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sábado, 25 de febrero de 2012

Dogville

Director: Lars Von Trier
Año: 2003 País: Dinamarca Género: Drama/Thriller Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Nicole Kidman, Paul Bettany, Lauren Bacall, Stellan Skarsgård, James Caan, Ben Gazzara, Harriet Anderson, Jean-Marc Barr, Patricia Clarkson, Jeremy Davies, Philip Baker Hall, Udo Kier y Chloë Sevigny



Grace (Nicole Kidman) llega al remoto pueblo de Dogville huyendo de una banda de gangsters, allí conocerá a Tom (Paul Bettany), quien anima a los vecinos a ocultarla. Grace agradecida empieza a trabajar para ellos. Sin embargo, cuando la comunidad sea sometida a una intensa vigilancia policial para dar con la fugitiva, sus habitantes exigirán a Grace otros servicios que les compensen del peligro que corren al darle cobijo. Grace aprenderá, de un modo brutal, que en ese pueblo la bondad es algo muy relativo pero ella guarda un secreto que no quiere desvelar; “Dogville” es una película compleja, dura, intensa, exagerada y brillante. De toda la filmografía de Lars Von Trier esta es una de mis favoritas, pero la pregunta realmente importante es ¿por qué a pesar de haber muchas cosas que me han parecido un poco fuera de lugar, desmesuradas e incluso gratuitas, sigue habiendo una esencia que me hace difícil el renegar de este largometraje? Creo sin lugar a dudas que la respuesta viene dada por la valentía de hacer un proyecto de este calibre... Ya hemos tenido varias oportunidades de comprobar el afán abarcador, ambicioso, desmesurado de Von Trier, en esta cinta ensaya la conjunción de teatro y cine, a través de una puesta en escena muy impactante: como Dios, el espectador tiene en la primera toma una mirada cenital del set, un gran espacio negro, un enorme escenario en cuyo piso se hallan pintados los croquis de las casas de Dogville, cuyos habitantes viven a lo largo de una breve calle. En la planta de cada casa está pintado también el nombre de su dueño, y la ausencia de paredes y la consiguiente visibilidad permanente expresa la exposición de todo lo que allí sucede, sin fronteras entre lo privado y lo público. Un fondo negro o blanco indica si la escena es nocturna o diurna, y a la vez limita el alcance de la mirada al pueblo mismo. Los habitantes son testigos de todo lo que ocurre en su pueblo pero no ven más allá del camino que llega a Dogville.



Todo funciona en la película de manera exacta. La narrativa y el hecho de que el decorado no sea más que una gran nave con las diferentes estancias dibujadas en el suelo, ayudan a conformar ese espíritu de gran fábula sobre el comportamiento humano. Todos los personajes son en su parte más íntima, arquetipos fácilmente reconocibles por cualquier persona del Planeta Tierra. Sus desarrollos psicológicos están perfectamente medidos y justificados, sin perder por ello su tono de cuento, ayudado sin lugar a dudas por la voz en off de John Hurt. La manera en cómo los humanos pueden llegar a ser infernalmente crueles sin dejar de convencerse a sí mismos de su gran corazón, es retratado de manera irónica y cruel. Sólo se pueden tener buenas palabras cuando se reflexiona sobre aquello de fábula moral universal que tiene "Dogville", haciendo la única excepción de la secuencia protagonizada por James Caan, donde el guión puede tornarse un poco didáctico, esto hace que pierda un poco de fuerza y consistencia, pero lo que realmente Von Trier busca es una hazaña, para ello retrata de una manera sin igual sus percepciones individuales y por tanto subjetivas de un pueblo de EE.UU. Me considero especialmente fanático del cine, del estilo de Nietzsche tal vez para quién la representación coincidía con un sincero malestar, malestar que se manifestaba acudiendo a lo que socialmente se consideraría deprimente, enfermo. ¿Quién sino el o yo, se reiría a carcajadas de la escena ultra impactante en la que se dispara a quemarropa a un infante enfrente de los ojos de su madre? No es secreto quizá, que a pesar de que un esfuerzo inicial pretende encerrar únicamente inclinaciones de una comunidad especifica, encierra la generalidad de la especie humana, sus debilidades, pasiones, el famoso arte del engaño y la manipulación. Las aberraciones a las que llega una comunidad en pro de una moralidad menos infestada. Esta película forma parte de una trilogía contra el sistema y la sociedad americana. Como lo oyen. Es de psicopático la obsesión de este autor con un país que ni siquiera conoce. Porque nunca ha estado allí y no parece que tenga mucha intención de posar en ultramar su lindo pie. Cosa que tampoco se le puede reprochar, pues está muy en sintonía con los conocimientos generales de los europeos sobre el misterioso y siempre desasosegante país transoceánico. Lo que hubiera sido una obra de arte en relación al "espíritu humano".


Además “Dogville” es una historia desgarradora donde se representa magistralmente la esencia de la condición humana en cada uno de sus intérpretes. Desde el humilde granjero, el médico hipocondríaco, la erudita profesora o el ciego automarginado, gente bondadosa y “temerosa de Dios”, todos comparten esa tendencia, parte intrínseca de la historia y del ser humano, de utilizar vilmente su poder sobre los demás. No se trata de una maldad irreal, morbosa o caprichosa, sólo hay que pensar en los innumerables actos de violencia física, moral o sexual que sea practicado y sea práctica a lo largo de la historia de la humanidad contra cualquier persona que se haya considerado esclavo o inferior: ya sea negro, judío, indio, cristiano, musulmán, presos políticos o no políticos, etc. La protagonista se encuentra en una posición semejante, los habitantes del pueblo son sus dueños, si ella no los satisface, ellos pueden echarla del pueblo y dejarla en manos de sus perseguidores, a lo largo de un prólogo y nueve capítulos, en un escenario que recuerda a las representaciones teatrales de Bertold Bretch, Lars Von Trier vuelve a reinventar el cine con la creación de un escenario irreal, pero que nos ayuda a apreciar más la crudeza de la humanidad, además con la elaboración de los arquetípicos para sus personajes trata de que el espectador capte las determinadas inclinaciones morales de cada uno en una búsqueda de necesaria complicidad. Poco a poco, nos adentramos en este cuento moral y alegórico en el que la línea que separa el bien del mal es tan frágil, que nos balanceamos del sacrificio a la inocencia preguntándonos si realmente el alma humana es capaz de regenerarse tras explotar y degradar a otra, trazar así de bien la maldad del ser humano tiene mucho mérito. Ese lado oscuro y terrible que bien podría presentarse bajo la certeza de que el hombre es un lobo para el mismo hombre es sólo una parte, también creo en la bondad, el altruismo y las buenas intenciones. Pero en “Dogville” sólo encontramos lo peor de lo peor, todo es tan terrible que me ha hecho daño y eso es muy meritoso creo yo.


Como dije anteriormente todo lo visto me recuerda a ese cuento del lobo que se disfrazaba con una piel de cordero para engañar a sus víctimas. O quizás sea mucho más complejo que eso. Me recuerda a un relato que escuché en otra película en el que un violador pedía perdón a su víctima mientras cometía su atroz acto. El ser humano es la única criatura del mundo que se destruye a sí misma a conciencia. Von Trier propina un golpe brutal a los cimientos de la sociedad. Muy lejos de ofrecer algún atisbo de esperanza o de posibilidad de redención, nos muestra los infectos suburbios interiores de la estructura social, en los que los peores impulsos de la condición humana se hallan acechantes, aguardando tras un hipócrita barniz de aparente cordialidad y bondad el momento de abalanzarse sobre la presa ideal. La mayoría de las comunidades humanas no pueden soportar que alguien les haga mirarse a su propio espejo y contemplar la degradación de sus propias almas. Ése es el peor pecado que puede cometer alguien: ser íntegro y que los demás en comparación se sientan ignominiosos. En alguna parte leí que la sociedad puede perdonar todo, menos que le muestren la verdad que no quiere ver. En la comunidad analizada por Von Trier, al principio se quiere dar la imagen de ecuanimidad y generosidad. Pero como todas las comunidades, desconfían de los recién llegados y les piden a cambio de su hospitalidad ciertas retribuciones, con lo cual la idea de que ofrecen su "generosidad" espontáneamente y desinteresadamente se pulveriza. En este mundo cruel nada se da gratis, nada se da a cambio de nada. Y mientras la presa elegida y acogida se ofrece mansamente y devotamente a sus anfitriones, con la falsa ilusión de haber encontrado un hogar, éstos demostrarán con creces que si hay algo que la sociedad no aguanta es que le restrieguen su ficticia fachada, su falta de humildad y su afán por destruir todo lo que encierra principios, belleza y honestidad. Una de las peores cosas que le puede suceder a una comunidad es que le originen necesidades que antes no tenía. Cosas que antes nunca se había planteado, se convierten de repente en un imperativo, en una exigencia, y todo simplemente porque alguien que tiene un corazón grande ha ofrecido su mano y lo que han hecho es cogerle todo el brazo hasta el hombro.


Si al principio de la película la mirada de Von Trier desciende de las alturas de su decorado reducido a mínimos, lo hace como concreción visual de la mirada de Grace, personaje que encarna a la gracia salvadora en el particular evangelio imaginado por Von Trier. Grace emprenderá una silenciosa transformación de ese microcosmos anquilosado, enfermo crónico de ceguera espiritual; los habitantes del pueblo se benefician de sus bondades, adquieren voz y vida a la manera del teclado que antes había permanecido mudo, como si Grace les fuera dando el tono en voz baja. Sin embargo, se resisten, en el fondo de su corazón, a corresponder a ellas. No se me quita de la cabeza la imagen de un ser que te dice lo mucho que te ama y que te aprecia, mientras sostiene sobre tu cuello un cuchillo con el que empieza a rajarte suavemente la piel. Te dice palabras hermosas al oído, con tanta dulzura que pese a todo confías en esa persona, aceptas todo lo que hace porque crees en lo que dice. Y mientras te va degollando lentamente, con exquisita delicadeza, tú piensas que lo que hace está bien hecho, porque esa persona es más sabia que tú, tiene la solución para todo. Y esa persona se convence a sí misma de que eliminarte es lo mejor que puede hacer, porque tú eres una criatura demasiado bella y enigmática para que se pueda soportar tu dolorosa presencia. Eso es lo que hace la sociedad. Como aquellos dioses de la antigüedad que castigaban a las personas de las que se sentían celosos porque éstas poseían cualidades que envidiaban, la sociedad acaba por engullir todo aquello que brilla con su propia luz. Sobre Lars sólo puedo decir que me gusta su cine y me gusta esta peli. Mucho. Pero la ausencia de artificio me parece artificiosa en sí misma. De hecho, llamar artificio a unas localizaciones y a unos decorados bien perfilados me parece una pose más que una actitud. Lars imita estéticamente a Dreyer en lo trivial, en un supuesto despojo. Pero Von Trier trata ese despojo con el cuidado del que encuentra en ello algo más que un recurso para la narración y para el mensaje. Von Trier condensa el artificio, lo camufla y empequeñece. Pero no lo elimina, le da, simplemente, otra configuración. Pero lo hace desde las intenciones de cineastas como Haneke.



La tarea salvadora de Grace es muy influyente en las vidas de los pobladores de Dogville, trata de rescatarles de sus errores; Grace no posee nada, salvo esas siete figuritas que va adquiriendo en la tienda del pueblo, y que simbolizan los pecados capitales, de los que va librando a los habitantes del pueblo. Pero los hombres no quieren ser librados de sus vilezas, y eso les lleva a esclavizar a la fuente que les proporciona tantos beneficios; tan sólo aprovechan su posición de poder y simplemente se los exigen, no hacen sino reclamarlos con creciente egoísmo, que es el otro nombre de la maldad. Con todo, aquí lleva a cabo un interesantísimo a la par que novedoso experimento que es el mostrar en todo momento al reparto al completo de la película. Salvo en los primeros planos, siempre vemos a todo el pueblo ya sea caminando o a través de sus casas. Un desafío excesivamente difícil para la dirección de actores que en todo momento debe ser calculado para que la cámara no les registre desprevenidos en cualquier momento en una actitud demasiado real. En ello ayuda sobremanera las impresionantes interpretaciones de todo el reparto. Desde una magnífica y bellísima Nicole Kidman que borda una interpretación realmente admirable, mezclando esa fragilidad y valentía junto con el derrumbe y aceptación de su condición de forma estoica, secundada por una recuperada Lauren Bacall, un portentoso Stellan Skarsgärd que dota a Chuck de una fuerza y primitivismo feroz, pasando por los habitantes del pueblo, Phillip Baker Hall, Chloë Sevigny, Paul Bettany hasta llegar a un enorme Ben Gazzara deslumbrante en su composición de viejo pervertido ciego e incluso la agradecida presencia de James Caan como el padre de Grace. Un reparto en estado de gracia, coronado y adornado por la presencia de la voz de John Hurt que es quien nos narra la historia. A modo de moraleja o epígrafe de un cuento, el visionado de “Dogville” resulta una experiencia distinta a todo lo visto anteriormente que encantará o será repudiada, del mismo modo que he intentado separar mi animadversión hacia la figura de su director de la sensación que me produjo ver su última película reconociendo una apuesta valiente y brillante, una experiencia deslumbrante.



"Intrigante, provocativa y bellamente luminosa"

jueves, 22 de diciembre de 2011

Bailarina en la Oscuridad

Director: Lars Von Trier
Año: 2000 País: Dinamarca Género: Drama/Musical Puntaje: 10/10
Interpretes: Björk, Catherine Deneuve, David Morse, Peter Stormare, Jean-Marc Barr, Joel Grey, Udo Kier, Vincent Paterson, Cara Seymour, Vladica Kostic, Siobhan Fallon y Zeljko Ivanek



Selma (Björk), inmigrante checa y madre soltera, trabaja en la fábrica de un pueblo de los Estados Unidos, la única vía de escape a tan rutinaria vida es su pasión por la música, especialmente por las canciones y los números de baile de los musicales clásicos de Hollywood, Selma esconde un triste secreto: está perdiendo la vista, pero lo peor es que su hijo también se quedará ciego, si ella no consigue, a tiempo, el dinero suficiente para que se opere; La razón por la que el cineasta danés Lars Von Trier me parece uno de los dos más importantes directores del cine actual es que, siendo extraordinariamente radical, no ha caído nunca en una de las corrientes más perversas de nuestra contemporaneidad: el cine del género llamado “de autor”. Con varios amigos cinéfilos he debatido de este concepto en los últimos meses, y parece que comienza a verse con cierta claridad el hecho de que hay autores cuya pose se encuentra muy por encima de su contenido y que viven, en definitiva, de imitar a verdaderos autores clásicos (Bergman, Bresson, Antonioni, etc.). Los estilos podrían generalizarse con facilidad, y tendríamos ese nuevo género al que me refiero. Von Trier, en mi opinión, es una clara excepción, un ejemplo de autenticidad, de expresividad artística por encima de modelos y de modas; un autor que, filmando con el estómago, imprime a sus obras una coherencia poco comparable, ya se que los milagros no existen y de existir, serían consecuencia directa de esa fe ciega que desemboca en devoción absoluta hacia una figura de imprecisa naturaleza, que supera las limitaciones del hombre e interviene, por tanto, en el mundo de los mortales. Pues bien, desde esta concepción de lo milagroso emerge “Bailarina en la Oscuridad” como prodigio artístico de deslumbrante genialidad e insoportable dolor. Si el cine muriese hoy, esta cinta proyectaría las últimas imágenes capaces de obrar el milagro de la resurrección del alma a través de una propuesta que reinventa la gramática con la que se escriben sus arrebatadoras escenas. Y es que esta colisión de genios ha creado un cine elevado, cine que atrapa lo milagroso hasta hacerlo suyo. Entonces, y con cegadora maestría, nos lo arrojan al cuello sin que seamos capaces de verlo.



Apenas dos siglos antes de que Lars Von Trier ganara la Palma de Oro en Cannes con “Bailarina en la Oscuridad”, Napoleón Bonaparte ordenó detener al anónimo autor de las obras “Justine” y “Juliette". Ese detenido, que pasaría encarcelado el resto de sus días, es conocido hoy en día por el nombre de El Marqués de Sade. Las dos novelas que llamaron la atención a la sociedad de esa época constituían un insulto directo a la fe, a la fe en cualquier principio. La más monstruosa de ambas es, sin duda, "Justine": Sade martiriza a la protagonista de la novela, una muchacha virgen y creyente, hasta los extremos más grotescos. Justine es robada, violada y esclavizada repetidas veces, y aún así, sigue creyendo en la misericordia divina, en lo que constituye para cualquier lector una burla hacia la fe en la bondad divina. Doscientos años después, un director danés repetía la misma línea argumental de "Justine" en su Trilogía llamada “El Corazón de Oro”, que la constituyen “Contra Viento y Marea” (1996), “Los Idiotas” (1998) y la película que nos compete ahora. En las dos primeras, Von Trier proponía las reglas del juego; posteriormente, en “Dogville” (2003), nos daría una solución. Pero “Bailarina en la Oscuridad” es la más extrema de la trilogía, su sublimación es la más sádica. Ya que nombramos de nuevo al Marqués de Sade, me gustaría apuntar una diferencia importante entre las obras del cineasta danés y el literato francés: aunque ambos son moralistas acérrimos, sus éticas se contradicen entre ellas, apuntan a utopías distintas. Por ello en Von Trier el sacrificio tiene un significado, mientras que en Sade sólo es un signo de estupidez. Sin embargo, en la forma de sus creaciones, hay importantes paralelismos: Von Trier utiliza las bases del género que típicamente en el cine había significado la felicidad, el musical, para mostrar la infelicidad absoluta, ósea el infierno de los hombres. El filme del irreverente director danés no nos habla de Dios, pues dos siglos después de Sade ya no queda nada de él: habla de la sociedad humana, construye una mofa hacia la natural bondad de nuestra especie y su máxima expresión, el Estado. E igual que el Divino Marqués, es un juego tan arriesgado, tan grotesco, que es completamente normal que muchos lo rechacen por ridículo: Von Trier no hace más que emplear una historia propia de telefilme, exaltándola hasta convertirla en un grito insoportable.



Por otra parte Lars Von Trier es uno de esos directores que desafía cualquier formalización crítica: ¿Por qué la obertura de “Bailarina en la Oscuridad” me resulta emocionante y sobrecogedora? ¿Por qué a otros espectadores no les dice absolutamente nada? La salida que abre Von Trier bajo los asideros habituales del espectador (dicha obertura es una fusión abstracta de imágenes y música) apela directamente a los sentimientos y a la subjetividad más radical, impidiendo el damero intelectual que sirve de soporte para esos otros autores que yo considero farsantes. Esa obertura es una experiencia cinematográfica pura, al estilo del viaje a través de las estrellas de “2001: Odisea en el Espacio” (1968), obra maestra del maestro Kubrick. Por eso mismo resulta fácil encontrarse con opiniones tan encontradas acerca de este filme, y de casi todos los del danés. Sin embargo, y esta es otra de las particularidades de Von Trier, el meticuloso y esforzado trabajo con la forma no deviene en un festival de fuegos artificiales, sino en la mejor disposición estructural para transmitir un torrente de ideas y de emociones que, por lo general, resultan de muy difícil digestión. ¿De qué nos habla en esta obra magistral que es “Bailarina en la Oscuridad? Del amor más tierno y más generoso (representados en los personajes Jeff y Selma), del amor más loco y más suicida (representado por el amor que le tiene Selma a su hijo Gene), de la miserable condición humana (representado por el personaje Bill) o de la amistad verdadera (representado por el personaje Kathy, interpretado magistralmente por Catherine Deneuve). Además la cinta muestra cómo la lucha puede convertir un sueño en realidad; y de cómo la desgracia atrae más desgracia; y de que convertir los ruidos en música es sólo una cuestión de voluntad; y del silencio terrible e innombrable del fin de la vida; y de que la pena de muerte es la mayor de las atrocidades que el ser humano es capaz de perpetrar. No estamos, pues, ante un cine formal, sino ante un cine atestado de sentido, donde la forma va enmarcando del mejor modo posible todos y cada uno de los matices.



“Bailarina en la Oscuridad”, además, suma dos características realmente poco ordinarias que juntas, lo son aún menos: la solidez, coherencia y rigor de toda la estructura del guión y la brillantez de una gran parte de sus escenas. No puedo enumerar todas las que me parecen dignas de ello, pero quiero recordar aquí dos: aquella en que regalan a Gene la bicicleta que Selma, su madre, no le puede comprar (recordemos que ella ahorra todo el dinero para pagar la operación que le salvará de la ceguera), que posee un estructura musical sin música, pues comienza como una escena cotidiana y termina con un éxtasis de alegría, en el que las risas parecen improvisadas por los actores, y en el que encontramos uno de los abrazos (entre Selma y Gene) más emotivos y auténticos de la Historia del Cine; la otra, por supuesto, es el final terrorífico y maravilloso, en el que la burocracia convierte algo ya ominoso en algo aún peor, y donde el ser humano (Selma) encuentra dentro de sí, por fin, aquello que le engrandece (la música, que es su verdadero yo) y le hace situarse por encima del perverso sistema…siendo así el momento de mayor represión, el momento también de mayor libertad (ser ella misma, de una vez por todas). Hasta ese momento, Selma ha basado su vida en convertir los ruidos en música, es decir, la realidad sucia en la realidad soñada. Por eso el final, donde logra que esa realidad soñada sea realidad real, resulta tan emocionante. También lo es porque Von Trier ha elegido, desde el principio del filme, acercarnos a los personajes, mediante los primeros planos, a través de sus labios y de sus ojos, aunque a veces no hablen ni vean; y eso provoca que cuando observamos los labios y los ojos de Selma en esa escena musical final sepamos que, con certeza, es el momento más feliz de su corta vida. Y Von Trier, que muestra con las imágenes de musicales clásicos que no ha nacido de la nada y que está orgulloso del cine anterior a él, pervierte por completo la estructura del relato clásico para volver a él: el “happy-end”.



Hay dos factores más que me interesaría destacar en la película. El primero es la actuación de Björk que encarna a la mujer cien por ciento “vontrierana” como no lo hizo ni siquiera la maravillosa Emily Watson de aquella cinta descarnada, que es “Contra Viento y Marea”, pues los ojos de esta cantante islandesa, su pequeño cuerpo y su voz, todo su ser, se erigen en expresión audiovisual inimaginable del melodrama moderno, mezcla los sonidos del mundo con su fantasía interior, y gracias a ello el mundo se convierte en un musical como aquellos que ella tanto ama. Y puede gritar sobre todo aquello que en la sociedad no se puede expresar. Y por todo esto este musical extraordinario es uno de los más grandes de todos los tiempos: porque por fin se funden en un todo, forma y fondo, además por fin se encuentra la excusa perfecta para convertir un drama social, una tragedia, en un espectáculo de canciones fúnebres, pues el punto de vista de la heroína es absoluto (la imagen es absoluta siempre), como debería ser siempre en el cine, la cantante islandesa parece estar alucinada, alienada. La hipnosis ya había sido un tema recurrente en el cine del danés: el final de “Epidemic” (1987) donde se hipnotizó realmente a una actriz o el inicio de “Europa” (1991) son prueba de ello. El otro punto de interés es la traición del director a las características estéticas del Dogma 95, pero particularmente rescata la cámara al hombro, que en general en ese manifiesto me parece un grave error, por lo menos como método a seguir para todo el cine que pretenda no convertirse en "ilusiones para mostrar las emociones". Una película de esa corriente puede ser tan tramposa y estar tan atada a las convenciones de género como cualquier otra: a día de hoy, creo que eso ya está probado. Sin embargo, “Bailarina en la Oscuridad” pone en relieve el uso de la cámara al hombro: acierto que radica en retratar la crudeza y el dolor que emana la cinta. Si el postulado creado por el mismo Von Trier funciona relativamente aquí es porque logra evitar ese peligro que antes he mencionado: que la cinta acabara cayendo en el telefilme. Porque “Bailarina en la Oscuridad” utiliza, igual que las malas películas, emociones muy básicas, pero llevándolas hasta un extremo casi inconcebible.



Selma, durante toda la película, busca la música imaginada cuando quiere huir de la realidad: del trabajo opresivo, de la ceguera, del asesinato, de la detención, del juicio o de la muerte. Cuando la realidad es tan brutal que no hay modo de huir de ella, encuentra la música real, que brota por primera vez de sus labios como un himno de libertad y de felicidad postrera, que nos dice: podrán matarte, pero si no quieres no podrán cambiarte. Y cuando llega el atroz pero a la vez maravilloso final del filme, un silencio desolador colma la escena, demostrando que Von Trier no sólo es capaz de hilar fino con el sonido de la música, sino también con el sonido del silencio. Pero precisamente en su radicalidad “Bailarina en la Oscuridad” encuentra su razón de ser: sí Von Trier aflojara un poco la trampa que dibuja alrededor de Selma, el filme se convertiría en un pastiche; sí Björk interpretara, por muy bien que lo hiciera, en vez de estar poseída por alguna deidad furiosa, la película caería como ridículo. Incluso traicionar el Dogma 95 funciona, especialmente, en ese terrible final que sedujo incluso al mismísimo Ingmar Bergman, que es muy escéptico con el cine de Von Trier. Sin embargo, esa misma radicalidad de la propuesta la convierte en una película sobre la que no se puede edificar, no se puede crear un nuevo cine: una película excepcional y única. “Bailarina en la Oscuridad” es uno de los filmes más bellos de los últimos tiempos, es un poema, es cine revolucionario, que a diferencia de otras películas aupadas grotescamente a los altares por consenso divino, jamás ha despertado aquiescencias ni pactos de ninguna clase, se trata de un canto a la muerte capaz de alimentar desprecio, rechazo o desdén con tanta energía como convoca la vehemencia. Esto, para mí, es síntoma inequívoco de su juventud estética, pues ya dijo un gran poeta irlandés que cuando los críticos difieren, el artista está de acuerdo consigo mismo más que nunca. Y así es, realmente. Después de haber haber traicionado, el voto de castidad del Dogma 95, Von Trier era ya un artista más libre, lúcido, generoso y trágico que nunca, lo que se tradujo en uno de los melodramas musicales más sorprendentes, inclasificables y estremecedores que pueden verse en una pantalla.



“La vida, la miseria y la muerte hecha música”

domingo, 20 de noviembre de 2011

Los Idiotas

Director: Lars Von Trier
Año: 1998 País: Dinamarca Género: Drama Puntaje: 08/10
Interpretes: Bodil Jorgensen, Jens Albinus, Troels Lyby, Nikolaj Lie Kaas, Louise Mieritz, Henrik Prip, Luis Mesonero, Knud Romer Jorgensen y Trine Michelsen



Un grupo de jóvenes reunidos en una casa de campo tienen como objetivo explorar los nebulosos límites de la idiotez humana como metáfora de la búsqueda de un orden superior, llámese Dios o Estado, a través de la irreverencia o de la anarquía más o menos organizada, la meta de esta gente es ahondar en la condición humana y como esta puede ser el punto de partida para agudas y profundas reflexiones o idioteces, lo que está claro es que esta película no mueve a la indiferencia, para ello utiliza el personaje de Karen (Bodil Jorgensen), una mujer introvertida y solitaria que se ve inmersa en una de las “performances” con las que el grupo pretende enfrentarse mediante la idiotez a las convenciones sociales y que termina uniéndose a la causa. El famoso manifiesto Dogma 95 fue firmado el lunes 13 de marzo de 1995 por Lars Von Trier y su amigo Thomas Vinterberg. En este documento ambos realizadores daneses proclaman su interés por buscar la restauración de una cierta "inocencia perdida" en gran parte del cine actual, al que acusan de volverse de espaldas a la realidad mientras propugnan la recuperación de algunos de los parámetros de los movimientos cinematográficos rupturistas de los años sesenta. Para llevar a cabo su particular cruzada, elaboraron un "voto de castidad" compuesto por, no es casualidad, diez mandamientos que todas las películas adscritas al movimiento deberían cumplir, y que, en principio, tratan de despojar al cine de artificios con objeto de que las historias sean lo más cercanas posible a la realidad. Sin embargo, tanto Von Trier como Vinterberg tardaron tres años en presentar sus primeros trabajos Dogma, y el primero incluso realizó antes “Contra Viento y Marea” (1996), una película que, si bien pudiera considerarse como pre-dogmática (por el uso de la cámara en mano en pos de cierta apariencia pseudo-documental), no cumple ninguna de las normas autoimpuestas por estos autoproclamados nuevos paladines de la inocencia cinematográfica.



La distancia que impone Dios/Von Trier hacia sus personajes resulta más efectiva en “Los Idiotas” que en ninguna otra de sus películas. Es por ello que la inmensa broma consigue cobrar, al menos durante algunos tramos del metraje, un sentido moral, mas no por burlarse de las convenciones cívicas y las relaciones personales, sino porque desvela la inmensa estulticia de una civilización empeñada en ensalzar valores que fomentan la irresponsabilidad y el empequeñecimiento espiritual de los ciudadanos. La fingida idiotez de los protagonistas es un medio de obtener múltiples ventajas sociales... Ya no se trata, efectivamente, de jóvenes idealistas con ganas de emprender cambios en el mundo, sino de ciudadanos que se desenvuelven con total descaro en los límites impuestos por un nuevo orden caracterizado por la ordinariez. No hay que confundir, aunque no se descartan similitudes, una película como “Los Idiotas” con productos de adorno como "Jackass”, serie televisiva de fama efímera en la que se realizaban pruebas efectistas y primitivas buscando una reacción escandalosa del espectador ante tan dudosas transgresiones. Al contrario, Von Trier aborda con absoluto rigor la estupidez de los hechos que se suceden en su filme y, en lugar de intentar escandalizarnos con ellos, nos ofrece la (hipócrita, cuando no abiertamente ridícula) reacción de las personas "normales" ante semejantes desmanes, constatando así la simpleza de la tipología humana producto del neo-capitalismo contemporáneo, y conquistando su obra una dimensión política insólita tanto en películas anteriores como en las que siguieron configurando su filmografía. “Los Idiotas” es excesiva, desde su supuesto de partida y hasta el final. Como casi todas las aventuras que emprende su afamado director, parte de una premisa que puede enervar o epatar; no en vano, Lars Von Trier quiere cambiar las reglas del juego en cada película, compartir contigo la pasión que siente por el cine, deslumbrar, presumir de ser el primero en intentar esto o aquello. ¿Es honesto? Bueno, si no les pedimos ya honestidad ni a nuestros políticos ¿por qué hacerlo con los artistas?



“Los Idiotas” parece ser un filme poco apropiado para la ya comentada cimentación de una imagen espectacular que suele emprender Von Trier con cada nueva película. De hecho, se trata de uno de sus trabajos menos difundidos y estudiados, puede que porque las dosis de grandilocuencia exhibicionista son menores que las contenidas en otros títulos manifiestamente "mayores" de la filmografía del director (casi todos los demás). En todo caso, y pese a no carecer de interés, queda clara la imposibilidad de considerar seriamente esa "vuelta a la inocencia" que Von Trier intenta atribuirse una y otra vez, cuando en realidad la suya es una de las miradas más perversas e incluso humillantes del cine contemporáneo. Los protagonistas de “Los Idiotas” han llegado a la curiosa conclusión de que sumergiéndose en la estupidez pueden sobrellevar mejor su existencia. Disfrutan, cuál actores amateurs en plena performance callejera, de las reacciones que suscitan en los demás. De lo desplazado y fuera de lugar que se siente el personal cuando alguien a su lado se comporta... conforme a un patrón desconocido, ilógico. Von Trier se mueve en la cuerda floja de lo admisible. A mucha gente le pareció intolerable que se tomase la rienda suelta, quizás, algo que después de todo no es sino un “handicap” que padecen ciertas personas (la idiocia, no confundir con la idioticia congénita de otros). De acuerdo, el propio director enfrenta a sus personajes de ficción con esa realidad (nada agradable), organizándoles un encuentro con gente que padece una disminución real en sus facultades intelectuales. Y sus protagonistas se sienten, por primera vez, profundamente incómodos. Porque, evidentemente, la cosa no tiene gracia. No puede tenerla. Es a partir de ahí donde las sonrisas que en un principio nos pudiesen despertar las acciones gamberras de estos señoritingos comienzan a congelarse, trocándose en mueca, en rictus expectante. ¿Qué lleva a una persona normal a regodearse en la anormalidad? ¿No tendrán también estos alguna carencia emocional y espiritual?



Cuando el apologista Stoffer (Jens Albinus), guía espiritual del grupo, les propone retos cada vez más osados, más radicales, menos divertidos. La exploración de estos límites culmina en la polémica escena de la orgía, una danza pagana en la que el sexo, una de las pocas experiencias que nos enfrenta abiertamente a nuestra aparcada condición de mamíferos más o menos domesticados, resulta doloroso por lo vacíos que demuestran estar sus practicantes... siempre he mantenido que es este uno de los momentos más genuinamente tristes y hermosos del cine de Von Trier. El acto sexual trivializado no logra igualarlos, sino que aumenta la distancia insalvable entre muchos de ellos; seguido de ese instante de soledad suprema del que emergen algunas preguntas demasiado importantes. El mayor placer obtenible tiene como epílogo una cierta sensación de hastío. De resaca. De hartazgo. Entre el grupo de idiotas destaca la última persona en incorporarse: la cándida y algo alelada Karen. Esta mujer siempre ausente se deja atrapar por estos sectarios seductores, por estos niños de papá que buscan nuevas sensaciones al amparo de la tolerancia ajena. Aunque se niega a hacer "espasmos", observa a los otros con creciente orgullo y satisfacción. Para todos, en mayor o menor grado, la idiotez es una manera de evadirse. Nunca acaban de creerse ese papel que defienden, porque en ningún momento aceptan de verdad vivir al margen de la sociedad, llevar las premisas hasta sus últimas consecuencias. Para ellos es un divertimento, no mucho más sofisticado que aquellos de los que disfrutaba la oligarquía romana de “La Dolce Vita” (1960), un pasatiempo, un modo de despedir una adolescencia prolongada antes de agachar la cabeza y volver a sus empleos, familias y preocupaciones cotidianas. ¿Es una película para idiotas? En parte sí, porque realmente todos lo somos; las personas somos ignorantes, en muchas ocasiones estúpidas, como bien decía la frase: “solo sé que no sé nada”, pues por mucho que aprendamos, siempre será una ínfima parte del todo, el inalcanzable conocimiento. Si bien es cierto que hay grados dentro de la idiotez, Lars Von Trier no tiene problemas en meterse con todos, una de las razones por las que molesta a muchos, pero en ese “todos” también se incluye, y hace bien, pues ha demostrado que es capaz de reírse de sí mismo, algo muy sano y recomendable.


Karen adopta al grupo como su nueva familia: es la única que tiene todo el derecho del mundo para sumergirse en la idiotez, incapaz de salir de ese estado de shock en que la sumió una experiencia insoportable para cualquier madre. Sólo al final, cuando la comunidad decida disolverse y asistamos al retorno de Karen a lo que en otro tiempo fue su hogar, entenderemos cuán valiente ha sido esta mujer. Las desoladoras razones de esa "amabilidad de los extraños" de la que siempre había dependido. Interrogado por la actividad del grupo, Stoffer, el líder del grupo, señala que lo que cada cual hace en la comunidad es buscar a “su idiota interior”. En efecto, la actividad central del grupo es “hacer el idiota”, es decir, dar rienda suelta a sus deseos y a su imaginación bajo la apariencia de ser disminuidos psíquicos. Hacer el idiota es por tanto, una manera de romper el sentido de la vida ordinaria. El que no es un idiota, aparentemente no tiene problemas de sentido en su vida. Se despierta y sigue su rutina diaria sin que todo aquello le parezca absurdo: se despertará con el despertador, irá a trabajar, seguirá las normas morales y de cortesía correspondientes, etc. En cambio, cuando todo esto se nos vuelve absurdo, cuando se abre una distancia radical e insalvable entre la vida que llevamos y la vida que querríamos llevar, cuando esta vida que llevamos no consigue movilizarnos, cuando no consigue inflamar nuestro deseo de vivir, entonces, cuando ya nada tiene sentido y cuando no hay motivo por el que levantarse ni actuar, se necesita de algo que rompa con ese sinsentido y vuelva a prender nuestro deseo. Es el momento de ir en busca de lo que nos vuelva a poner en marcha. Precisamente, buscar el idiota interior es, de alguna manera, volverse un idiota, es decir, olvidar el sentido común, olvidar la moral y el lenguaje ordinario, tan gastado y fosilizado, para reencontrarnos con nuestros deseos, los cuales ya casi habíamos olvidado. Hacer el idiota nos expulsa de esa lógica que se ha tornado absurda para nosotros, haciendo que la vida recobre un sentido. De esta manera, la vida vuelve a encontrar un resorte que le impulsa a actuar.



En cualquier caso, no hemos de olvidar que nuestro grupo de amigos está dolido con la sociedad. Dicho ataque, por tanto, también supone su particular venganza. De alguna manera, mediante la ironía, se trata de distanciarse y elevarse por encima de esa vulgaridad sinsentido que tanto dolor les inflige. Por eso a veces, parecerá que hacer el idiota es reírse de la gente. Empero, no es verdad. Hacer el idiota es la manifestación de la impotencia que surge en la experiencia de no poder cambiar ese mundo que los atormenta. Es un ataque que intenta romper con el velo bajo el que se camufla todo ese absurdo llamado “moral”. Lo que pasa es que dicho ataque, es un ataque desesperado, que si bien hace evidente lo absurdo de la realidad, no logra que toda esa gran mentira se venga abajo. Por eso, en su propio expresarse se desespera y se carga de cierta violencia contra aquellos que reproducen ese mecanismo ciego. No obstante, hacer el idiota no busca burlarse de nadie, sino que persigue romper con el sentido establecido, para que de tal forma, pueda aparecer un sentido nuevo y más auténtico, con el que la vida pueda recobrar su impulso vital y por fin, llegar a vivir. Hacer el idiota es por tanto, una expresión desesperada, que en plena sociedad, manifiesta a su manera la repulsa e insatisfacción que aquélla y su propia vida les produce. Por otro lado, dentro de la colectividad del grupo de amigos, hacer el idiota les permite expresar sus deseos más locos sin ningún tipo de vergüenza. Pueden llegar a decir aquello que mediante las palabras no se atreverían a formular. Es en ese marco como haciendo el idiota (sólo algunos, otros no), en numerosas ocasionas, todo el grupo se fundirá en un multitudinario abrazo. En otras, simplemente, hacer el idiota le permitirá a algunos expresar el sincero y cálido afecto que sienten los unos por los otros. “Los Idiotas” quizás te parezca un malsano ejercicio de sadismo o una inverosímil muestra de estupidez colectiva, pero no hay que negar que es una obra transgresora y valiente, vale la pena verla.



"Subversivo y provocador experimento"

domingo, 9 de octubre de 2011

Contra Viento y Marea

Director: Lars Von Trier
Año: 1996 País: Dinamarca Género: Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Emily Watson, Stellan Skarsgard, Katrin Cartlidge, Jean-Marc Barr, Udo Kier, Adrian Rawlins, Mikkel Gaup, Jonathan Hackett, Sandra Voe, Roef Ragas, Phil McCall y Robert Robertson



Bess (Emily Watson), es una joven muy sensible, con antecedentes de enfermedad mental, virgen, inocente y perteneciente a una comunidad puritana y fundamentalista, ella se casa con Jan (Stellan Skarsgard), un hombre bueno y vitalista, operario de una plataforma petrolífera, él tendrá que irse a trabajar, luego de pasar con ella unos pocos días de felicidad. Días después, tras comprobar como un compañero suyo regresa por una pequeña fractura en la mano, ella le pide a Dios volver a ver a su marido, pero recibe a éste, parapléjico, víctima de un accidente en la plataforma. Para hacerle feliz primero, y para salvarle después, Bess a pedido de él se sumerge en una espiral de pecado, escandalizando a la comunidad en la que vive, convencida de que su penitencia, su vía crucis particular, hará que Dios devuelva la movilidad a Jan. Al contrario del doctor Rieux, el protagonista de la novela “La Peste” de Albert Camus, que buscaba la posibilidad de ser santo sin creer en Dios, de hacer el bien por el bien sin esperar nada a cambio, Bess pecará para acercarse a su tan venerado Dios, no siguiendo los mandatos de la Iglesia. Solamente su inocencia y bondad lograrán hacer sonar las campanas de Dios, aquellas que la iglesia de su comunidad no posee. Tras realizar películas con cierto aire de thriller y de artificioso estilo visual, como “El Elemento del Crimen” (1984) y “Europa” (1991), apostar por una historia de amor, erotismo y represión religiosa, ambientada en la década de los 70 en una isla de Escocia, rodada con largos planos secuencia y con cámara al hombro sólo podía ser síntoma de dos cosas: perdida de la identidad o genialidad. Quince años después del estreno de “Contra Viento y Marea”, no cabe duda de que los delirios artísticos de Lars Von Trier apenas tengan parangón en el panorama cinematográfico contemporáneo y que su universo creativo unido a su afán de experimentación estética le sitúan en el Olimpo de los directores imprescindibles de la cinematografía de nuestros días.



Un año antes de presentar “Contra Viento y Marea”, Lars Von Trier había presentado el ya histórico manifiesto “Dogma 95”, que proponía un modelo de cine que parecía negar toda la obra anterior del cineasta danés. Rodar en escenarios naturales, cámara en mano, sin iluminación, con sonido directo y sin firma eran los preceptos básicos del nuevo movimiento, fue también el año de “The Kingdom”, la revolucionaria serie de televisión en la que Lars Von Trier experimentaba con este estilo realista en un relato convencional (una serie televisiva de misterio). Y, por supuesto, “Contra Viento y Marea” indagó en estos caminos recién abiertos por el cineasta danés. En la génesis de la cinta concurren varias obsesiones de Von Trier. Por un lado está su deseo de juventud, de cuando estudiaba en la Escuela de Cine de Dinamarca, de rodar una película pornográfica o erótica, en su defecto. Por supuesto, no encontró respaldo para este proyecto, que sus compañeros tomaron, como no podía ser de otra forma, como una maliciosa broma del díscolo y petulante alumno. No obstante, ya por aquella época dirigió un cortometraje titulado “Menthe” en el que se atisbaba esa fijación por el lado más perturbador del sexo. Su proverbial rebeldía se manifestaría, asimismo, en su primer largometraje, “Imágenes de una Liberación” (1982), una historia ambientada en la Segunda Guerra Mundial en la que un oficial de la Wehrmacht sufría una suerte de catarsis o redención tras ser torturado. Esto, unido a la estética que cultivaba por aquel entonces, le valió no pocas acusaciones de nazismo. Es curioso, cuando menos, el hecho de que el patronímico “Von” se integrara en su nombre gracias a una ocurrencia de algunos de sus compañeros de la Escuela de Cine, que se habían formado esa imagen tan elata de él que le acercaba mucho a directores de la talla de Erich Von Stroheim o Joseph Von Sternberg. Lo cierto es que la madre de Lars era una militante comunista que educó a su hijo en los valores rojos, por lo que para él aparentar ese elitismo no era más que una manera de proclamar su independencia. Preciso es decir que Von Trier siempre se ha caracterizado por su afán de provocación y por su ironía.


La película parece estar inundada del espíritu de Carl Theodor Dreyer. “Contra Viento y Marea” tiene mucho de “Dies Irae” (1942) y “Ordet” (1955). Si a ello se le añade unas gotitas de “Justine”, la famosa obra literaria del Marqués de Sade, el cóctel resultante es de una inusitada confrontación de contrastes, un poco loco y en las fronteras de lo ridículo. Desarrollada en siete capítulos y un epílogo (cada uno de ellos, precedido por una toma de un paisaje manipulado infográficamente para dar a las imágenes cromatismos de los pintores belgas René Magritte y Pieter Bruegel, y con canciones pop-rock de los años setenta de fondo) cuenta, una intensísima historia de amor, un melodrama imposible, morboso y, en ocasiones, nauseabundo. Soportar el visionado de “Contra Viento y Marea” es difícil si el espectador no mantiene sus defensas en alto durante buena parte del metraje. Lars Von Trier quería hablar de la bondad irracional y enfermiza de una mujer sacrificada y generosa que acaba convirtiéndose en un mártir. Es así como surgió en su mente la imagen primigenia de Bess. Además esta película es la primera de las tres que componen la llamada trilogía del “Corazón de Oro”. Las dos siguientes serían “Los Idiotas” (1998) y “Bailarina en la Oscuridad” (2000). No hace falta ser un lince para ver las afinidades que hay entre Bess, Selma y Karen. Lars Von Trier empezó a escribir el guión tras el rodaje de “Europa”. En esta ocasión no contó con Niels Vorsel, su mano derecha. En los primeros borradores del guión se planteaba la duda de si Bess obtenía placer de los turbios encuentros sexuales que mantenía a iniciativa de Jan, pero esta duda se desechó en la versión definitiva. Fue un acierto, porque el amor incondicional que siente Bess hacia Jan no podría entenderse sin la fidelidad que le profesa, aun cuando en su enajenación imagine que Jan está en los hombres con los que se acuesta. También fue un acierto incluir a Dodo (Katrin Cartlidge), la cuñada de Bess, que es como su ángel de la guarda, su hermana y protectora, no es producto del azar que sea enfermera.



La primera candidata para interpretar a Bess fue Helena Bonham Carter, pero a última hora y luego de pensárselo mucho, decidió no aceptar el papel. La fuerte carga sexual del personaje le arredró. Así pues, una completa desconocida actriz inglesa, Emily Watson, se hizo con el papel. Fue su debut en la gran pantalla, pero viendo su actuación nadie diría que era inexperta. Cuesta imaginar que una actriz consagrada pudiera cuajar una interpretación tan soberbia. Como ocurre a menudo en el caso de las actrices, aquellos personajes considerados arriesgados por incluir desnudos son un trampolín para las intérpretes noveles. A nuestros ojos, y al de la mayor parte de personajes de esta historia, Bess tiene una salud mental frágil en exceso. Educada bajo los severos preceptos calvinistas, cree hablar con Dios y, en un acto de amor redentor, se entrega sexualmente a otros hombres para revivir en ellos la carnalidad que no puede vivir con su marido, al mismo tiempo que hace de estos actos un sacrificio ante Dios para sanarle. Sin embargo, la locura (aparente para unos, certera para otros) de Bess no es el eje esencial del personaje. Como la Selma de “Bailarina en la Oscuridad”, Bess es un ser bondadoso. Tal y como explica, al final de la película, el médico que la ayudaba: “su enfermedad mental tenía nombres científicos, pero a ella, realmente, la mató su bondad”. De hecho, el bien impregna todo lo que sucede en la película. Emily Watson cumple a la perfección con la idea de mártir que Von Trier tenía en la cabeza. La inocencia de Bess es producto de un leve retraso mental, es así que las deficiencias mentales volverían a estar presentes en su próxima película, “Los Idiotas”; no en vano, al cineasta nórdico siempre le ha interesado el estado de anormalidad que conduce a la separación del grupo. En la película se dice que estuvo internada en el hospital a causa de una crisis nerviosa provocada por la muerte de su hermano Sam. Su carácter ciclotímico le hacen pasar de la risa al llanto, como se ve en la secuencia en que Jan debe abandonarla para partir hacia la plataforma petrolífera. La frágil constitución de Bess está resaltada por la orografía agreste y escarpada de los valles escoceses de las islas Outer Hebrides, un emplazamiento ideal para esta historia de pasiones turbulentas.



Stellan Skarsgard fue el encargado de dar vida a Jan. Tampoco era un papel sencillo, en parte porque más de la mitad del rodaje se lo pasó inmovilizado. Sus desnudos frontales dieron mucho trabajo a la censura de algunos países. Su mirada sugiere esa picardía y travesura que le conecta con el espíritu infantil de Bess. Queda la duda que si la deleznable manipulación que emprende sobre Bess es consecuencia de las múltiples operaciones que le realizan en el cerebro, o si, por el contrario, cae en esa sima de perversión y vileza por el dolor y la frustración que le produce su tetraplejia. Lo que sí queda claro es que las conversaciones telefónicas de marcado acento sexual que mantienen tras producirse la separación son el preludio de las bajas pulsiones venéreas que Jan vuelca sobre la ingenua y entregada Bess. A diferencia de la serena mirada de Dreyer, el estilo visual que impone Lars Von Trier en “Contra Viento y Marea”, ya apuntado al inicio de este artículo, se fundamenta en los planos secuencia rodados por Robby Müller (el operador de Wim Wenders y Jim Jarsmuch) cámara en mano, ajustando la óptica sobre la marcha y adaptando el movimiento de la cámara al de los actores, y no al revés. La cámara rompe formas, los planos no tienen límites, ansiosa por aprehender las miradas, los gestos, los sentimientos y las inquietudes de los personajes. La textura extremadamente granulada de la imagen también ayuda a que el tono documental y naturalista de la cinta ceda el protagonista a los actores. También gracias a ello, el final, mágico y milagroso, adquirirá una dimensión nueva, ya que el contrapunto entre la estética de reportaje y la entonación de hechizo del epílogo resalta la fuerza de éste. Otra interesante cuestión que plantea Lars Von Trier es si la inocencia y la bondad están necesariamente unidas a la locura o a una inteligencia subdesarrollada. A Bess la tildan de tonta ¿Acaso no se le llama tonto al que peca de bondad y listo al que se salta la ética para alcanzar el éxito? Por desgracia, vivimos en una sociedad teleológica donde prima el resultado final por encima de la deontología. Indudablemente, esto nos lleva al egoísmo, que es justo lo contrario de lo que practica la infortunada protagonista de “Contra Viento y Marea”.



Dodo, la única persona que se preocupa realmente de la desvalida Bess. Sin ser consciente de ello, Dodo juega un papel importante en la paulatina degradación que sufre Jan, ya que, para animarle en su postración, le sugiere: “Ella hará cualquier cosa por ti”. Por si aún lo dudaba, entonces Jan se percata de que basta con que formule un deseo para que Bess lo satisfaga. Esto nos sirve para aprender que tener un dominio ilimitado sobre la voluntad del otro deviene crueldad y despotismo. Durante el rodaje, Lars Von Trier se enamoró locamente de ella, y puede que lo pasara peor fuera del set que dentro. El director danés experimenta una transformación cada vez que rueda una película, hasta el punto de desvincularse completamente de su vida en familia. Así las cosas, no es de extrañar que con más frecuencia de la deseable caiga rendido ante las gracias de las actrices que intervienen en sus filmes, como si de un moderno Alfred Hitchcock se tratara. En resumen, “Contra Viento y Marea” es un desaforado melodrama místico, muy crítico con la intolerancia religiosa, finaliza de manera fantástica a pesar de que Lars Von Trier nos había introducido, por completo, en una cinta realista. El peso de la película recae fundamentalmente en la historia y los actores, siendo éstos últimos el auténtico milagro de la película, en el que sobresale Emily Watson, enamorándonos a todos desde su primera aparición. Pese a seguir una estructura clásica, además es una película que rompe con innumerables convenciones cinematográficas, no podía ser de otra manera, viniendo de un director iconoclasta. En muchas secuencias hay saltos del eje y Emily Watson mira directamente a la cámara en más de una ocasión, algo que escandalizaría a cualquier realizador del Hollywood de los grandes estudios. “Contra Viento y Marea” se presentó a concurso en la Sección Oficial del Festival de Cannes de 1996, Lars Von Trier, haciendo honor a su proverbial arrogancia, advirtió que todo lo que no fuese ganar la Palma de Oro sería una decepción. Al final se tuvo que conformar con el Gran Premio del Jurado, pero para todos los que la hemos visto es una de las mejores películas, no de ese año, sino de la década de los 90. Y qué decir de las campanas.



"Magistral y estremecedora"

jueves, 6 de octubre de 2011

Érase Una Vez en el Oeste

Director: Sergio Leone
Año: 1968 País: Italia Género: Western/Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Charles Bronson, Henry Fonda, Claudia Cardinale, Jason Robards, Gabriele Ferzetti, Frank Wolff, Woody Strode, Jack Elam, Lionel Stander, Paolo Stoppa y Keenan Wynn



Armónica (Charles Bronson) es un forajido callado y misterioso (a lo largo de buena parte de la película toca la armónica en vez de hablar) y que busca desesperadamente a Frank (Henry Fonda), un despiadado pistolero que está bajo las órdenes del millonario Morton (Gabriele Ferzetti). Por otra parte, Cheyenne (Jason Robards) es un conocido de Armónica que acaba de fugarse de prisión y que ayudará a este en su búsqueda de Frank, ya que ha sido acusado de la matanza de la familia McBain. En medio de todo esto y procedente de un burdel de Nueva Orleans, se encuentra Jill McBain (Claudia Cardinale), recientemente viuda y con un suculento terreno en su poder, heredado de su marido muerto y por el cual ha de pasar el ferrocarril. Esto hará que todos luchen por conseguir un mismo objetivo. Aunque parezca mentira y más propio del imaginario cinematográfico que suele acompañar a las grandes obras, sí es cierto que la gran mayoría de las grandes joyas del séptimo arte suelen surgir por un cúmulo de circunstancias concretas enmarcándolas en un espacio y tiempo determinado que una vez acabada, pasa a formar parte del infinito, de la memoria popular, del Olimpo cinematográfico e incluso de los estudios que algunos medios de cine hacen sobre lo mejor de las décadas. En el caso de la película de Sergio Leone, hablamos de “Érase Una Vez en el Oeste”, constituyó un cúmulo de deliciosas casualidades y hechos forjados por el destino que desembocaron en una de las películas más míticas dentro de la memoria del espectador. El western parecería incompleto sin “Érase Una Vez en el Oeste”, épica, lírica, violenta, bella como pocas, reúne a lo grande todos los elementos del cine de Sergio Leone (miradas eternas, tiempos muertos, elipsis que fluyen armoniosamente, violencia, y sobre todo el paso del tiempo y la muerte), que visten su peculiar universo. La película fue un éxito en Europa, no así en los Estados Unidos, donde se estrenó recortada. En cualquier caso su influencia en el cine posterior fue de tal calibre que justifica prácticamente la existencia de varios cineastas cuyos nombres me niego a citar. Uno de los más grandes westerns jamás rodado, sensación que queda tras su visionado, es una de esas películas que quieren volver a verse justo después de verlas. ¿Qué tipo de películas dejan ese poso? Las obras maestras.



Construida como contrapunto y finalización a la famosa “Trilogía del Dólar” que se rodó durante la década de los 60, y que le lanzó a la fama además de inaugurar y crear lo que se conoce como el "Spaghetti Western", Sergio Leone decidió iniciar su nueva trayectoria artística hacia lo que sería la construcción y concepción de un mundo y un país que le fascinaba. De este modo, América se convertiría en el centro gravitatorio de su giro artístico estableciendo una nueva trilogía que se inicia con la presente película, continúa con la aceptable “Agáchate Tonto” (1971) y culmina con la impresionante “Érase Una Vez en América” (1984). Amante absoluto del cine americano en general, y del western y del maestro John Ford en concreto, Leone explota en el largometraje la riqueza y complejidad que alcanzó en “El Bueno, El Malo y El Feo” (1966), estableciendo un cambio radical con las películas anteriores. Si bien la “Trilogía del Dólar” se caracterizaba por su tono árido y seco, duro, directo y sin concesiones, la presente película es un canto alegórico al western, un poema de amor cinematográfico a todas las grandes obras que nos han acompañado desde el inicio del cinematógrafo. El cineasta construye una enorme declaración de pasión y devoción enmarcándola en una gran obra épica que bascula hacia la lírica demostrando una vez más que el western es algo mucho más profundo que los consabidos tópicos entre vaqueros e indios. “Érase Una Vez en el Oeste” resume a lo grande todo lo que Sergio Leone sentía por el western de un modo distinto, además fue un hombre de cine como pocos (recordemos que ya desde niño siempre vivió en ambiente cinematográfico debido a la labor de su padre, director de cine), a muchos les sorprendió el enorme conocimiento que un italiano tenía de un género propiamente estadounidense. A través de ese conocimiento, Leone hace una declaración de amor absoluta hacia un tipo de cine del que estaba enamorado y lo más importante es que consigue hacernos partícipes de esa emoción. “Érase Una Vez en el Oeste” es un filme visceral en todo su esplendor, y el gran acierto es Leone al respecto fue sortear lo fácilmente emotivo y adentrarse en un profundo y arrebatador lirismo.



No resultaría desacertado afirmar sin rubor que éste es el cenit autoral de su director, la cumbre de su carrera, aunando todos los elementos que elevan la cinta hacia el panteón que se merece. En primer lugar porque nunca en una película de su director, los personajes habían estado tan desarrollados y tan consonantes con el espacio en el que interactúan. Siendo su guión una curiosa mezcla de cine social policíaco, thriller, venganza y western (no en vano viene firmado por Sergio Donati, Dario Argento, Bernardo Bertolucci y el propio Leone), la película alcanza las dosis más complejas que su autor demostró en toda su filmografía. Por otra parte, el dominio de lenguaje cinematográfico y la excelente conjunción en la utilización de los elementos cinematográficos al unísono conforman un armónico círculo donde cada pieza encaja suavemente, sin chirriar. Con claros ecos de Sam Peckinpah, Leone dice adiós a la época dorada del western, dando no sólo paso a una nueva etapa crepuscular, y que el director de “La Pandilla Salvaje” (1969) se encargó de asentar, sino también a un lugar intermedio, suspendido en el tiempo y que le pertenece por derecho propio, gracias a su tono de fábula. Sirva como ejemplo la impresionante secuencia que da comienzo con la llegada de Jill a la estación, su posterior paso a la ciudad que crece, y antes de llagar a su destino, atraviesa Monument Valley, escenario de varios de los westerns más conocidos de John Ford. La puesta en escena de Leone es de tal precisión que logra un instante de emoción única, que hurga en el pasado, sobre todo cinéfilo. El cine da la inmortalidad a unas obras y sume a otras en el olvido. En un tiempo en el que pocos confiaban en que el western podía recuperar los gloriosos galones que John Ford o Howard Hawks habían ganado para este, un italiano demostró que no sólo era posible recuperar la fascinación por aquella mitología cinematográfica e histórica del viejo Oeste, sino incluso superarla con creces y por ello volcó su pasión por el escenario fundacional de América, allá donde la vida bien podía valer un puñado de dólares y los límites de la ley luchaban por imponerse a los de la supervivencia, hizo del “Spaghetti Western” la mejor revisión posible.



Empezando por los personajes, Leone consigue elevar los tópicos hasta llevarlos a su terreno y moldearlos para obtener unos matices que por ejemplo no consiguió en su “Trilogía del Dólar”. Desde el bandolero Cheyenne (interpretado por un magnífico Jason Robards), un bandido con conciencia que al final toma partido frente al malvado Jack por haber traicionado su concepción del mundo que se acaba y termina, ese tono crepuscular que empezó a surgir en esa década, donde el western pasó a ser una elegía, un epitafio, tal como demostró Ford en su “El Hombre que Mató a Liberty Valance” (1962). Por otra parte tenemos a Frank, interpretado magistralmente por un inquietante Henry Fonda. Frank supone el villano por antonomasia, la falta de escrúpulos pero que esta vez cambia porque se siente a gusto con los nuevos tiempos que corren y ve que el poder en el futuro no estará regido por la pistola sino por las butacas de los despachos. Jill, una descomunal y bellísima Claudia Cardinale representa la prostituta que acude al Oeste en busca de una nueva vida, y la hallará en torno al ferrocarril que se está construyendo. El papel de Jill como eje central y catalizador de toda la acción sobre la que circundan los personajes representa a la perfección la voluntad del cambio y la fuerza interior. Será su particular historia de amor con cada uno de los protagonistas y su correspondiente reciprocidad lo que desatará el avance de la acción. Por último Armónica, un sorprendente Charles Bronson que representa el hombre sin nombre que vive buscando saciar su venganza. Leone lo representa y lo define valientemente haciéndole expresarse a través de su armónica, lo que acentúa su hierático y fantasmal carácter. De hecho, todos los personajes son espectros que pertenecen a un mundo en decadencia. Unos representan al pasado y otros al futuro, ninguno al presente. De hecho, cuando Armónica sacie su venganza matando a Frank, su existencia no tiene sentido alguno por lo que se marcha. Cheyenne por su parte, partirá sin el amor de Jill, y ésta se quedará sola junto al ferrocarril, símbolo de progreso que continúa su construcción, como América, a pesar de las pequeñas historias que en ella perviven.



Miremos a donde miremos en la película existe una referencia de lo más sentida y sincera. La breve aparición de Woody Strode rememora al Ford más otoñal, y el hecho de convertir al buenazo de Henry Fonda en un asesino implacable es uno de los mayores aciertos de casting que mis ojos han visto nunca. Al respecto cabe señalar la anécdota en la que Fonda, no muy convencido de aceptar el papel, se le presentó a Leone con lentillas oscuras y un gran bigote. El director le ordenó deshacerse de ello, pues quería que el público reconociese al gran Henry Fonda en la piel de un asesino. Su aparición en escena representa un shock para todo aficionado. Tras asesinar a tres miembros de una familia, varios pistoleros con amplias gabardinas parecen surgir como por arte de magia. Leone se acerca por detrás de ellos con un sugerente travelling que da la vuelta cuando llega a Fonda y nos descubre su rostro. Acto seguido mata a un niño ante el estupor de la audiencia. Leone no sólo indaga en nuestros recuerdos del western, sino que los sacude violentamente. Leone se preocupa en mostrar esto a través de una voz rota, triste pero épica, como demuestra por ejemplo la llegada de Jill en el excelente movimiento de cámara que la sigue elevándose a través de la estación con la música de Morricone resonando, o la primera aparición de Frank y sus secuaces con los guardavientos (igual que fantasmas), haciendo levantar los pájaros y el viento (esa épica de nuevo), en un escenario con grandes y vacíos paisajes, que simbolizan todo el vacío interior de unos personajes que se saben condenados porque pertenecen a otra época, a otro mundo. Al compás de la excepcional banda sonora de Ennio Morricone (y más profunda de lo que parece puesto que creó un tema para cada personaje que los acompaña, los precede y los define), Leone desafía y salva con nota el difícil examen de sortear el fácil sentimentalismo para ahondar en un perfecto lirismo que, como ocurre en las mejores películas, parecen suspendidas en el tiempo sin importar el país de procedencia o el año de su realización.



Muchos han tomado a “Por Un Puñado de Dólares” (1964), “Por Unos Dólares Más” (1965) y “El Bueno, El Feo y El Malo” como películas irrevocables, estandartes del “Spaghetti Western”. Hay poderosas razones para creerlo. No olvidemos que se trata de la trilogía del hombre sin nombre, un Clint Eastwood que adquirió identidad propia en los anales del celuloide con un personaje anónimo (cabe destacar que Eastwood rechazo el papel de “Armónica”), o la de las épicas construidas en torno a la codicia de los hombres en tierras poco respetuosas con las directrices del orden. Sin embargo, otros preferimos señalar que “Érase Una Vez en el Oeste” como el culmen de un cine que, nunca como aquí, destiló el hedor de tragedia que afectaba a cada esquina de un lejano Oeste en construcción, dominado por el primitivismo del hombre y la venganza, siempre ineludible a este. Sin embargo, fue “Érase Una Vez en el Oeste” el último gran western de Leone y emblema de un autor que se hallaba en su máxima y pletórica expresión como artista. Que en su más de cuarenta años de estreno, sigue revelándose como una obra de un lirismo desbordante, cautivador desde sus panorámicas del Monument Valley a los primeros planos del rostro embelesador de Cardinale. Pese a ser acusada por parte de la crítica de un ritmo lento, algo explícitamente pretendido por el italiano para alcanzar la cadencia y los méritos reportados, el tiempo la ha puesto merecidamente en el sitio que le corresponde: el de una de las obras imprescindibles del western. En resumen plagada de secuencias memorables que pertenecen a los recuerdos más entrañables, como ese inicio mudo, toda una lección de cine, donde a modo de homenaje, Leone recuperó a Woody Stroode, Jack Elam y Al Mulock, dejando clavado al espectador en su butaca, la primera aparición de Jack, asesinando a sangre fría a un niño o el excelente duelo final, tras este “Érase Una Vez en el Oeste”, al western le llegó su hora, pero luego de esta increíble cinta Sergio Leone nos dejaría su testamento cinematográfico, de la que hablaremos en futuro post.



“El lirismo de lo abstracto”

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Europa

Director: Lars Von Trier
Año: 1991 País: Dinamarca Género: Bélico/Intriga Puntaje: 8.5/10
Interpretes: Jean-Marc Barr, Barbara Sukowa, Udo Kier, Ernst-Hugo Järegård, Erik Mark, Jergen Reenberg, Henning Jensen y Eddie Constantine



Tras la Segunda Guerra Mundial, Leo Kessler (Jean-Marc Barr), un joven americano de origen alemán, se traslada a Alemania para trabajar con su tío en una compañía de ferrocarriles. Su trabajo lo llevará a viajar por un país destruido por la guerra; pero también tendrá que enfrentarse poco a poco a los horrores de la barbarie Nazi. Con cada nuevo estreno de sus primeros filmes, Von Trier hacía unas categóricas declaraciones a modo de manifiesto de intenciones sobre lo que él entendía que era, o más bien debía ser, el cine. Estos manifiestos empezaban en cada caso con la afirmación "Aparentemente todo está bien..." para pasar acto seguido a ensalzar la libertad creadora del artista por encima de cualquier tipo de normas restrictivas, apelando incluso al poder divino como único capaz de crear la realidad y dejando en manos del director de cine la única posibilidad de limitarse a la experimentación y la alquimia con los elementos que le ofrece el medio fílmico. “Europa” fue el tercer filme de su trilogía sobre el viejo continente, a partir del cual sus inquietudes artísticas parecerían dar un giro de ciento ochenta grados, un viraje que en realidad fue más radical en su superficie que en su esencia. El cine de Von Trier, por muy diverso que parezca en su presentación, se puede sencillamente explicar por la búsqueda constante de una libertad total en el acto de creación del artista. El realizador se convierte en una especie de Dios del universo particular que crea. Así, si partimos de lo que ya en estas primeras obras el director trataba de enfatizar, lo que podemos comprobar es que, dejando de lado el irrisorio exigido por su decálogo dogmático, todas sus películas coinciden en la férrea negación del danés al sometimiento a ninguna norma o principio que asocie su creación al yugo de un estilo formal concreto. “Europa” fue el punto culminante de una búsqueda, del juego de experimentación que el director estaba realizando con todos los elementos formales que el medio fílmico le ponía al alcance, los mismos que él se dedicaría con fruición a destruir uno por uno en sus sucesivos filmes, otro ciclo en su carrera que llegaría a la máxima expresión en su famosa “Los Idiotas” (1998).



“Europa”, sin duda el filme de toda la filmografía de Von Trier en el que se hace más evidente su presencia como deidad creadora en su propio universo. El director se asoma a todas sus películas dejando evidente el poder y control que ejerce sobre cada uno de los elementos que las configuran. Pero es en “Europa” donde esto se lleva a su máxima expresión, puesto que el director/Dios se materializa en forma de narrador omnisciente que controla toda la diégesis, el particular mundo en el que se mueven las agitadas vidas de sus personajes. Aunque se pueda entender que en el medio cinematográfico siempre existe la figura de un narrador omnisciente, lo que es cierto es que en este caso el verdadero poder de este narrador consiste en su caprichosa elección de hacerse visible o invisible, presente o ausente en la diégesis a su voluntad. En la cinta Von Trier hace ostensible su presencia a través de la hipnótica voz del actor Max Von Sydow, un control mental sobre personaje y espectador que se realiza desde el mismo inicio del filme, no sólo mediante la profunda y pausada voz del actor sueco, sino a través también del monótono recorrido de la luz de la locomotora sobre las vías y del acompañamiento sonoro musical repetitivo y que preludiará cada aparición de esta voz omnipresente. Este narrador mayestático aparece a lo largo de toda la película actuando como hilo conductor que acompaña al espectador y al personaje recordándoles su control sobre ellos en los momentos cruciales. Von Trier disfruta con este control absoluto, no es sólo un narrador que conduce al espectador por la historia que él conoce, sino que es ante todo el creador de la misma, el máximo artífice de ese universo que se encuentra dentro de los límites de la pantalla y por el que tanto el espectador como los personajes se pasean llevados como marionetas gracias a su control todopoderoso. Así, el personaje protagonista de Leo Kessler y el espectador se funden en un solo ser, a quien el director hipnotiza literalmente desde el inicio del filme y a quien dicta en todo momento lo que debe hacer, qué debe decir y cómo se debe sentir. La Europa que Von Trier recrea en su filme, es Alemania de 1945, un país completamente arrasado y vencido por la guerra. Pero lo más interesante de esta recreación es que la realidad es apenas esbozada de manera explícita. El rodaje de “Europa” se realizó íntegramente en estudio, recreando con maquetas o decorados lo que el realizador quería que se mostrase de este país derruido y fustigado por la guerra. En este sentido, la ausencia explícita del "contexto" ambiental en el que se mueven los personajes conecta directamente con la depuración absoluta llevada a cabo en las últimas obras del danés.


En “Europa” los decorados existen, es cierto, pero no esconden en ningún momento su calidad de obras artesanales, de fondos recreados o proyectados artificialmente para construir una ciudad fantasma, las ruinas parciales de lo que un día fue una poderosa nación. La cinta encuentra su verdadero valor más en lo que sugiere que en lo que realmente muestra, el concepto de realidad es inexistente en una cinta que juega constantemente a romper las leyes de la verosimilitud para entrar en un terreno mucho más árido y misterioso, el que se encuentra en la mente del narrador y que el mismo trata de transmitirnos con su viaje hipnotizador. La Alemania que nos sugiere Von Trier es un país explorado por los ojos de un extranjero, Leo, quien se adentra en ese ambiente de odio, rencor y traición con la inocente mirada de quien quiere ayudar pero que acaba por sucumbir ante la locura y desesperación circundantes, volviéndose él mismo un ser completamente condenado a la perdición. Kessler realiza mediante los viajes en tren con Zentropa (la compañía ferroviaria para la que trabaja), un trayecto que le lleva al mismo epicentro del infierno, a una segura autodestrucción provocada por el influjo del deshecho humano que reside en un país rendido a la desgracia. Es inevitable que este viaje hipnótico sobre esas vías por las que el tren se desliza veloz, remita a todos aquellos otros trayectos sin retorno, los de los judíos que eran transportados como animales hacia una muerte segura en los campos de concentración nazis. Von Trier trata el dolor y la desgracia de este país hundido, de esta Europa destrozada por la guerra, sin necesidad de aludir al dramatismo, dejando a la imaginación del espectador la reconstrucción de los escenarios reales que todos ya conservamos desgraciadamente en nuestra memoria colectiva. La Europa de Von Trier es una Europa de cartón-piedra, un continente que al igual que América deja vislumbrar su propia destrucción a través de las almas rotas de los personajes (¿seres humanos?) que en él se dejan llevar por la inercia de sus vidas...Todo conduce a la ausencia total de esperanza, al abandono ante una realidad que ha acabado por derribar cualquier tipo de sueño, pasado o futuro, posible o imaginado.



La visión que de esta Alemania ofrece Von Trier es más desgarradora cuanto menos realista parece. El aparente distanciamiento a través del artilugio y la forma esconde tras de sí una realidad mucho más cruda de lo que a priori pueda parecer. La utilización experimental, casi alquimista, de los recursos formales que le ofrece el medio cinematográfico, no consigue ocultar el drama de unos personajes más castigados por su situación de lo que aparentan. El sufrimiento interno de estos seres está más disimulado que en las obras posteriores del realizador, se deja ver en el protagonista Leo de manera más tenue que en las heroínas que Von Trier crearía después, las que llegarán a ser protagonistas absolutas de este particular “vía crucis” existencial tan afín como a Bess en “Contra Viento y Marea” (1996), o a Karen en “Los Idiotas”, o a Selma en “Bailarina en la Oscuridad” (2000) o a Grace en “Dogville” (2003). No obstante, y pese a la parafernalia que distrae en “Europa” al corazón del espectador de la empatía con los personajes, pese a la frialdad de una puesta en escena más dedicada a la ostentación del efectismo y la original utilización de los recursos del lenguaje que a la indagación psicológica en las mentes de aquellos, no hay que olvidar que Von Trier juega desde el inicio de la cinta a hacer explícito su poder manipulador, no sólo sobre sus personajes, sino como se ha dicho ante todo sobre el espectador, a quien distrae de la posible reflexión sobre el horror no mostrado pero sí intuido, para concentrar su atención en lo que él decide que debe ser contemplado, recurriendo a todo tipo de recursos visuales y sonoros para embellecer una realidad que en el fondo sigue siendo desagradable. En todo momento el espectador es consciente de que asiste a un acto de "creación", de que está ante un artista que se vanagloria de serlo, un demiurgo absoluto en su propia obra, quien decide qué mostrar, cuándo y cómo, dejando poco hueco a la libertad de su personaje, quien en ningún momento desconecta de su condición de simple juguete al servicio de los designios de su creador.


Esta presencia explícita del artista en su obra, a parte de su voz omnipresente en forma de narrador, se basa en la mencionada utilización de unos recursos visuales que convierten el filme en puro artificio: travellings milimétricamente ejecutados, transparencias y retroproyecciones que enfatizan la irrealidad de las situaciones, magnífica es la secuencia del asesinato del matrimonio de ancianos en el tren, o la maravillosa y original utilización de la elipsis en el paso del romance a la boda entre Leo y Katharina a través del cambio de fondo; alternancia entre el blanco y negro y el color o utilización expresiva de este como elemento de anticipación dramática, la secuencia del suicidio de Max Hartmann o el anuncio de la detención del tren por parte de Leo a través del énfasis cromático de la palanca de alarma; el juego con la profundidad de campo y los espacios claustrofóbicos, presencia de la maestría de Orson Welles y de su perfección en el tratamiento del espacio; introducción de elementos gráficos que interactúan con los personajes, transiciones basadas en analogías formales, utilización magistral del fuera de campo y la composición del encuadre, el juego de los espejos en la llegada de Leo a Zentropa, mientras lo visten, o la excelente visión de destrucción que se intuye a través de la explosión reflejada en la ventana que observan los Hartmann y Leo... En definitiva, un sinfín de efectos que recrean la vista sin olvidar por ello el sufrimiento que provoca esta Alemania descompuesta en el aparentemente inocente Leo Kessler. Al igual que hacía Hitchcock en sus filmes, a quien Von Trier homenajea explícitamente en su obra, no sólo con la utilización del maravilloso preludio musical que Bernard Herrmann compuso para la obra maestra “Vértigo” (1958), sino sobretodo en la fantástica utilización del suspense en la secuencia que precede a la caída del tren, Lars Von Trier representa un drama sin pretensiones de verosimilitud, una elección estilística que es menos distante con sus obras posteriores de lo que aparenta.



Pese al rechazo que el mismo Lars Von Trier manifestó hacia esta obra cuando sus inquietudes formales se decantaban hacia otro tipo de artificios que intentaban esconder su verdadera naturaleza, ese mal considerado naturalismo del Dogma no es más que otra intervención consciente del artista sobre su obra, otra prueba innegable de que en ningún acto creativo existe la objetividad absoluta, lo cierto es que el cine de Lars Von Trier es mucho más homogéneo de lo que parece, explicado en todo caso por una búsqueda incesable de lo nuevo por parte del director, de la utilización en cada obra de los recursos formales del medio fílmico para ir explotando una a una todas las posibilidades creativas que este le puede ofrecer. Pero el drama, el sacrificio y el sufrimiento humanos, están presentes de manera constante en sus obras, sus personajes se ven afectados por adversidades que los hunden en la más absoluta desesperación, en una lucha contra el infortunio que les conducirá, como mártires de sus propios actos, hasta un irremediable y trágico final. Lars Von Trier es como un niño que se cansa muy pronto del mismo juguete, un caprichoso artista que trata incesantemente de buscar nuevas formas para colmar su inquieta mente creativa. Pero este artista deja vislumbrar, lo quiera o no, la huella inestimable de un estilo que cada vez se consolida más como propio. Y es que, como dijo años atrás su maestro Carl Theodor Dreyer: “el estilo no puede separarse de la obra de arte acabada. La impregna y la penetra, pero es indivisible e indemostrable”... y así sin duda le sucede a este danés, un espíritu rebelde y provocador cuya única obsesión es indagar en los terrenos inexplorados de la creación artística.



"La Europa de un peculiar visionario"