones y una buena historia que contar.



Pero es en la segunda parte del metraje donde Anderson descarga casi todo el peso dramático que lleva dentro, consiguiendo algunas escenas e interpretaciones dignas de ser recordadas en mucho tiempo. Además Anderson ve a sus personajes como una familia muy unida, con sus problemas pero con mucho sentimiento y amor de por medio. Resulta curioso ver que realmente el cine y el cine pornográfico son bastante parecidos, al menos en aquella época. En “Boogie Nights” hay continuas referencias a estas similitudes entre la industria porno y Hollywood, ya no sólo con los protagonistas en sí, sino que hasta aparecen los porno-óscars, los estudios de montaje, incluso el empaquetado de películas para su posterior distribución. Se nota que Anderson ha tenido mucho trabajo de mediateca. Aunque pueda parecer excesiva, posee un ritmo dinámico, junto con los movimientos de cámara mencionados anteriormente y una clara idea sobre la estructura del guión, hacen que la película sea muy llevadera y entretenida. A pesar del excesivo uso de la influencia del cine De Palma o Scorsese, el estilo de P.T. Anderson es bastante original y representa la esperanza de una buena parte de la industria hollywoodiense. La recreación histórica de Bob Ziembicki es sensacional. Su trabajo para llevarnos a finales de los años setenta, y mostrarnos los cambios paulatinos de los ochenta, merece todos los elogios. Le ayuda muchísimo la elección de los temas musicales, el vestuario, la peluquería y el maquillaje. Todo está cuidado hasta el mínimo detalle. A su vez, el gran operador Robert Elswit, se alía en total complicidad con director y diseñador de producción, hasta el punto de que es imposible imaginar que esta película fue filmada en 1997. ¡Realmente parece que está filmada veinte años antes, y durante los cinco o seis años que dura el relato! Sin el menor complejo, Anderson se apodera de cualquier formato que otorgue veracidad en el aspecto visual, ensucia la paleta de colores, reconstruye escenarios de títulos porno de la época, el atrezzo, las texturas...mientras mueve veloz la cámara, corta planos con la precisión de un cirujano, emplea el scope y la steady con desparpajo.



Contemplando toda la filmografía de Anderson podría chocar el tono tal vez optimista de “Boogie Nights”, pero lo cierto es que pocos directores y guionistas diseccionan con tanta habilidad y humanidad las miserias humanas. Otro punto que sorprende es Mark Whalberg, un actor de lo más limitado bajo mi punto de vista, aquí realiza la que sin lugar a dudas es su mejor interpretación, rozando la gloria y lo patético. Y sin menospreciar a todo su magnífico e interminable reparto hay que hacer una mención especial las participaciones de Burt Reynolds y Julianne Moore. El primero resucitó unos segundos con este filme gracias a una poderosa interpretación como el padre, cabeza y corazón de todos los seres perdidos que pululan por “Boogie Nights” y Julianne Moore simplemente es imposible de alabarla, porque no existen adjetivos que describan su trabajo como Amber Weaves, de una sutileza aplastante, de una presencia enigmática, de una belleza extraña, de un dolor plausible, de una perfección ilimitada. Pero además “Boogie Nights” puede verse como una parábola del cine convencional, con la feroz llegada del vídeo doméstico como destructor de un arte artesanal que hasta entonces poseía cierta dignidad, al igual con la instauración del televisor en los años sesenta para el Hollywood de los años sesenta. Cuenta la misma decadencia, mucho más acusada como es lógico en el cine triple X, que ahora no es más que una parodia deleznable. Antes, por lo menos, se podían hacer filmes con una bella fotografía y con cierto gusto. El porno es la excusa para que Anderson declare, con toda la pasión que le es propia, su devoción por el soporte fílmico, que para él es el verdadero cine, en lugar del vídeo o incluso de la imagen digital. En su narración de la trayectoria de Diggler y del universo cerrado que era la industria, Anderson se consolida como una promesa cumplida, un director a la altura de Coppola, Scorsese o De Palma…surgido dos décadas más tarde nada menos. En definitiva “Boogie Nights” es sórdida, cruda, excesiva, bella, triste y violenta, una obra maestra imperdible para los cinéfilos.



“Cine con mayúsculas”

sábado, 22 de octubre de 2011

Red Social

Director: David Fincher
Año: 2010 País: EE.UU. Género: Biopic/Drama Puntaje: 09/10
Interpretes: Jesse Eisenberg, Andrew Garfield, Justin Timberlake, Armie Hammer, Joseph Mazzello, Max Minghella, Rashida Jones, Brenda Song, Rooney Mara, Malese Jow, Trevor Wright y Dakota Johnson



Una noche de otoño del año 2003, Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg), alumno de Harvard y un genio de la programación, se sienta delante de su ordenador y empieza a desarrollar una nueva idea. Lo que comenzó como un pequeño medio de comunicación en la universidad pronto se convirtió en una revolucionaria red social: Facebook. Seis años y 500 millones de amigos después, Mark Zuckerberg es el billonario más joven de la historia. Pero a este joven el éxito no le ha traído más que complicaciones personales y legales. Vivimos en el siglo XXI. Hasta ahí todo bien ¿no?, necesitamos que nos quieran o que los demás piensen que los demás nos quieren, tenemos que mostrar que somos listos y que tenemos buen gusto, ansiamos ser reconocidos en todas las vertientes y variantes que esa palabra aglutine, queremos ir a fiestas tremendas, sonreír junto a ellos, demostrar que somos únicos entre tanta gente, ser ocurrentes, estar a la última, saber hasta lo que nos puede hacer no querer saber más, apostar si la chica que te gusta tiene novio, si ya te borraron de la lista de amigos en la que nunca fuiste realmente un amigo y adivinar si alguien te echó de menos el fin de semana pasado, infinitos infinitivos que esconden el pulso cansado de una sociedad que dejó de comunicarse debido al ruido que provocaba sus comunicaciones. Aceptar por fin que estás solo y que es domingo y que hoy no hay ninguna chica que quiera ir contigo a un restaurante, luego a tomar una copa y tal vez después a compartir risas, lambrusco, almohada y sudor. Al ver el cartel de la cinta, uno no recuerda películas cuyos anuncios destaquen únicamente, los nombres de su guionista y su director, “Red Social” es una de ellas, y con razón. Porque no cuesta rastrear en sus fotogramas una prodigiosa simbiosis total entre el texto escrito por Aaron Sorkin (el inolvidable creador de la extraordinaria serie “The West Wing”) y la plasmación en imágenes de David Fincher, que consigue el prodigio de que lo mostrado en pantalla nunca vaya a simple remolque del aluvión de información de los diálogos, sino que incorpora, a las líneas de los personajes, el soporte perfecto para que todas las sugerencias contenidas se desplieguen.


Partiendo del libro “Multimillonarios por Accidente” de Ben Mezrich, el director de “Zodíaco” (2007) salta con insultante dominio del relato con tonalidad de realismo mágico inspirado en F. Scott Fitzgerald, a la adaptación de esta historia (también) sobre la gestación de nuevos ricos. “Red Social” fundamentalmente habla del poder y de la expansión en un sistema que conecta dos elementos básicos como el lenguaje y la emoción; de cómo la sofisticación del primero (a través del poder) es capaz de disfrazar la vulnerabilidad del segundo creando una herramienta emocional dirigida a ramificar un poco de nuestros interruptores en el espacio virtual. El relato de esa creación, como el de la modernidad, es una tragedia. En “Wall Street” (1987), Oliver Stone nos hizo aceptar como axioma que la ambición es buena, sobre todo cuando el capitalismo salvaje no conoce un enemigo eficaz (si acaso, él mismo) que frene las fluctuaciones de la bolsa. Más de veinte años después, Sean Parker continúa el mantra que popularizase el personaje interpretado por Michael Douglas. Lo importante es amasar capital lo más rápido posible, porque lo “cool” no es tener un millón de dólares, sino un billón. He aquí una curiosa mutación: el capitalismo salvaje de finales de los 80 abraza la realidad virtual con la promesa de permanecer en la cúspide más tiempo del que permite el mercado de valores. Porque, a diferencia de la caprichosa mecánica de la bolsa, Facebook es un estilo de vida que continuará funcionando a través de futuras implementaciones. La crisis de los países desarrollados no limita el desarrollo del capital emocional. Al contrario, exige la expresión de ese malestar creando grupos, actualizando perfiles o manifestando el estado actual de las cosas. La crisis es la condición de posibilidad del capitalismo emocional salvaje: siempre necesitamos un espacio donde volcar nuestras experiencias cotidianas, es por eso impactante ver a Zuckerberg el billonario más joven del mundo, retratado impecablemente vía su homólogo en la ficción, como un rico sin mucho interés por el dinero, siempre inmerso en códigos de programación y reacio al contacto social y fiestas que sí son de la devoción de perspicaz consejero Sean Parker (acertado Justin Timberlake).


La historia de “Red Social” es por encima de todo, el relato de un abandono. Erica (Rooney Mara) deja a Mark porque está cansada de aguantar su comportamiento atípico. Y Mark traiciona a Eduardo (Andrew Garfield), su amigo, porque envidia algo que sólo podrá conseguir a través de Facebook: la aceptación. De hecho, el drama del filme consiste en los intentos de su protagonista de no resignarse a aceptar su falta de conexión con la realidad, con las personas y sus emociones. La tragedia se mueve a través de los mecanismos dramáticos que Mark utiliza para resistirse a la verdad, buscando una certeza imposible, para encubrir su deseo de disponer de habilidades sociales bajo una interfaz que permita entrar en conexión con todo ese terreno vedado: la sociedad. La alienación social de Zuckerberg, algo tiene que ver con un anhelo de aceptación que contrasta salvajemente con el casi millón de agregados que luce en su perfil. Jesse Eisenberg, sin abandonar su favoritismo por cierta vertiente “nerd”, se muestra inmenso y entendedor de la estrecha relación entre inteligencia, soledad y rencor de su personaje. Fincher, por su parte, deconstruye el sentimiento a través de una narración en “flashback”, que recapitula desde la mesa donde demandantes y demandado se reúnen, alternando vigorosos duelos dialécticos con hedonistas capítulos universitarios en los que el portento visual del realizador y la inspirada música de Trent Reznor y Atticus Ross consiguen perfecta amalgama. La realidad del éxito y de la felicidad verdadera queda cuestionada por Fincher, como es el caso de la amistad aparente levantada sobre palabras vaciadas de contenido y subidas a golpe de un “click”. Frente a unos hombres que se mueven a ritmo de impulsos, dos mujeres (el resto son maniquíes de compañía) que se erigen en el sentido común que les falta a todos ellos: la mencionada Erica y la abogada del juicio, las únicas con los pies en la tierra y que entienden el sentido de la amistad. Una constelación de millones de amigos virtuales y sólo algunos de verdad para un genio creativo desorientado, porque la realidad se le ha ido de las manos y se ha quedado colgado de la red. En este sentido, Fincher es implacable y rompe la película en numerosos fragmentos sin perder claridad narrativa y manteniendo el tono alocado de la historia, con tantas subtramas como puntos de vista se ofrecen para dirigir esa naciente empresa que, por momentos, amenaza con destruir la paz social.


Todos sentimos la necesidad de expresar nuestras emociones de manera personal o bajo el anonimato. Este texto sería un ejemplo de ello, como también lo sería cuestionar su objetivo y mis intenciones. Hay que buscar la clave de “Red Social” en las mismas coordenadas que la mencionada “Wall Street”: ¿Por qué la ambición es buena? ¿Por qué y para qué tener miles de amigos en Facebook? ¿Por qué la historia de su creación implica un relato de dolor? Basta recordar que en el filme de Oliver Stone la falta de escrúpulos de Gordon Gekko le conducía a ingresar en prisión. Sin embargo, en la película dirigida por David Fincher sucede lo contrario; la falta de escrúpulos de Mark le conduce a encabezar las listas de jóvenes multimillonarios y al reconocimiento social. ¿Significa eso que estamos ante otra clase de capitalismo mejor aceptado? Significa que estamos ante uno de los mejores retratos del estado de salud de nuestro tiempo, en el que el triunfo se mide a través de la necesidad. Si Don Draper anunciase Facebook, diría que se trata de un estilo de vida; por eso y bajo esa premisa Facebook es la comunicación adecuada para nuestros tiempos, por tanto, de una herramienta necesaria para nuestro desarrollo humano. En “Red Social” todo va a velocidad de vértigo, como la vida de su protagonista y la propia expansión de Facebook entre los internautas. Desde el inicio, David Fincher imprime a los acontecimientos e imágenes un ritmo tan endiablado como el de las ideas que asaltan la mente del joven informático de Harvard. No hay tiempo que perder para hacerse con el mercado ni tampoco para ser uno de los amigos de esa red social, donde hay que estar presente. La vida pasa muy deprisa y se corre el riesgo de quedarse atrás, y por eso todo vale…sólo hay que pulsar una tecla y agregarse al club virtual (o darse de baja). Fincher no hace únicamente un biopic de Mark Zuckerberg como creador de Facebook, sino que levanta la radiografía de una sociedad que necesita manifestarse y que le presten atención, que es frágil en su estructura y efímera en sus relaciones, y que muchas veces parece desorientada en su búsqueda de éxito…caiga quien caiga.



“Red Social” también narra la arquitectura de una idea, no cesa de ofrecernos apuntes y pequeños detalles para subrayar el impacto de nuestra vida interior en la génesis de una obra. Apenas cuesta imaginar Facebook como la gran fábrica de explotación de los sentimientos, en tanto se nutre de la actualización constante del estado de sus usuarios; en otras palabras, se define a partir de la vida de los otros, no de la suya propia. En esa definición hallamos el auténtico drama de la historia urdida por Aaron Sorkin: Mark es otro vampiro, como los ladrones de ideas o los “brokers” desalmados del parqué de Wall Street. Pero es una clase de vampiro más sofisticado, un vampiro cuya gran creación es, al mismo tiempo, el testigo de su dolor, de su falta de vida; el recuerdo de que ese sentimiento durará para siempre: la imposibilidad de vivir una vida en sus propios términos, porque su lenguaje, su mundo, todo él está construido a partir de experiencias ajenas, estados ajenos (nos gusta o nos disgusta) y emociones ajenas. Y es a través de esa distancia desde donde observamos la personalidad hermética de su creador, un veinteañero que vigila celosamente el estado de su creación mientras, en su soledad, se cuestiona por qué no puede hacer lo mismo, la realidad, en definitiva, no se actualiza o reforma a la misma velocidad con la que un perfil lo hace tecleando F5. Por encima de la complejidad de la recreación de los primeros estertores del nacimiento de Facebook y de las opiniones que los implicados puedan tener desde la vida real, la propuesta triunfa desde su mismo planteamiento, centrado en equilibrar el aspecto meramente informático/críptico con el desarrollo de los componentes humanos de la historia; Zuckerberg idea una comunidad mundial, al margen de fronteras, cuando en realidad puede contar sus amigos con los dedos de una mano. Inteligente, genial, egocéntrico, posiblemente difícil de encajar en las distancias cortas, germina su obra a partir de un desencanto amoroso y una idea ajena (inferior, pero ajena a pesar de todo), escondiendo su trágica soledad personal, intrínsecamente atada a su compleja moralidad (reniega de los anunciantes, pero los celos le dominan), que dinamita sus relaciones hasta puntos altamente dramáticos en sus consecuencias vitales.



Buenas interpretaciones de Jesse Eisenberg y de Andrew Garfield como pareja protagonista, entre la genialidad obsesiva del nerd y la inocencia juvenil del financiero. No faltan momentos de comicidad, especialmente en torno a los gemelos Winklevoss, por ejemplo en su encuentro con el rector, ni tampoco temas para la discusión, como ese derecho a la propiedad intelectual y la ética. Pero, sobre todo, tenemos la necesidad de establecer relaciones sentimentales. Con “Red Social”, Fincher ha definido el tormento y el éxtasis de una generación que no duda en abrazar la tecnología como una extensión necesaria de su identidad, aunque el trasvase entre realidad y realidad virtual diluya aspectos fundamentales de nuestro “yo” (ahí está la filmografía del malogrado Satoshi Kon para atestiguarlo), uno de esos aspectos fundamentales es el que caracteriza este despiadado retrato del creador de Facebook: cómo la necesidad de alcanzar un objetivo nos hace olvidar el camino que elegimos para alcanzarlo. La diferencia con respecto a otras historias es que sus protagonistas apenas son post-adolescentes que empiezan a intuir lo complicado que es vivir en el mundo. De ahí, precisamente, el énfasis que pone Fincher en no dejar correr ninguna pieza de este complejo entramado emocional que supone el desarrollo de Facebook. Cada nuevo paso en la consolidación del producto significa una nueva pérdida en nuestra interacción con la realidad, un nuevo salto hacia una red (sin red de seguridad) en la que disipar eficazmente los defectos, errores y problemas como arquitectos de nuestro futuro. Ahí está el drama de esta maravillosa película: El conflicto no sólo está en sufrir o no, en explorar o en explotar; el conflicto está en lo poco tolerantes que somos a la frustración. Mark crea Facebook para darse otra oportunidad en un entorno en el que el fracaso nunca tendrá el mismo eco, (podrá borrarse, editarse, modificarse, y tantas cosas como sean necesarias) que en su desafortunada relación con Erica. Y en ese movimiento en falso está la definición de una generación cuya mejor crónica es “Red Social”. En fin, que podrían hacen valer a esta cinta como precioso memorándum de las condiciones de entrada a una futurible sociedad de la desconexión.



“Una película espléndidamente hecha"

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La Chica Que Saltaba a Través del Tiempo

Director: Mamoru Hosoda
Año: 2006 País: Japón Género: Animación/Fantasía Puntaje: 08/10
Productora: Madhouse Ltd.



Makoto, es una adolescente sencilla, algo inocente que disfruta alegremente de su juventud en compañía de sus grandes amigos Kousuke y Chiaki, con los que pasa la mayor parte del tiempo dentro y fuera del instituto, pero un día recibe un peculiar don: la capacidad de ir hacia atrás en el tiempo dando agigantados brincos, ella usará esta habilidad para evadir los problemas. La película esta basada en una conocida novela japonesa del mismo nombre, que escribió el autor Yasutaka Tsuitsui, publicada en el año 1965, la cual gozó siempre de gran popularidad y ha sido adaptada varias en varias ocasiones para el cine y televisión. Aunque su título sugiere una historia cargada de elementos de ciencia ficción, en realidad “La Chica Que Saltaba a Través del Tiempo” es más cercana a obras como “Susurros al Corazón” (1995) antes que a cosas como “12 Monos” (1995), de hecho el aspecto fantástico de esta película es precisamente aquel que es tratado con más superficialidad, siendo un mero vehículo para mostrarnos la personalidad y el crecimiento interior de la protagonista, Makoto una chica que puede usar su don para causas tan simples como evitar que su hermana menor se coma su postre o evitar tener que decirle “no” a la invitación de uno de sus amigos. Sin despegarse de ese estilo, en algunos momentos, “La Chica Que Saltaba a Través del Tiempo” muestra destellos de un humor, que casi roza el “slapstick”, provocados por la candidez de la protagonista, esos instantes son igual de torpes para arrancarnos la risa, sin embargo, dentro de una película tan entrañable, antes que parecernos tontos, nos hacen sonreír por ternura. Los saltos en el tiempo tienen un lugar secundario en el argumento del filme. Por este motivo, la explicación que la película introduce en sus minutos finales de por qué se producían estos viajes temporales y la solución que da a esta parte de la trama puede parecer pobre o poco estudiada.



Ganadora de varios premios, “La Chica Que Saltaba a Través del Tiempo” es una película de imágenes preciosas y de una elegancia exquisita. Los planos recurrentes de una calle peatonal en cuesta que acaba en la vía, de un semáforo y una barrera ferroviaria, así como del amenazante tren que se acerca creando un peligro mortal son de una enorme belleza. Es en ese lugar donde ocurren casi todos los saltos temporales y donde tienen lugar los importantes giros de la trama que harán avanzar el argumento. El estilo del dibujo es sencillo, limpio y la animación en 2D está bien resuelta, aunque tenga menos intercalado que las grandes producciones. Los colores cercanos al pastel y los grises y azules muy apagados contribuyen a esa delicadeza que tienen todas las imágenes. Son especialmente originales los relojes y las imágenes que se pueden ver cuando se producen los saltos en el tiempo. El retrato de los personajes transmite una gran inocencia que se traduce en un encanto general en el tono de la película que acaba invadiendo el espíritu de los espectadores. Esto se armoniza a la perfección con un ritmo pausado y contemplativo que demuestra que el filme tiene más interés en mostrarnos los sentimientos de su joven protagonista que en narrarnos una peripecia de ciencia ficción. Como dije la idea de los viajes en el tiempo se convierte, así, en una mera excusa para hablarnos de Makoto, Chiaki y Kousuke. El personaje principal resultará ser el de más interés, evitando así los estereotipos o esquematismos que suelen aparecer en las series anime. La estética de la cinta nos podría hacer pensar que se trata de una producción de los estudios Ghibli, pero más que nada, ese “aire” a película de Hayao Miyazaki consigue plenamente su efecto gracias a la sobriedad de la narrativa y lo honesto de su sensibilidad, demostrando así que en el cine es posible ser muy emotivo sin resultar por ello empalagoso o melodramático. Quien espere ver un filme del género de ciencia ficción, dejándose guiar por el título, puede que no encuentre en esta película lo que está buscando. El poso que deja “La Chica Que Saltaba a Través del Tiempo” es el de haber visto algo muy bello en imágenes de animación.



Creo que el filme se maneja de forma intelectual, me refiero a que hay un esfuerzo por darle un trasfondo reflexivo. La protagonista, por azar, se encuentra de la noche a la mañana con que puede retroceder en el tiempo, lo que utiliza para intentar evitar situaciones desagradables y enmendar errores: para soslayar el máximo de problemas y preocupaciones posibles. Lo que narra esta película son las complicaciones y problemas adicionales que sobrevienen al no afrontar de forma natural los obstáculos, las situaciones penosas, la realidad. La protagonista cree, con su nueva capacidad, ser el único factor del que depende el curso de los acontecimientos, pero se equivoca, por eso cometerá errores continuamente, y ve como va complicando las cosas cada vez más, hasta lograr situaciones insostenibles. De esta forma la película pasa apaciblemente de la simpática comedia adolescente al sutil drama, con algún giro extraño que no llego a comprender del todo (cosas del anime), pero dando la sensación de que sus responsables se han preocupado realmente por plantear algo respecto a las relaciones humanas y la responsabilidad. Algo que me ha gustado bastante es que presenta ese poder sin igual (viajar en el tiempo) de forma diferente al montón de películas que hay sobre el tema. Desde el principio lo muestra como algo peligroso e insensato, ya que Makoto solo puede retroceder en el tiempo sin saber cuando, y exclusivamente poniendo en riesgo su integridad, ya que solo se produce el salto temporal cuando Makoto se lanza temerariamente como un prisma al suelo. La película intenta enseñarnos que a más enrevesadamente intentemos eludir los problemas, más serán los que nos granjeemos, y que la manera más simple de salvar obstáculos será siempre la mejor, por comprometida que parezca.



Sin embargo, ésa no es la visión que quería dar Mamoru Hosoda con esta historia. Muchos otros se habrían centrado en la anécdota, sin profundizar en lo que ocurre realmente; por eso ésta es una obra tan valiosa. Habla de las consecuencias, de un hipotético equilibrio que se rompe. De un juego mucho más peligroso de lo que parece. Es una reflexión ética sobre las dos caras de los viajes en el tiempo; la posibilidad de manipular sin control y, por ello mismo, de desencadenar un suceso demasiado grave. Makoto descubre que hay más que una simple diversión pasajera. Desperdicia insensatamente la oportunidad de oír cómo Chiaki se le declara, pero a parte de eso, convierte el destino de sus amigos en una pesadilla. Y entonces surgen las inevitables preguntas. ¿Merece realmente la pena todo esto? Es posible que sea una cinta pretenciosa, pero es una película que incita a reflexionar. No se queda en la carcasa, no trata de deslumbrar con asombrosos efectos. Golpea con la dura realidad. Por mucho que se pueda anticipar el futuro, nunca se llegará a conocer del todo el motor de las relaciones humanas. Nada es predecible, no existe una fórmula matemática para manipular los sentimientos y los actos de los demás, y Makoto lo descubre de la forma más cruda. Un interesantísimo planteamiento, que en manos de Hosoda se convierte en una historia inolvidable. El tema de los saltos temporales es algo muy manoseado, pero en este filme me resulta tremendamente adictivo ver como la protagonista dibuja y desdibuja las pequeñas cosas de su presente alterando sus acciones del pasado. Supongo que todos alguna vez hemos imaginado esa posibilidad por lo que de ahí que empatice tanto con la protagonista y toda su historia.



Lo que desconocía es que tiende mucho al amorío adolescente, aunque de una forma agradable y un tanto moderada, sin llegarse a exceder. Tiene planos y diálogos muy poéticos y quizás un tanto azucarados, pero plenamente disfrutables para el público adulto y sin llegarse a indigestar en ningún momento. Me sorprendí al verme interesada en la evolución de los personajes animados, es decir, un personaje de caricatura que va adquiriendo profundidad a medida que avanza la trama y que se va pintando a sí mismo con cada detalle. Algo que a veces, ni los actores de carne y hueso logran hacer en las películas. Hay imágenes muy vívidas y coloridas, instantáneas de momentos que se alargan para mostrar su belleza a cada segundo. Gotas de agua que avanzan muy lentamente, el crecimiento de una nube de tormenta, el parpadeo de una señal de tránsito, cosas mundanas, simples que se ralentizan para llamar la atención que normalmente no prestamos. Lo más llamativo es lo tensa de algunas situaciones, inevitables y por evitar que se repiten en el tiempo pero que no se sabe el resultado. Como dije la estética del filme acompaña y da sentido a cada situación y ayuda a formar a cada personaje, por ello uno de los aspectos para resaltar de la película, sin dudarlo y aunque parezca mentira es la fotografía: paisajes urbanos, cuadros que pintan a una ciudad japonesa de una belleza especial, calles, barrios, parques, horizontes de edificios, reflejos de agua a lo largo de la película que también ayudan a vestir de normalidad a personas que en realidad no existen. Teniendo en cuenta que no deja de ser un producto de animación la historia te atrapa sin que te des cuenta y resulta entretenida de ver.



Los viajes en el tiempo se van complicando y vuelven un poco loco al espectador que se queda con dos opciones: dejarse llevar o analizarla durante un buen rato después. Su director tiene poco bagaje tras de si, pero ha logrado un trabajo que, si bien visualmente no resalta, simplemente porque opta por la sencillez, no por dejadez o déficit alguno, es complejo intelectualmente, y tiene una buena historia narrada con muy buen pulso. Esta película marca su diferencia con otras películas que buscan ser un “espejo” de la realidad, no en el sentido de que introduce un elemento fantástico, sino basándonos en el hecho de que aquí, el “realismo” no busca impactar o chocar al espectador, sino que se expresa a través de matices y formas delicadas, sin violencia, a pesar de la intensidad de las escenas. Es la realidad turbulenta y acelerada de la juventud, reflejada bajo un lente amable y gentil, una visión conmovedora y nostálgica, a la vez que tranquila de todo aquello que implica ser joven, así como el proceso de la madurez. Pese a este elemento fantástico (los saltos en el tiempo), la cinta es razonablemente realista, introduciendo pequeñas subtramas amorosas muy, muy livianas, de forma que no se hacen pesadas nunca. La galería de secundarios es realmente genial, con un trío de jóvenes damiselas indecisas, los dos amigos de Makoto (Chiaki y Kosuke), la familia de Makoto, e incluso una amiga suya que admite haber tenido, también, ese don. Una excelente película de animación más allá de lo aparentemente previsible de la película puesto que conlleva un montón de interrogantes y preguntas para el espectador una vez finalizada la historia. Una película que contiene muchos tintes de comedia durante la primera parte, una pizca de drama casi hasta el final y un desenlace romántico con despedida nostálgica con trocitos de amargura, todo rodeado de una fantástica y agradable banda sonora.



"Divertida y creativa”

domingo, 11 de septiembre de 2011

La Ley de la Calle

Director: Francis Ford Coppola
Año: 1983 País: EE.UU. Género: Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Matt Dillon, Mickey Rourke, Dennis Hopper, Diane Lane, Nicolas Cage, Vincent Spano, Diana Scarwid, Chris Penn, Tom Waits, Laurence Fishburne, Sofia Coppola, William Smith y Michael Higgins



Rusty James (Matt Dillon), es un adolescente cuyo prestigio en las calles ha crecido bajo la sombra de la legendaria reputación de su hermano mayor, el enigmático y carismático “Chico de la Moto” (Mickey Rourke). Rusty sueña con ser como su hermano y volver a la época en donde las pandillas lo eran todo y donde el “Chico de la Moto” reinaba las calles. Después de dos meses de ausencia su hermano regresa. Luego de revelar algunos secretos familiares sobre su madre, los dos deciden cambiar sus vidas para siempre o morir en el intento. Tras el fracaso financiero que supuso “Golpe al Corazón” (1982), Francis Ford Coppola rodó casi en paralelo sendas adaptaciones de dos novelas juveniles de Susan Hinton: “Rebeldes” (1983) y la cinta que nos ocupa “La Ley de la Calle”. El hecho de que Coppola decidiera trabajar con el mismo equipo técnico y con Matt Dillon como protagonista de las dos películas podía hacer parecer que se trataba de una especie de continuación, pero con “La Ley de la Calle” Coppola rodó una de sus películas más experimentales y más personales (no en vano la historia del filme está dedicado a su hermano). Y por otro lado, el gran tema de la película, es el paso del tiempo: la negación o su fugacidad, apresada en planos rodados en cámara rápida y a través de los muchos relojes que aparecen a lo largo de la película. “La Ley de la Calle” retrata el ambiente de unos jóvenes marginales, anclados en el tiempo, sin proyectos de futuro y abocados a una violencia sin razón. El director transmite al espectador esta sensación de suspensión y atemporalidad que siente el protagonista. Lo logra a base de un barroquismo desbordante y recurriendo al onirismo de algunas escenas.



“Rebeldes” tenía una hechura clásica, mientras que esta cinta tiene un corte más experimental: si “Rebeldes” era un filme para el gran público, “La Ley de la Calle” era un producto mucho más personal, más cercano a Coppola. La estética de “Rebeldes” nos remite a la iconografía de las películas interpretadas por James Dean y en particular a “Rebelde Sin Causa” (1955), mientras que la de “La Ley de la Calle”, está repleta de reminiscencias expresionistas, muy cercanas al universo de Orson Welles, con pinceladas de videoclip. Quizás para marcar territorio, Coppola se decidió a rodar en blanco y negro, tras haber filmado “Rebeldes” en un color hiperrealista. El resultado es que esta película es mucho más inabarcable y lograda que “Rebeldes”. Estamos en el territorio de la leyenda, vemos el mundo tal y como se muestra a los ojos del “Chico de la Moto”, este, daltónico y medio sordo personaje, que se define a sí mismo como “un viejo televisor en blanco y negro y en volumen bajo”. Arrastra la frustración de una madurez prematura y odia ser leyenda viva de su hermano y sus amigos. Callado, sin horizontes, vaga por el barrio. Coppola, para contar esta historia sobre la soledad (la segunda obsesión del filme, después del paso del tiempo, es la preocupación por no abandonar a los demás, por seguir manteniendo el concepto de grupo) ha trabajado con demasiadas ideas, algunas de las cuales están simbolizadas por los propios personajes. Un ejemplo claro sería la búsqueda del ideal, encumbrando el mito de “El Chico de la Moto”, para luego transformarlo en un mito orientador, señalizador del camino que se debe seguir, no es un triunfador sino un derrotado que fácilmente es ensalzado por el propio sistema y cuando ya no le sirve, opta por destruirlo. La cinta esta plagado de pandilleros que sueñan con ser jefes o con su jefe, que sueñan con alguien que logre salvarlos en el último momento. Sueño mucho más real y logrado que el planteado de forma onírica en otros instantes.


Películas con adolescentes en crisis de crecimiento, las podemos encontrar a puñados (y la mayoría de ínfima calidad). Pero, en “La Ley de la Calle”, hay mucho más que una historia de fascinación por un hermano mayor y la urgencia de encontrar una identidad perdida. Una identidad que Rusty James no puede formar a través de los modelos adultos (su padre es un alcohólico y marginal, y su madre se fue de casa cuando era niño y vive en algún lugar de California). Rusty otorga un carácter romántico a la época en que su hermano reinaba en las bandas de motoristas y añora ese mundo perdido que ha sido desolado por la droga. De este modo, el referente para su vida cotidiana es un mito que ya no pertenece a su propio tiempo. El título original “Rumble Fish”, es ilustrativo como metáfora del filme, como los peces cautivos que no puede vivir en contacto con los demás, a causa de sus instintos destructores, están fotografiado siempre en color, mientras vemos todo lo demás en blanco y negro. Solo veremos una vez a uno de los personajes en color. Será cuando la policía arresta momentáneamente a Rusty James. El reflejo de su imagen en el coche de policía se convierte así en la analogía de los peces cautivos en la pecera. “La Ley de la Calle” no es sólo la historia de un retorno, hay varias formas de interpretarla, una de ellas es la mirada sabia, eléctrica y cariñosa de Mickey Rourke, que Rusty James no puede leer, aunque él lo quisiera, a cambio este representa la melancolía y Coppola lo capta de una manera tan exacta que no necesitamos demasiados diálogos para interpretar la esencia de esta película. Incluso sobra el último consejo de “El Chico de la Moto” porque las intenciones que Coppola propone quedan patentes desde su inicio. Lo que más me interesa de la película es su armonía entre fondo y forma, que se subrayan mutuamente, confundiéndose, potenciándose. Se puede disfrutar de su aspecto narrativo y de un plano más sensorial.


Un mundo donde los personajes están encerrados, como los peces que no pueden escapar de su pecera. La rebelión incluye la muerte. Aunque se va a producir el relevo y a lo mejor también la victoria. Un individuo muere cuando se rebela. Es sacrificado por el sistema. Sus ejecutores son los poderes dominantes. Cuando muera será sustituido por otro, por un nuevo mito que igualmente buscará la liberación, el encontrar el “mar” de la California soñada (“El Chico de la Moto” no ha encontrado un mar oculto siempre por la propia ciudad). El círculo se cierra. Tres generaciones han quedado plasmadas en la esperanzadora conciencia de un nuevo día. Coppola, nos muestra en este filme, todos los grandes y pequeños detalles que giran, nacen, se descubren y se viven en los adentros de las calles de las grandes ciudades estadounidenses, donde somos testigos del recuentro de dos hermanos, un reencuentro que no se olvida y se realiza de una manera trascendental. El realizador toma el pincel y comienza a dibujar una historia que nos va acercando a lo mítico a través de una desmesura de planos, de una atmósfera irreverente llena de silencios, humo, heroína, alcohol, desolación y tristeza que nos hace acercarnos a lo carnal y real de sus personajes. Aunque Coppola no deja de jugar con lo surrealista, en muchos momentos del filme como en la escena donde Rusty James abandona su envoltorio físico para salir flotando, son estas imágenes lo que hace que nos sumerjamos en un momento que sabemos que es irreal, pero que creamos que también podemos soñar despiertos. Matt Dillon parece prolongar con gran acierto y lucidez su maravilloso personaje de Dallas de “Rebeldes”, para enriquecerlo con su inolvidable Rusty James, una fuerza de la naturaleza descarriada que no deja de cometer las más grandes insensateces.



A cambio “El Chico de la Moto” es como Michael Corleone, como Kurtz o como Drácula, una figura patética, vencida por el tiempo, más allá de la moral o de la muerte, incapaz de aleccionar o de hacerse entender por los que le rodean. Está lejos aunque esté cerca, y desde su regreso de California está más extraño que nunca. Sigue protegiendo a su hermano (aunque llega, por dos veces, tarde) pero tiene asuntos pendientes con su propio vacío. También hay que rescatar las actuaciones de Dennis Hopper, como el decadente padre de los protagonistas, un papel muy pequeño pero muy logrado y fundamental para la historia de la cinta, cabe destacar una contundente frase que le dice a su hijo menor: “Tu hermano no pertenece a este mundo…él nació en la orilla equivocada”, también tenemos la presencia de una joven y siempre hermosa Diane Lane, que funge como la musa inspiradora de Rusty. El viaje que emprenden juntos los hermanos, es más emocional que físico, por las calles nocturnas de la ciudad, es una maravilla abstracta y poética. Pero los peces son de colores. En el plano técnico, a parte del tratamiento expresionista de la fotografía de Stehen Borum, cabe destacar que la composición de los planos suele darse en primeros y segundos términos. Coppola mantiene un pulso pausado en la narración pero contrapunteado por fuertes picados y contrapicados. La banda sonora de Stewart Copeland, basada principalmente en la percusión y confeccionada por ordenador, resulta trepidante y se ajusta a la perfección a la narración de Coppola. Encontramos un ejemplo claro en la escena en que los dos hermanos pasean en la moto tras salir de la tienda de animales. Si aisláramos los dos sonidos de la música, encontraríamos una melodía agradable y festiva que contrastaría con otra más enigmática y peligrosa. La primera correspondería al sentir del personaje del “Chico de la Moto”, mientras que la segunda abrazaría los miedos de Rusty James.



Los cuatro protagonistas absolutos de “La Ley de la Calle” son: Rusty James, “El Chico de la Moto”, las pandillas y sin duda la propia calle, esta última apoderándose de todo el sentido de la cinta, donde Francis Ford Coppola trabaja profundamente sus verdades y mentiras, lo mejor y lo peor, lo realmente desgarrador, de mostrar todas las caras de las calle. No es de extrañar el rotundo fracaso comercial de esta película, con la que Coppola fundió los beneficios recién adquiridos de su anterior trabajo. No es un relato clásico como “El Padrino” (1972) o épico como “Apocalipsis Ahora” (1979), esta cinta es contrario al clasicismo, y va más bien por un camino vanguardista, una audacia extrema que Coppola realizó. El tiempo pasa volando y no hay tiempo para lamentarse. Esta será la última vez que Coppola goce de esta libertad y esta plenitud. Su desastroso estreno le obliga a firmar en cierta película de época en la que tendrá muy poco tiempo para rectificar las cosas. La suerte está echada, y a la ambición se une la amarga ley de la taquilla. El final de la película nos devuelve a la utopía. Tras huir de la ciudad en la moto de su hermano, en una escena en la que vemos la sombra de Rusty James sobre un graffiti en el que se lee “El Chico de la Moto”, llega al mar. Es una imagen tan bucólica como irreal. Rusty James ya se ha convertido en su hermano, con otras connotaciones, es el mismo final de “El Padrino”. Es un plano fijo en el que su silueta recortada sobre el mar no hace otra cosa que subrayar el espejismo. El mismo lugar en el que el genuino “Chico de la Moto” había encontrado la utopía nos enseña que no se puede volver atrás en el tiempo. La única salida para un futuro sin esperanza es la utopía.



"Extraordinaria película, Rourke está hipnótico y magnífico"