Mostrando entradas con la etiqueta Histórico. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Histórico. Mostrar todas las entradas

domingo, 18 de diciembre de 2011

Érase Una Vez en América

Director: Sergio Leone
Año: 1984 País: EE.UU. Género: Drama/Gangster Puntaje: 10/10
Interpretes: Robert De Niro, James Woods, Elizabeth McGovern, Tuesday Weld, William Forsythe, Treat Williams, Jennifer Connelly, Burt Young, Joe Pesci, Danny Aiello, Clem Caserta y James Russo



Nueva York, principios del siglo XX. Noodles Aaronson (Robert De Niro) es un pandillero callejero que junto con otros chicos del barrio judío se dedican a asaltar y hacer fechorías, pero cuando conoce a Max Bercovicz (James Woods), se forma una fuerte amistad que los convierte en una banda poderosa, en un enfrentamiento con pandillas rivales Noodles es atrapado y enviado a la prisión durante 12 años, al salir lo recibe Max, quien han montado gracias a La Ley Seca una lucrativa organización que se mueve bajo las órdenes de poderosos mafiosos, pero uno de los últimos golpes no ha salido como debía, y con la excepción de Noodles el resto ha sido acribillado, tras huir y esconderse en otras ciudades durante 35 años, Noodles ha recibido una misteriosa invitación para regresar a Nueva York y al volver, encontrará que los fantasmas del pasado aún están vivos y esperan para acosarlo en cada esquina de su viejo barrio; Qué decir de este filme que aún no se haya dicho. Recibió desde atrocidades hasta elogios inmensurables; esta fue la cara mediática que obtuvo en la época de su estreno. Cannes respondió con 15 minutos de aplausos ininterrumpidos y algunos críticos la nombraron el peor filme de 1984. ¿Qué raro, no? A mi entender es una de las grandes epopeyas del cine moderno, con Sergio Leone detrás de cámaras y un elenco irremediablemente exquisito. La obra póstuma de Leone se creo para hacer historia en el séptimo arte, no solo por su origen, el cual se remonta a los primeros años que formaron la década de los 70, sino por su voluntad de recrear y explicar unos acontecimientos pasados en forma de elegía épica, estando planteada y rodada no con las formas estéticas propias que imperaban en aquellos años sino con los cánones propios de su principal artífice, Sergio Leone, un cineasta que durante tres décadas se mantuvo fiel a unos principios muy arraigados en torno a su concepción del cine. Tuvo un costo de 20 millones que luego se extendió por obvias razones, que para la década de su realización era un precio más que estimable para un director respetable; sobre todo por la libertad con la que lo dejaron trabajar y con la cual finalizo su carrera, dejándonos un gran testamento fílmico.


Además es el último capítulo de su trilogía sobre el origen de América formada por “Érase Una Vez en el Oeste” (1968) y “Agáchate Tonto” (1971), “Érase Una Vez en América” supone el último y más grandioso acto de una colosal obra que a pesar de haber sido rodada y montada en tres décadas distintas y tratar acerca de momentos puntuales de diferentes épocas sobre una misma nación, constituye una obra autónoma y conjunta dividida en tres capítulos englobados por cada segmento de tiempo, que se retroalimentan el uno al otro y que poseen el acabado de ser complementarios los unos de los otros. Así pues, la presente película se erige en un monumental fresco acerca de cuatro décadas distintas durante el nacimiento del siglo XX concretizados en la ciudad de Nueva York, el símbolo de la América (Y en consecuencia, del mundo) moderna y civilizada en contraste con los grandes espacios del primitivo Monument Valley de “Érase Una Vez en el Oeste” o de la frontera Mexicana de “Agáchate Tonto” y tomando como motor de la historia a dos jóvenes perdedores y rufianes líderes de una banda de delincuentes callejeros de origen judío a través de sus andanzas, su ascensión, su gloria, su caída, sus amistades y deslealtades mientras son testigos del cambio de una civilización que está en una expansión y progreso constante. Debido a su origen humilde y a sus trapicheos con la mafia más la posterior carrera delictiva que acusarán, Leone permite adentrarnos en el mundo más pobre, en la América que realmente fue forjada en las calles como rezaba la frase promocional de “Pandillas de Nueva York” y que a diferencia de la cinta de Martin Scorsese, la película del cineasta italiano se centra en unas situaciones lo más intimistas posibles dentro de las vidas de los personajes para así abarcar y generalizar lo más posible a modo de ofrecer una reconstrucción lo más fidedigna posible pasando eso sí por el filtro de la épica y la fábula jugando con la pretendida ficción de la historia, frente al realismo descarnado y buscado de los acontecimientos narrados por el director de “Taxi Driver” (1976).


Frente a un acercamiento más simplista que sin profundizar demasiado dentro de la obra de Sergio Leone, fácilmente englobaría este último capítulo dentro de las películas acerca de la mafia, Leone la trata y la muestra más como una consecuencia inevitable del destino trágico de sus protagonistas que como el motor de la acción en sí. Éste es sin duda el único punto en el que convergen el largometraje y la saga de los Corleone de Coppola con la que tanto se le ha comparado. Del mismo modo que películas como “Buenos Muchachos” (1990) o “De Paseo por la Muerte“ (1990) también han sido comparadas con ella, el largometraje de Leone no es una reconstrucción de las costumbres y vida de ciertos tipos de mafia que imperaban en la época que trata. El conflicto mafioso está observado desde un punto de vista totalmente secundario puesto que aunque es importante el mostrar como la banda de Max y Noodles atracan, roban y asesinan, Leone se preocupa más en mostrar las interrelaciones entre ellos y sus momentos de ocio, o sobretodo retratar la vida cotidiana una vez que han alcanzado el poder. Mientras que Max es el único que consigue llevar una vida acorde con la nueva clase social a la que pertenecen y se adapta sin ningún problema, Noodles busca consuelo en los fumaderos chinos de opio. La mafia dentro de “Érase Una Vez en América” no es más que una consecuencia lógica de la situación político-económico-social de la época que se erige en la única consecución posible dentro del destino de estos personajes perdedores sin remisión, un aspecto sobre la cual le debe mucho “Donnie Brasco” (1997), para los cuales la mafia es el único camino posible dentro de un tiempo donde estaban bien vistos los gangsters y su estilo de vida, por desgracia tan habitual y que tan bien retrató en los años 30 y 40 las películas de la Warner con James Cagney de protagonista y Bogart de antagonista. En su momento “Érase Una Vez en América” fue despreciada por la crítica, la razón fundamental es que hubieron dos cortes, la visión del director de 227 minutos, y la estrenada y editada por los distribuidores americanos, de tan solo 144 minutos y que masacra la lamentablemente la continuidad de la historia. Y como suele suceder, los críticos que en su momento la apedrearon, después la elevarían hasta el título de obra maestra.



En “Érase Una Vez en América” Sergio Leone no busca tanto como reconstruir el cine de gangsters que acabo de comentar, sino trata de como materializar las huellas que el cine, la música y la literatura Americana inculcaron en él. En declaraciones del propio Leone: “Ésta película supone para mi una dolorosa venganza. La hice para sacarme todo lo que América me había metido en la cabeza”. A través de la figura de los dos rufianes de pacotilla que suponen los dos protagonistas, Leone expone su propia reflexión acerca del paso del tiempo, la pérdida de las ilusiones y por tanto de la inocencia y el precio de la amistad. Para ello, el cineasta italiano reproduce el ritmo narrativo utilizado en “Érase Una Vez en el Oeste”, la cadencia que viene determinada por la medidísima composición y duración de cada plano, sobretodo en la armonía entre movimientos de cámara y la expresión corporal de los actores que matiza hacia la segunda parte de la película en un bellísimo anti-crescendo que suprime la violencia física de la primera parte y valora poéticamente el relieve dramático de la serenidad. Otra técnica magistralmente utilizada en torno a la puesta en escena es la utilización dramática del sonido. Por una parte el sonido del teléfono como noticia fatal que retumba en los oídos de Noodles y por extensión en los del espectador al aguantar el efecto durante un buen rato, y por otra parte la calculada utilización del silencio como elemento dramático que paraliza la acción viniendo dado por la clara influencia que el cine japonés ejerció en Leone. Mención especial merece la discontinuidad narrativa que permite seguir la historia a través de sus tres momentos puntuales, la adolescencia en 1922, la madurez en 1933 y la vejez en 1968.



La película incluso llega a plantear cierto homoerotismo entre los dos amigos, especialmente acerca de los sentimientos de Max hacia Noodles. El personaje de James Woods, aparte de tener problemas “de virilidad” cuando tiene que acostarse con mujeres, siente celos y un oculto deseo de conseguir todo aquello que Noodles ama o posee en un momento dado. De ahí proviene precisamente toda la fuerza del anticlímax final del filme, donde Leone, acertadamente, envuelve todo este contenido sentimental con una puesta en escena casi onírica, que descoloca al espectador al mismo tiempo que le emociona al nivel más básico, y que deja en la cabeza un mar de dudas sobre lo que ha visto, sin que por ello se pierda la sensación de haber contemplado una conclusión satisfactoria. La fantástica fotografía de Tonino Delli Colli diferenciando las propiedades cromáticas de cada época, unida una nueva colaboración entre el director y la banda sonora de Ennio Morricone, compositor de una partitura muy matizada utilizando los instrumentos acertados que reflejan bien los barrios bajos, coronado por la principal melodía que acompaña a los protagonistas o la versión de “Amapola” que acompañará cada encuentro entre Max y su amada Deborah, ya sea cuando él la observa bailar cuando es niño que es además una de las mejores secuencias de la película (además se puede apreciar toda la belleza de una jovencísima Jennifer Connelly), que es la anterior a su violación por parte de Noodles, aquella en la que le lleva a una cena de ensueño. En el apartado interpretativo, De Niro, actor que interpretó como nadie la cara oscura y autodestructiva del ser humano medio, explota aquí hasta el extremo su otro registro característico, el del superviviente que añora de alguna manera todo lo que ha perdido por el camino. Pocos actores tienen una mirada melancólica capaz de decir tanto como la de De Niro, y Leone lo sabía. El director italiano, que ya había teñido de una melancolía similar a sus dos anteriores obras, dio una nueva vuelta de tuerca a esa emoción primaria gracias al elaborado montaje, donde el juego de miradas que ofrece el protagonista de “Toro Salvaje” (1980) sirve para introducir al espectador en su punto de vista como ninguna otra película lo había hecho.



Si De Niro está perfecto como ese Noodles que siente las cosas de manera pura y primaria, casi como si fuese un niño eterno, James Woods no le va a la zaga como el gangster ambicioso y calculador que resulta ser Max, tan opuesto a su amigo en su visión de la vida como complementario a nivel de carácter. Ellos dos mantienen una relación de amistad y amor tan fuerte, que ni siquiera el gran amor platónico de Noodles por Deborah (Elizabeth McGovern), puede penetrar tan profundamente en su corazón. Tanto Robert De niro como James Woods componen unas intensas interpretaciones, que vienen complementadas por un plantel de actores muy bien encauzados y dirigidos que elevan el largometraje y lo levantan a través de su larguísima duración. “Érase Una Vez en América” es poesía de principio a fin, la historia se entreteje con maestría asombrosa, además es una película que deben ver, no sólo los amantes del séptimo arte, sino todas las nuevas generaciones que desconocen lo que es el verdadero buen cine, en detrimento de la mediocridad de la que hace gala la meca del cine en nuestros días, donde la falta de originalidad, la poca imaginación y, sobre todo, la falta del lenguaje poético escasea casi en su totalidad en las actuales carteleras cinematográficas. Creo que pocas películas consiguen lo que esta: una perfecta conexión espectador-personajes, un interés total por la historia, una sensación única, admirable, casi orgásmica. Se convierte casi sin quererlo en una total obra maestra que mereció ser reconocida en su tiempo, en resumidas cuentas es un filme repleto de ternura, tristeza y hermosura, que parece varias películas en una sola, pues el amor es tan protagonista como el mensaje sobre la amistad que transmite, así como los negocios y el crimen organizado van por encima de todos los valores anteriores. “Érase Una Vez en América” supone la película más pesimista de su creador, el largometraje no es más que la derrota a todos los niveles de un personaje que creyó estar por encima de ese destino que nos marca desde un principio, un destino que le auguraba una existencia mediocre y que de nuevo el otro punto en común con la trilogía de Coppola ya que al igual que Michael Corleone, Noodles lucha y lucha en contra de su destino para acabar sucumbiendo ante él. Una de mis obras maestras preferidas. Imperdible.



“Sublime obra maestra”

lunes, 12 de diciembre de 2011

El Sustituto

Director: Clint Eastwood
Año: 2008 País: EE.UU. Género: Drama Puntaje: 8.5/10
Interpretes: Angelina Jolie, John Malkovich, Jeffrey Donovan, Colm Feore, Amy Ryan, Gattlin Griffith, Michael Kelly, Jason Butler Harner, Devon Conti, Pamela Dunlap, Riki Lindhome, Denis O'Hare, Geoff Pierson y Eddie Alderson



Los Angeles 1928, basado en hechos reales. Christine Collins (Angelina Jolie) es una madre soltera de los suburbios cuyo hijo desaparece sin dejar rastro. Meses después la policía dice haberlo encontrado, pero al verlo asegura que ese chico no es su hijo. A pesar de estar segura de ello, y en medio de la confusión, Christine se lleva a casa al niño, pero insiste en que se continúe la búsqueda de su verdadero hijo, tachada de loca e incapacitada por la policía, encuentra un aliado en el reverendo Gustav Briegleb (John Malkovich), que la ayudará en su lucha contra la mentira la sustitución. Clint Eastwood es uno de los grandes maestros que hoy perduran en el cine. Él es el gran creyente de que en el gran cine clásico se encuentra gran parte de la magia que hizo a este arte centenario, y a ciencia cierta que nadie como él sabe ponerla en práctica con tanta elegancia y sabiduría. “El Sustituto” no hace sino ratificar el magisterio que ya se adivinaba con “Río Místico” (2003) o “Golpes del Destino” (2004), desde su carácter de profundo y devastador relato, desde su insultante perfección en todos sus frentes que lo elevan, con todo merecimiento, entre los mejores filmes de su director en últimos tiempos. “El Sustituto” no varía en absoluto con las constantes que viene mostrando el cine de Clint Eastwood desde hace algunos años. Se trata de un cine sencillo, rodado desde el clasicismo, en el que la cámara no se entromete en la trama con la crudeza con que suele hacerlo en estos tiempos, usando las primeras tomas para que reluzca la credibilidad de los actores. Eastwood, heredero de Sergio Leone y Don Siegel, es el mejor hijo que nunca tuvo John Ford. Su cine dibuja una mirada dramática, repleta de significados, y en su particular distanciamiento, profundamente humana. El que fuera “Harry, El Sucio” ha sabido unirse a esa poca concurrida lista de directores que han parido un cine humanista, cuyo primer miembro fuera Sir Charles Chaplin (quien es directamente mencionado al comenzar el filme).


En “El Sustituto” Clint Eastwood vuelve a reincidir en algunos de los temas que mejor ha sabido tocar el cineasta en su filmografía: los peligros de la infancia en un mundo atroz y el dolor de la pérdida, “Río Místico” o “Un Mundo Perfecto” (1993) ya nos hablaban de eso, sin embargo en esta cinta lo hace en un contexto distinto como es Los Angeles de finales de los años 20, lo cual le sirve para realizar un hondo retrato social de una sociedad afectada de corrupción y miedo. Eastwood abre y cierra su obra con planos explícitamente deudores de clasicismo cinematográfico: dos vistas, compuestas de grises, de la ciudad en la que se asienta la trama, que dotarán el acabado circular a la película. Entre estos dos planos se despliega ante nosotros una narración apasionante y conmovedora que nos es contada a través de una solvencia narrativa intachable, capaz de hipnotizarnos ante lo que estamos viendo para insuflarnos sentimientos de conmoción, esperanza o desilusión. La mano maestra del realizador tras la cámara parece controlar con meticulosa precisión cada recodo de aquello que nos cuenta. “El Sustituto” goza de una ortografía impecable, un formalismo al que nada se le puede reprochar. Respira solidez y aplomo en cada uno de sus fotogramas, siempre ocupados por magníficos intérpretes que brillan con luz propia y hacen brillar la de un director con una inigualable capacidad para extraer las emociones que de ellos necesita. Angelina Jolie da vida a una madre luchadora e incansable, con una soberbia actuación, sobrecogiendo tanto en su trauma como en su inquebrantable tenacidad. Le secunda un extraordinario John Malkovich que sin fisuras interpreta al reverendo Gustav Briegleb. Quizá sólo se pueda lamentar cierta tendencia maniqueo en el diseño de los personajes en torno a dos flancos, y aún estaremos incurriendo en cierto pesimismo que no debe olvidar que nos hallamos ante una impagable historia de monstruos y criaturas inocentes, de corajes indómitos que protagonizan esos grandes relatos que tan bien Eastwood sabe identificar y trasladar a la pantalla.


Hace tiempo que las tramas de los filmse de Clint Eastwood no se cierran completamente, por ello quizás adoptan en ocasiones estructuras circulares, al menos en cierto sentido. Como dije antes “El Sustituto” arranca con una toma, ejecutada con grúa, que desciende hasta la casa de un barrio residencial de la protagonista y concluye con otra similar pero en sentido contrario desde las escaleras de la comisaría de policía en plena ciudad. Han pasado unos ocho años entre ambos instantes y por el camino Christine ha pasado de perderlo todo o casi todo a recuperar aquello que necesitaba para continuar adelante: esperanza. Esta conclusión expone la imposibilidad de encontrar soluciones a determinados problemas invitando a la vez a mantener la creencia en algo. Idea que propone a primera vista una lectura sorprendente en tanto en cuanto resulta contraria al nihilismo presente en sus últimas películas. Además sería lógico argumentar que tiene algo de contradictoria dentro del propio relato. Sin embargo su formulación (y el cómo se ha llegado a ella) tiene una coherencia y sensibilidad decisiva: Eastwood observa el mundo y a sus personas con una honesta subjetividad que mezcla repugnancia, atracción y ternura. En “El Sustituto” Christine es una víctima como su hijo Walter (Gattlin Griffith) en parte del azar, en parte de la maldad, que trata en todo momento de mantenerse fiel a sí misma y luchando contra ese sentimiento de culpa que nunca se expresa abiertamente pero es bien visible en sus comportamientos. La esperanza a la que alude al final deviene en la justificación perfecta para prorrogar su búsqueda, su creencia aferrándose a cualquier signo, por mínimo que sea, para la duda, ignorando lo razonable, los propios hechos, el tiempo transcurrido. Más allá del sentido religioso que se pueden extraer y el cuales se compartirá o no, lo más interesante de este final no cerrado, a modo de resumen de la historia, es el componente humanista, afín a toda la obra del cineasta americano si bien matizado por la melancolía y dolor que pueblan sus narraciones, que surge de forma natural, con sus contornos y pliegues, para desde la cotidianeidad alcanzar lo trascendental.



Existió un prejuicio inicial con la protagonista de esta cinta del connotado director, que son los antecedentes actorales que preceden a Angelina Jolie que ha repartido balazos, sobreactuaciones y sensualidad al por mayor en sus últimos trabajos como en “Sr. y Sra. Smith” (2005) o "Se Busca" (2008) por dar un ejemplo. Pero nada más alejado de eso es este trabajo con Eastwood, que la puso a trabajar en serio y con mucho apoyo, donde no tiene cabida sus ya características miradas sensuales y apretones de labios que la han hecho famosa. En esta película vemos a una Jolie esforzada y logra convencer en todo el metraje. Paralelamente se teje una trama relacionada con un asesino en serie que descuartiza niños y entre ellos podría estar el pequeño hijo de la señora Collins, pero Eastwood filma sin caer en exageraciones, con un ritmo pausado con el cual pocos se atreven a utilizar, mostrando injusticias basadas en los miedos internos como lo son la pérdida de los hijos y sobre todo en una familia incompleta que tendrá que acudir a la buena voluntad de la gente para salir adelante, pero lo más sorprendente de “El Sustituto”, más allá de la soberbia interpretación de una Jolie que contagia su dolor, es el retrato que el realizador dibuja de un momento en el que los Estados Unidos suponía alcanzar la cima del poderío mundial, pero en realidad estaban podridos desde sus raíces, con un grave atraso (en cierta manera, mantenido hoy) sumergidos en la indiferencia a los derechos civiles de sus ciudadanos y una alarmante falta de honestidad por parte de quienes debían vigilar por el buen cumplimiento de su tan idealmente cacareada democracia. Transitamos junto a una mujer hundida a través de un camino desolador que refleja la solidaridad del pueblo y la incompetencia de los mandos, honrosa excepción hecha del reverendo Gustav Briegleb, azote de los cuerpos de seguridad y de su pasividad ante el dolor de quienes a ellos confían su protección. Es un mundo gris, oscuro, falto de esperanza, un ambiente cercano al que respiramos hoy en día pero que podemos asimilar ensimismados gracias a una pureza técnica y una fluidez narrativa a todas luces sobresalientes. Eastwood nos lleva de un lado a otro de la investigación, inserta retazos de lo que realmente ha sucedido ofreciéndonos una verdad aún oculta a la dama que ejerce de potente centro de la historia; descubrimos qué sucedió, y eso hace más tormentosos los acontecimientos que llevan a averiguar la verdad.



Los andamiajes de “El Sustituto” son transparentes. Hay personajes que siguen un modelo fabulesco donde hay malos y buenos de una pieza, arquetipos que se mueven en el relato para cumplir una función específica caso del jefe de policía Davis (Colm Feore), el reverendo Gustav Briegleb o el doctor Montgomery (John Harrington Bland). Otros, los más interesantes, poseen dobleces pero no dejan de mostrarse de manera clara tal como (no) son desde un principio: el asesino Gordon Northcott (Jason Butler Harner), el joven Arthur Hutchins (Devon Conti) que se hace pasar por Walter, el capitán Jones (Jeffrey Donovan), el detective Ybarra (Michael Kelly), el joven Sanford Clark (Eddie Alderson) y la propia Christine son mostrados como auténticas personas con todas las implicaciones que la naturaleza de cada uno lleva consigo. Análogamente, la narrativa está desnuda de tropos, retruécanos o digresiones adoptando una linealidad predecible, trasladando la complejidad a otros campos. Las reacciones inminentes ante la desaparición de Walter, la reclusión de Christine en un centro de salud mental, la primera aparición del asesino o los flashbacks (los cuales tampoco rompen la linealidad apuntada) que rememoran diferentes episodios en la granja, este último son ejemplos significativos del funcionamiento narrativo de un filme provisto de un tono a media voz que rehúsa lo altisonante y se asocia con un minimalismo que tiene su correspondencia en unas imágenes límpidas. Estas se construyen sobre un aparato visual de alta densidad e intensidad el cual Clint Eastwood ha desarrollado y aprehendido a lo largo de su extensa trayectoria y que en los últimos años parece que esté en continúa fase de depuración, que tiene una de sus claves recientes en “Poder Absoluto” (1997), película reveladora por cuanto se sitúa, como en cierto modo “El Sustituto” e incluso “Golpes del Destino”, en un lugar inclasificable entre lo aparentemente convencional (de sus engranajes narrativos) y la profundidad de su discurso (cinematográfico y vital). “El Sustituto”, por tanto, conmueve por la atención que pone en sus detalles, por la buena utilización de el espacio fílmico y por la sinceridad de su mirada.



El desamparo y la impotencia de no poder hacer nada contra los poderes establecidos están patentes en la cinta donde su protagonista lucho en tiempos donde nadie se atrevía a desafiar a la autoridad, menos una mujer. La cinta cuenta con destacada y delicada ambientación de época realizada con un gusto exquisito, sin sobresaltos, bien en todos los frentes no cayendo en exageraciones que eran tentaciones para cualquier otro director con menos oficio. La película insinúa mucho dejándole tarea para que el espectador resuelva ciertos asuntos involucrándolo en todo momento. Eastwood aparte de dirigir compuso la banda sonora que es exquisita. Otro acierto es el reparto sin estrellas como el policía, el abogado que defiende y las enfermeras del manicomio que logran una tremenda credibilidad con sus intervenciones en una película digna de ser escuela para muchos directores. El peso de la experiencia es aquí aplastante, irrevocable, y apenas deja escapar un solo atisbo de imperfección, ni siquiera en los aspectos técnicos que disfrutan de una excelsa fotografía de Tom Stern. Se trata de una excepcional cinta que junta todos los requisitos para ser denominada como una de las cumbres de la filmografía de su autor. Y cuando ese autor es Clint Eastwood, hablamos de una película candidata a convertirse en clásico instantáneo, un título imprescindible no del año que se filmo, sino de toda una década en la que el director ya nos ha deparado unas cuantas obras maestras. Maravillosa en todos sus aspectos, sorprendentemente fácil de absorber (hablamos de un metraje que supera ampliamente las dos horas), sensible, brutal y maravillosamente humana, envuelto en una envoltura simple pero delicada, además es un puñetazo a una sociedad prepotente cuyos líderes prefieren ignorar sus limitaciones a renunciar a un pedazo de gloria mediática. En ocasiones cuesta creer lo que se ve, pero merece la pena abrirse a este regalo de un cineasta irrepetible. Porque es él quien levanta con soberana profesionalidad un relato que, en manos de otro, pudiera haber quedado a medio camino. La realidad supera la ficción, dicen, y este es uno de los mejores ejemplos.



"Emocionalmente poderosa y con un estilo realizado con mano firme"

martes, 29 de noviembre de 2011

Sword of the Stranger

Director: Masahiro Ando
Año: 2007 País: Japón Género: Animación Puntaje: 08/10
Productora: Estudio Bones



Japón medieval en pleno reinado de la dinastía Sengoku, un samurái llamado Nanashi, que significa "sin nombre", salva a un niño llamado Kotarou y a su perro Tobimaru en un templo abandonado, Kotarou no tiene familia y es perseguido por una misteriosa organización militar de China, por lo que el niño contrata a Nanashi como guardaespaldas, el samurái ha abandonado su nombre junto a su pasado, ha "sellado" su espada debido a un suceso pasado que lo atormenta en forma de pesadillas. El encargado de perseguir a Kotarou es un hombre llamado Rarou, que pertenece a la organización de origen chino y que esta bajo las ordenes de un anciano llamado Byakuran, aunque, a diferencia de sus compañeros, Rarou no posee un concepto de "Rey", solo busca luchar contra el más fuerte. Una de las aportaciones más notables de la épica japonesa al cine contemporáneo es probablemente la figura del samurái, popularizado en occidente a través de el manga y el anime, el samurái descasta por representar un feroz individualismo frente a las estrictas normas sociales que regían las acciones del guerrero, una estampa que casi podríamos calificar de romántica. Algo de esa nostalgia hay en el primer largometraje del animador Masahiro Ando y el Estudio Bones, creador de la popular serie “Fullmetal Alchemist” (2003), “Sword of the Stranger” es una dicotomía a la modernidad y a la tradición, que parece haberse trasladado también al apartado técnico, sin obviar que los estudios japoneses son únicos a la hora de mezclar animación tradicional con CGI. En este sentido, la productora animada que la produce ofrece en su primera película autónoma una realización notable.



La primera toma de contacto es engañosa. Apenas la de una de tantas películas ambientadas en el Japón feudal consistentes en dos talentos destinados inequívocamente a enfrentarse en una épica batalla final, en la que median multitud de peleas de mayor o menor cuantía o importancia que suceden hasta la finalización de su metraje. Sin embargo, lenta pero inexorablemente, “Sword of the Stranger” avanza poco después hacia unos extremos que van mucho más allá de la simple lid entre dos portentos de la esgrima. La cinta es toda una reivindicación de la superioridad militar y combativa del Imperio del Sol Naciente en mitad del consabido y tradicional duelo mantenido entre China y Japón por la hegemonía de Asia, que mantenían dos planteamientos tan diferentes como contrapuestos en aquella era: la primera con numerosos avances científicos y una diplomacia de cuya importancia han quedado pocos lugares a la duda y la segunda anclada en un agobiante feudalismo y un férreo cerco a las influencias extranjeras que sólo se levantará en plena era Meiji, durante la segunda mitad del siglo XIX. En cuanto lo personajes podemos aclarar que Kotarou es un niño que debe aprender a valerse por si mismo de un momento a otro. Al momento de conocer a Nanashi, hace todo lo posible por demostrar que es una persona totalmente autosuficiente. A medida que avanza el metraje, el espectador se entera de la historia del pequeño y ve como este evoluciona bajo el cuidado de Nanashi. El samurái por su parte, también evoluciona durante el transcurso de la película; en un principio se muestra como un hombre más bien egoísta cuyo pasado no está demasiado claro. En el último tramo de la cinta se explica el porqué del errático comportamiento de Nanashi, al mismo tiempo que se ven los frutos de su relación de amistad con Kotarou. Ambos son personajes con carencias a nivel emocional, por lo que el lazo que los une se asemeja al existente entre un padre y un hijo.


En relación a la época exacta en la que se desarrollan los hechos, estamos en plena era Sengoku (1467 hasta 1568), un periodo histórico caracterizado por las tensas relaciones entre ambas potencias merced a los estragos de los wako (piratas japoneses) en las costas dominadas por los Ming, que llevaron a éstos a prohibir hasta en dos ocasiones el comercio con sus tradicionales enemigos nipones. Ante esta situación, no cabe sino decir que de la primera a la última muerte que podemos contemplar está claramente destinada a ilustrar la hegemonía de los guerreros nipones frente a sus adversarios Ming que inicialmente miran con desprecio el territorio que invaden, aunque finalmente no les queda sino reconocer el valor y el coraje de los samuráis y sus peculiares costumbres y formas de concebir el combate. Este enfrentamiento puede apreciarse incluso en las armas, entre las cuales cabe destacar la katana permanentemente enfundada de Nanashi. Todas esas pinceladas no sirven, sin embargo, para explicar ciertos detalles que, si bien podrían constituir ciertas licencias narrativas, no dejan de ser chocantes. En cuanto a los villanos de turno, todos están motivados por sus ambiciones personales; algunos desean eliminar el dominio Ming en la zona, otros la vida eterna, o algunos como Rarou, el villano principal de la cinta, solo desean encontrar un rival a su altura. La verdad es que no se da mucha información con respecto a los habilidosos soldados Ming, ni como Rarou terminó trabajando para el Emperador Chino. Lo que si llama la atención es que tanto Rarou como Nanashi son extranjeros. Esto se suma al cuidado que puso el director al momento de diferenciar la cultura china de la japonesa (de hecho el filme está hablado en japonés y chino mandarín). Estos detalles probablemente responden al deseo del director de construir una historia que rompiera las barreras del lenguaje, y que fuera atractiva tanto local como internacionalmente. Al mismo tiempo, el director prefiere entregar una mirada imparcial del conflicto entre ambas naciones, retratando a los chinos como hombres obsesionados con la ciencia y la espiritualidad al servicio de sus gobernantes, y a los señores feudales japoneses como hombres ambiciosos cuyo único interés es el dinero y el poder.



Reflexiones históricas al margen, nos encontramos sin duda ante toda una demostración de buen hacer por parte del Estudio Bones; diseños planos y sobrios pero contundentes y llamativos fondos llenos de acetatos en sus colores; planos efectistas y luchas rápidas y emocionantes. El apartado técnico es sobresaliente y en todo momento consigue envolver al espectador en un ambiente bélico muy pocas veces visto en unos años en los que las curvas de Haruhi Suzumiya y que decir de la banda sonora que la acompaña, que generalmente esta constituida por melodías que van acorde a cada escena del filme. Su animación es soberbia, movimientos cuidados y fluidos sin exagerar, siempre apuntando a la mayor expresividad de los personajes, cada personaje deja al descubierto de forma concreta su propia personalidad en su aspecto visual. Sabemos cual es el tipo duro, cual es el personaje desinteresado, se puede decir que se nota algo cliché en algunos personajes, pero no se dejen engañar, mas de una vuelta de tuerca siempre encontraremos algo más detrás de la visual de los personajes, un ejemplo claro, Nanashi, nuestro protagonista, como dije anteriormente los fondos son soberbios, magníficamente detallados y cuidados ayudan a una composición equilibrada de las escenas, sin sobresalir sobre los personajes, pero aun así si se les presta atención uno queda absorto por tremendo detalle y cuidado. En conjunto, la obra es toda una experiencia visual, podemos ver el sello del estudio de animación por todos lados en este aspecto, ya que el estudio a demostrado ser muy cuidadoso en los aspectos gráficos de sus obras, ya sea dando atmósferas originales y cuidadas, así como momentos de animación únicos desde tremenda acción hasta momentos típicos, y todo esto esta multiplicado por demasía en esta producción. En cuanto a su desarrollo, el guión sigue un desarrollo perfecto y equilibrado. Los personajes están perfectamente presentados, su personalidad es desde un principio atractiva y evolucionan de forma creíble en cuanto a su relación, sin que en ningún momento se levante esa constante aura de misterio que envuelve por ejemplo la historia de Nanashi o el origen incierto de Kotarou.



Los combates en “Sword of the Stranger” son simplemente espectaculares, cuidados hasta el extremo en materia de realismo y detalles. Aquí no vas a ver escenas típicas de anime de tipos superfuertes o con extraños poderes, y un festival de espectacularidad en cuanto a lo extremo de las peleas…bueno, vas a ver un festival de espectacularidad en cuanto a lo extremo de las peleas, pero de una forma demasiado excelente. Las peleas están coordinadas de tal forma que se deja entrever una coreografía posiblemente realizable por personas, no exagera en cuanto a potencia o habilidad, sino que se tiene muy en cuenta el limite que puede tener un humano, por otro lado los detalles en cuanto a técnica de combate están pulidos al limite, golpes, poses, avances, bloqueos, todo esta embebido por un cuidado de lo realista que es muy fuerte. Se nota el estudio detallado sobre movimientos y artes marciales para lograr coreografías perfectas a la hora del combate, sorprender al espectador por lo espectacular de las mimas, y no buscar la exageración para lograr una buena impresión. No puedo, sin embargo, obviar una evidencia como es la de la extrema crudeza de muchas de sus escenas. En este último caso, las mutilaciones y la generosidad a la hora de mostrar sus estragos en las carnes serán constantes. En cierto modo confieso que alguna de sus escenas se vuelve particularmente desagradable debido a la constante presencia de sangre y miembros amputados que inundan el paisaje. A ello hay que añadirle las escenas de torturas que, si bien no son demasiadas, no hacen sino agravar esta circunstancia de cara a las mentes más sensibles. En otras palabras, estamos ante una película destinada exclusivamente a un público adulto es difícil que a estas alturas una cinta de este tipo presente una propuesta por completo original. “Sword of the Stranger” está fuertemente influencia por el cine de samuráis de Akira Kurosawa, aunque si presenta un ritmo narrativo y una estructura más propia del cine hollywoodense. La historia se desarrolla de manera bastante lineal, evitando caer en complicaciones innecesarias, lo que ayuda a que la cinta no se vuelva en ningún momento tediosa.



El director se preocupa de mantener ocultas las razones por las cuales los Ming están persiguiendo a Kotarou, siendo este el misterio principal que presenta el filme. Más allá de esto, “Sword of the Stranger” no presenta grandes sorpresas, lo que no influye mayormente en el resultado final de la cinta. Terminado de ver esta obra, un filme poco conocido, pero del que no desmerece nada si lo comparo con los grandes clásicos del anime, aunque es en su tramo final donde todas esas emociones fluyen y se conjugan para ofrecer uno de los finales más espectaculares y violentos del cine en los últimos años. La sangre estalla y cubre de golpe, todas las escenas de peleas, en una espiral de violencia que se acrecienta a cada minuto del filme, una violencia cruel, indigna e inmoral, las escenas donde la muerte se hace la dueña, son grotescas (muchas de ellas) y sin ningún pudor ni censura. Es un filme que combina sabiamente el cine de samuráis, el cine de aventuras, el de acción y con un elemento fantástico. Peso a esto último, conviene recordar que vivimos en una época en la que todo se resuelve con una protagonista sensual, unos temas pegadizos para los openings y los endings y una avalancha de merchandising en forma de posters, videojuegos, figuritas, etc. En medio de tanta mediocridad, siempre es bueno que de vez en cuando salga un producto que mantiene una cierta dignidad argumentativa…algo que todavía permita afirmar que en Japón se hace anime y no meras extensiones animadas de campañas publicitarias. En definitiva es unna película entretenida, emocionante y cautivadora que, pese a ciertos detalles de dudoso gusto, no cabe sino aplaudir como una de las mejores películas de los últimos años en la animación japonesa. Con su opera prima Masahiro Ando deja patente un profundo amor no solo por el dibujo animado, sino también por un género cinematográfico más referenciado que practicado en los tiempos que corren. Al igual que le ha sucedido a muchos westerns modernos, su cinta que va a medio camino entre la visceralidad y el homenaje no termina de encontrar su lugar, pero la espectacularidad técnica y los recursos artísticos de que se vale dan como resultado un notable anime.



"Una buena animación, argumento y desenlace"

miércoles, 16 de noviembre de 2011

¡Agáchate Tonto!

Director: Sergio Leone
Año: 1971 País: Italia/EE.UU. Género: Western Puntaje: 08/10
Interpretes: Rod Steiger, James Coburn, Romolo Valli, Maria Monti, Rik Battaglia, Franco Graziosi, Antoine Saint-John y David Warbeck



Juan Miranda (Rod Steiger), un vulgar ladrón mexicano, y John Mallory (James Coburn), irlandés veterano del IRA y experto en explosivos, se conocen en México, y planean trabajar juntos robando bancos, o al menos eso es lo que cree Miranda. Un día dinamitan lo que Miranda creía que era un banco local, y que resulta ser una prisión para revolucionarios, Mallory ya lo sabía, pues es uno de los activistas en pro de la Revolución Mexicana. La explosión libera a un sinnúmero de rebeldes que estaban presos y ambos se convierten en héroes de dicha revolución, poco tiempo después, las tropas del gobierno, comandadas por el Coronel Gutiérrez (Antoine Saint-John), comienzan a seguirles los pasos. Sergio Leone llegó desde Italia para cambiar el western y de paso los códigos clásicos del cine hollywoodiense en general con la desmitificación por la bandera. Es el fin de los cowboys de rectitud moral, modales impecables y apariencia inmaculada para dejar paso a antihéroes sucios, malhablados y descreídos que dan bandazos dentro de un mundo confuso y violento, con recursos formales y anticipados, que muchas veces bordean el exceso y que dejaran notable huella en la cinematografía posterior. Y todo ello acompañado en la parte musical por el complemento perfecto de ese cine innovador: las partituras de Ennio Morricone, que también puede que muchas veces reñidas con el buen gusto, pero nadie puede negar que son novedosas e inimitables. Sergio Leone fue todo un visionario del séptimo arte. Amado y odiado a partes iguales, su estilo de hacer cine no dejó a nadie indiferente. Para los clasicistas se trataba de un bastardo de las catacumbas de la Serie B, mientras que para la nueva generación era un genio de los pies a la cabeza que había llegado más alto que John Ford. Podemos compararlo como el Quentin Tarantino del cine sesentero, para entender su importancia y su imagen en la historia del cine moderno.



Cada vez que se da una lista de las obras maestras de Sergio Leone, se suele dejar fuera a “¡Agáchate Tonto!”, y aún no encuentro el por qué. Se reconocen siempre los méritos de “La Trilogía del Dólar", cuando “¡Agáchate Tonto!” es también parte de una segunda trilogía que esta conformada por “Érase Una Vez en el Oeste” (1968) y “Érase Una Vez en América” (1984), digo esto más que nada porque es una película ambigua, extraña y ni siquiera se puede calificar como una película de género, porque tiene lugar durante la Revolución Mexicana. También probablemente su infravaloración se deba a la existencia de varias versiones de la película, con diferentes títulos, y cada una con omisiones que impiden entender la historia. Sin duda el gran tema del filme es la revolución y esto se puede ver en la mejor escena de la película, tanto técnicamente como en el modo fiero en que Leone retrata a las altas esferas del poder. El director nos muestra a la clase alta como una caterva de sepulcros blanqueados, que esconden el miedo al populacho, la hipocresía religiosa y moral. La dama de alta sociedad critica aquello que en el fondo parece desear, y su marido pierde su altanería a la vista del primer cañón. Justo antes de que Leone nos presente al irlandés John, el director nos ha colocado directamente ante la lucha de clases, el germen de la revolución. El rebaño está dirigido por unas esferas corruptas y anquilosadas y adaptadas a un sistema injusto y atroz. En el fondo los ricos saben esta gran verdad. Por eso temen al pueblo, a la revolución, a Emiliano Zapata y a Pancho Villa. Por eso se aferran al poder, y responden al levantamiento con brutalidad. En definitiva, el ocaso de la dictadura mexicana que muestra Leone tiene reminiscencias del ocaso de Benito Mussolini. Del mismo modo, la relación entre Juan y el dinamitero John es totalmente quijotesca. Tras un pequeño intercambio de balas y dinamita, los dos parten hacia Mesa Verde, el sueño dorado de Juan, Mesa Verde es el lugar donde hay un banco repleto de oro, un banco donde el padre de Juan fue apresado en un intento frustrado de atraco. Por eso Juan ve en John el vehículo perfecto para lograr su objetivo.



“¡Agáchate Tonto!” se inicia muy al estilo Leone, con un primer plano de una meada sobre una colonia de hormigas. ¿Una metáfora de la opresión de los poderosos, o simplemente la forma ideal de presentar al sucio e inmoral Juan Miranda? La lucha de clases pronto quedará todavía más patente cuando Miranda se suba como pasajero a una diligencia de lujo. Descalzo, sucio y maloliente, Miranda contrasta claramente con el resto de pasajeros, un puñado representativo de las altas esferas: empresarios, políticos, la Iglesia. Los pasajeros debaten sobre la condición de los pobres y los desheredados. De planos medios pasamos a primeros planos de los rostros. La gente bien debate, opina, despreciando a las clases bajas. Un silencioso Juan se convierte en convidado de piedra a un diálogo de ricachones. Juan se convierte pronto en el bufón, en la prueba científica de los argumentos. No sabemos todavía si es un simple o se esconde tras la piel de cordero. Los planos cada vez son más cortos. La cámara se centra en las miradas, las bocas. Unas bocas que vomitan palabras vacías, reflexiones heredadas como si fueran latifundios, mientras engullen comida sin parar. Un empresario norteamericano clama contra los negros. Otro ricachón se burla de Juan. Su mujer se escandaliza pensando en cómo las familias pobres fornican en las noches con otros familiares y ovejas, en unas oscuras orgías incestuosas. El cura trata de mostrarse comprensivo, más por su condición que por su verdadera naturaleza. Tras sus palabras se esconde la vieja hipocresía eclesiástica. Si los personajes de Leone eran ambiguos, aquí tenemos a dos tipos quienes resulta algo difícil calificar de héroes. Miranda es un cobarde que sólo piensa en su propio provecho, que ignora que en su país está en medio de una revolución, mientras que Mallory es un fugitivo que ha acabado en una revolución distinta a la suya. Ninguno de los dos me resultó particularmente simpático, pero a medida que la película nos deja conocer a los personajes más, conseguí entenderles, sin que realmente se rediman.



Leone propuso tener a Jason Robards y Eli Wallach como protagonistas, pero la United Artists quería nombres grandes. Se habló también de incluir a Malcom McDowell y Clint Eastwood en el proyecto. El director se reunió también con Sam Peckinpah para qué dirigiera el filme, pero el norteamericano se echó atrás, finalmente el propio Leone se sentó tras las cámaras, lo cual no era de extrañar, pues al fin y al cabo había estado implicado en el desarrollo del guión y del proyecto desde el principio. Para interpretar al ladrón mexicano Juan Miranda (papel que Leone había querido para Wallach) el estudio propuso a Rod Steiger, a quien Leone le dio el visto bueno. Difícilmente podía pasar por mexicano, pero desde luego era un buen actor. Para interpretar al ex-miembro del IRA John Mallory, Leone contactó una vez más a James Coburn, con quien había querido trabajar desde los días de “Por Un Puñado de Dólares” (1964). Coburn tuvo sus dudas, pero tras pedir consejo a Henry Fonda, acabó aceptando. Pero hay que acotar que la película nos cuenta la historia paralela a lo que describe Miranda: los intelectuales (como Mallory o el doctor Viega) aunque ciertamente la organizan y facilitan, la revolución en realidad no es una lucha de ideales, sino una serie de luchas individuales, con motivaciones personales. Miranda es un héroe por accidente, sus "hazañas" son actos egoístas que da la casualidad que benefician a la revolución de Emiliano Zapata. La revolución también es una serie de desigualdades: en los enfrentamientos no vemos ninguna batalla, sino un bando masacrando al otro, que apenas tiene oportunidad para la defensa. La andadura de nuestros personajes tiene lugar en medio de la convulsión de la revolución, una revolución que importa poco a Miranda, y que conmueve (aunque no lo parezca) a un John que ya vivió la suya en Irlanda. Pero al igual que el escudero Sancho, Juan se verá influenciado y subyugado por el ideario de John y por las circunstancias. Y donde digo circunstancias quiero decir represión brutal del Estado. Una represión que viene, de nuevo, de lo contemporáneo, de la propia vida de Leone; no es difícil, al ver ciertas escenas, cambiar México por el gueto de Varsovia en el 44. La tropa de élite prusiana en el filme no es casual.



Probablemente esta película, que podría haber acabado en un fracaso absoluto en manos de otro director, se salva porque detrás de la cámara se encuentra un genio como Sergio Leone que consigue, en medio del batiburrillo en el que a menudo amenaza con convertirse "¡Agáchate Tonto!" da bastantes muestras de su talento y de su don único para hacer cine. De este modo, el director consigue al menos ofrecer al espectador cuatro o cinco momentos a la altura del resto de su filmografía. Sólo por esos momentos merece la pena ver la película. Los flashbacks en los que John, se dedica a rememorar su pasado en Irlanda me recuerdan, en su aire nostálgico y melancólico, a la posterior "Érase Una Vez en América". La cinta posee la clásica estética feista del realizador romano, donde el humor siempre está presente, donde la fuerza de las imágenes deja escenas muy buenas, con un fluido ritmo que hace que no llegues a aburrirte en su extenso metraje, donde la misoginia es notoria, ejemplo la sucia violación, consentida del principio, y donde la música es un guionista capaz de rellenar silencios de modo portentoso, el genial Ennio Morricone deja un trabajo colosal, es de las que se te quedará para siempre, es un majestuoso catalizador de emociones, capaz de dibujar el clima tragicómico del relato, hermosísima, Leone tenía en Morricone el mejor de sus colaboradores. Lo más fascinante de "¡Agáchate Tonto!" es su interpretación de lo que es una revolución, así lo denota un dialogo de la cinta: “La revolución, la revolución. Yo sé muy bien cómo empieza. Llega un tío que sabe leer libros, y va donde están los que no saben leer libros, que son los pobres, y les dice ¡Ha llegado el momento de cambiar todo, aquí va haber un cambio! Y los pobres van y hacen el cambio. Luego, los más vivos, los que leen libros se sientan alrededor de una mesa, y hablan y comen, hablan, hablan y comen, y mientras ¿qué fue de los pobres diablos? Todos muertos”.



De todos los filmes que rodara Leone desde su primer western “¡Agáchate Tonto!” es seguramente el más olvidado de todos. Cuando hablamos de Sergio Leone siempre acudimos a sus primeros trabajos, a “Érase Una Vez en América” o nos acercamos hasta “Érase Una Vez en el Oeste”. Quizás sea porque la película no era tan grandilocuente como sus filmes anteriores, o porque no era el western que el público pueda esperar, o tal vez porque falló en los Estados Unidos. Pero "¡Agáchate Tonto!" tiene, al fin y al cabo, el pulso de Leone: sus escenas de fuerte contenido visual y su humor escatológico, sus personajes de doble lectura y doble moral, flashbacks recurrentes (inspirados en esta ocasión en la obra de John Ford), la violencia y el sexo sucio y rápido, su pesimismo misántropo y los originales planos con curiosos movimientos de los actores y divertidas sorpresas (véase, la escena del vagón de tren). Todo lo que hizo grande a Leone y nos entusiasma a sus fans está ahí, pero quizás de modo más disperso, o tal vez de modo más indirecto. "¡Agáchate Tonto!" no es una obra menor, pero sí una obra diferente, cuya historia de hombres poco heroicos (no sólo en el sentido normal del término, sino también en el sentido del antihéroe del cine leoniano) tal vez no sea un directo en la cara como sus tres primeros westerns, o un potente y bello crochet en la mandíbula, o un ciclópeo mafioso. De hecho, al final la historia acaba siendo una especie de fábula sobre la cara y la cruz de la revolución y de los ideales. Además, un montaje no muy afortunado fomenta esta sensación de encontrarnos ante una historia desbalanceada. En este último western, Leone da rienda suelta a todos los vicios y virtudes que le caracterizan, empezando con un inicio un tanto dubitativo y pasado de tuerca que se sostiene por el gran duelo interpretativo de los protagonistas: un torrencial Rod Steiger y el siempre efectivo James Coburn, pero la función mejora y se compensa progresivamente a lo largo del metraje, más centrada en el conflicto bélico en el que los protagonistas se ven inmersos convirtiéndola en una gran cinta; con todo lo que eso supone hay que verla. Si eres fan de Sergio Leone y no la has visto, ¿a qué esperas?



“Opulento y ambicioso western del maestro”

domingo, 6 de noviembre de 2011

Cartas desde Iwo Jima

Director: Clint Eastwood
Año: 2006 País: EE.UU./Japón Género: Bélico/Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Ken Watanabe, Kazunari Ninomiya, Tsuyoshi Ihara, Ryo Kase, Shido Nakamura, Hiroshi Watanabe, Yuki Matsuzaki y Takumi Bando



En los inicios de 1945, los ejércitos norteamericano y japonés se vieron las caras en Iwo Jima. Décadas después, varios cientos de cartas son desenterradas del suelo de esa inhóspita isla, las cartas ponen cara y voz a los hombres que allí lucharon, era una época en que los soldados japoneses eran enviados a Iwo Jima sabiendo que, con toda probabilidad, ya no regresarían. Al mando de la defensa se encontraba el extraordinario general Tadamichi Kuribayashi (Ken Watanabe), cuyos viajes a Norteamérica le han revelado la naturaleza inútil de la guerra, pero también le han proporcionado un conocimiento estratégico sobre cómo hacer frente a la imponente armada norteamericana que se aproximaba por el Pacífico. Sin más defensa que la pura voluntad y las rocas volcánicas de la propia isla, la táctica sin precedentes del general Kuribayashi transformó lo que se preveía como una derrota rápida y sangrienta, en casi 40 días de combate heroico e ingenioso. A Clint Eastwood no le bastaba con brindarnos la magnífica “La Conquista del Honor” (2006) para retratar la contienda de Iwo Jima, en plena postproducción de aquélla se le ocurrió la idea de contar la misma historia desde el punto de vista japonés, logrando con ello tener un más amplio campo de visión sobre los horrores de la guerra en general, y no ofrecernos únicamente el lado americano, algo a lo que estamos ya demasiado acostumbrados. Y que conste que el primer filme es totalmente antiamericano, ya que Eastwood, una vez más, retrata lo que le parece repulsivo de una contienda y sus consecuencias, aunque para ello tenga que criticar a su propio país. “Cartas desde Iwo Jima” es la otra cara de la moneda, y la que ha salido ganando a “La Conquista del Honor”, dada la escasa repercusión que ha tenido, además la apuesta es arriesgada en todos los aspectos, ya que el filme de Eastwood es una obra atípica mire por donde se mire, totalmente a contracorriente, sin la más mínima concesión al público, acostumbrado a otro tipo de cine, salvo en Japón, claro, donde la película se ha saldado como un estruendoso éxito comercial.


En los últimos dos decenios, Clint Eastwood ha transformado la tarea de cineasta en un oficio de compromiso moral, en el que siempre desde una mirada conservadora, ha analizado las grietas del sistema estadounidense, de la forma en que ha escrito su historia a conveniencia. Al igual que en “Los Imperdonables” (1992), en donde la heroicidad era un mito, es decir, algo creado a posteriori, en el díptico dedicado a la batalla de Iwo Jima, Clint Eastwood opera de igual forma, con la idea de denotar que en una guerra hay dos bandos con razones diferentes, pero éstas no son la clave, el sentido se encuentra en que en ambos bandos hay seres humanos que, muchas veces por azares de la vida, se han visto en un conflicto que poco les podía importar. Hay que señalar que en esta aventura de desmitificar una historia escrita por los vencedores, Clint Eastwood la aborda con valentía tomando un episodio de la Segunda Guerra Mundial (de una guerra victoriosa para Estados Unidos) y no, por ejemplo, de la guerra de Vietnam, acto que hubiera sido mucho más simple. A su edad y sabedor de que cada película que filma ha de tener un valor en sí misma, Clint Eastwood rueda “La Conquista del Honor” para desmitificar la gloria de una batalla ganada y “Cartas desde Iwo Jima” para humanizar una batalla cruenta, para hacer notar, en tiempos en que la violencia parece ciega, no es solo acabar con un pasado sino con potencial futuro de la persona fallecida. Además “Cartas desde Iwo Jima” es intimista, llena de diálogos casi eternos, en escenas casi minimalistas protagonizadas simplemente por dos soldados. El filme es enormemente contemplativo, haciendo hincapié en dichas conversaciones, que son las que nos hacen ir conociendo mucho más a los personajes. Y por supuesto están las famosas cartas, que los soldados van escribiendo cuando tienen tiempo, y que casi siempre van destinadas o a sus parejas o a sus familias más cercanas. Única y exclusivamente es el espectador el testigo de lo que ponen esas cartas, un acierto por parte de Eastwood y su guionista, la japonesa Iris Yamashita, que logra un guión mucho más completo que el de “La Conquista del Honor” en lo que a las relaciones de los soldados se refiere, funcionando mucho mejor en algunos aspectos, como por ejemplo, los flashbacks.



Además, Clint Eastwood huye de los referentes temporales más cercanos como “Rescatando al Soldado Ryan” (1998) o “La Delgada Línea Roja” (1998), para construir su díptico mediante la asunción de unos códigos genéricos definidos, en este sentido “Cartas desde Iwo Jima” opera como la otra cara de “Arenas Sangrientas” (1949) y se aleja del horror impostado de “Rescatando al Soldado Ryan” (no hay más que señalar que Eastwood comienza “La Conquista del Honor” de forma parecida a la película de Spielberg, pero nunca realizaría una trampa como la que ejerce Spielberg cuando engaña al espectador con el punto de vista de “Rescatando al Soldado Ryan”, haciendo balancear el tono de la película entre la memoria, el recuerdo de unos hechos vividos, que configurarían la primera persona, la mirada subjetiva, y la historia mostrada, equivalente a la tercera persona), y huye de la búsqueda del paraíso terrenal, que no existe para Eastwood, en islas vírgenes en el que se adentra Terrence Malick en la estupenda “La Delgada Línea Roja”. Dos razones hicieron de la isla de Iwo Jima un eje clave de la contienda bélica. La primera razón, estratégica, era la necesidad de Estados Unidos de poseer un lugar cercano a Japón en donde su aviación pudiera aterrizar y repostar. Iwo Jima tenía dos aeródromos y una instalación de radar, cuya destrucción facilitaría el bombardeo de Japón. La segunda razón, de carácter ideológico, era el hecho de que apoderarse de Iwo Jima era conquistar una parte de Japón, con el consiguiente efecto desmoralizador hacia sus enemigos nipones. Hacer una película de guerra para demostrar su absoluta falta de sentido acarrea dos problemas esenciales, cinematográficamente hablando. El primero tiene que ver con la carencia de originalidad y sorpresa: ya hay mucho trabajo realizado sobre este asunto. El segundo, más indirecto, tiene que ver con un estado actual del mundo, porque evidentemente no bastan los numerosos llamados y campañas en contra de las guerras para que éstas dejen de existir como una alternativa posible de resolución de un conflicto entre países, civilizaciones o seres humanos. El hombre evidentemente no aprende y una película, una sola mirada, no es herramienta suficiente. Probablemente esto haya influido en Clint Eastwood a la hora de decidirse a realizar dos largometrajes y dos miradas sobre una misma batalla, es allí donde tiene ya algunos puntos ganados.



Sólo en cierto momento, Eastwood cede el testigo a sus personajes, en cuanto a la lectura de una carta se refiere. Sin desvelar nada, es uno de los momentos más bellos del filme, tan inesperado como lógico, y en el que una vez más queda clara la admiración de Eastwood hacia el western. Y ahora que hablo de western, aprovecho para decir que sorprendentemente, “Cartas desde Iwo Jima” parece un western en toda regla. Esos personajes solitarios, alejados de su hogar, mordiendo el polvo en algunos casos, remiten constantemente hacia las claves del género y su romanticismo. Así pues, podríamos decir lo mismo de su actor principal, un inmenso Ken Watanabe, que proporciona simple y llanamente una de las mejores interpretaciones del año, que injustamente no ha sido valorada por los críticos. Watanabe se convierte en el alter ego de Eastwood, de la misma manera que los actores que protagonizan las películas de Woody Allen cuando éste sólo las dirige. Su personaje está lleno de humanidad y misterio, y logra algo que no lograba “La Conquista del Honor”, que el espectador empatice enseguida con el protagonista. Y por supuesto, en los momentos finales, Eastwood lo reviste con ese tenebrismo tan personal de sus obras, marca casi obligada de la casa. Esa es otra de las diferencias de este filme con su versión americana. El hecho de que estos personajes nos llenen más, y conectemos más con ellos, hacen que mostremos más interés por ellos y sus respectivas historias. Incluso podemos decir que algunos sobresalen por encima del resto, como por ejemplo le ocurre al personaje llamado Saigo, al que da vida un joven Kazunari Ninomiya, y que está sencillamente espléndido, sirviendo de nexo de unión entre los demás personajes, incluido el de Watanabe. Ninomiya protagoniza uno de los momentos más emotivos del filme, cerca del final, y uno de los pocos en los que suena la maravillosa música de Kyle Eastwood y Michael Stevens, que se acerca a lo compuesto por Clint Eastwood para algunas de sus películas, pero perfeccionándolo, y haciendo una banda sonora fácilmente recordable y llena de emoción. Eso sí, suena vigorosamente en contadas ocasiones, ya que la película procura en todo momento no caer en el sentimentalismo, aunque lo que nos está contando es terrible y emotivo. Pero es una emoción contenida, que te corta la respiración, y como sólo los grandes maestros saben mostrar.



“Cartas desde Iwo Jima” se revela como una apuesta personal de Clint Eastwood. Su audacia formal, rodada en tonos tan apagados que a veces parece que asistimos a una película en blanco y negro, en donde abunda la oscuridad, el hecho de que esté hablada en japonés, es una muestra de la posibilidad que ofrecía esta película al público estadounidense de mostrar la necesidad de enfrentarse con una realidad que no han querido analizar o desmitificar, y con un presente en el que su país, de forma arbitraria, invade países y encarcela e incomunica a centenares de prisioneros sin juicio alguno. Para el público japonés “Cartas desde Iwo Jima” es un acto de redención, pero Eastwood no escatima la crítica a una moral obsoleta, la que produce que muchos mueran en nombre del emperador y su divinidad y la obsolescencia de un sistema de valores jerárquico en donde no todas las vidas valen lo mismo. El momento en que un grupo de soldados japonenses decide, en una escena espeluznante, suicidarse haciendo explotar granadas junto a su cuerpo lo atestigua. Con tonos sombríos, y una creciente claustrofobia, asistimos a una batalla en donde el enemigo, ahora el bando aliado, no está representado, pero a la vez es algo más que un ente desconocido. Debido a la presencia japonesa, encerrados en un alambicado juego de túneles para no ser vistos y protegerse, estos túneles se manifiestan como la imposibilidad de mirar hacia afuera, debido a los continuos bombardeos que sufren, de saber en donde se encuentra el enemigo, y de que éste pueda aparecer por sorpresa. Eastwood se marca otro tanto en su carrera como realizador, componiendo la que probablemente sea la película más arriesgada de toda su filmografía. Primero por filmarla enteramente en japonés, segundo, por alejarse de toda forma convencional vista hasta ahora, y tercero por optar por un tratamiento seco y duro, que hará que muchos espectadores no logren entrar en la historia. Personalmente para mí es un completo acierto. Eastwood, una vez más, haciendo lo que le viene en gana, sin tener en cuenta al público. Y como siempre, con esa tranquilidad que le caracteriza, esta vez mucho más que en otras ocasiones, tomándose su tiempo para contar las cosas, y haciendo un análisis de lo que supone una Guerra, casi inédito. Las batallas, que hay bastantes a lo largo de la película, están mostradas con un realismo casi espeluznante, muy alejado de su obra anterior, y siendo prácticamente innovadoras. En ellas, salvo en contadas ocasiones, jamás vemos al bando contrario, ya que sólo intenta mostrar las consecuencias personales en el bando del que somos testigos de los hechos.



Todo el filme es lo mismo que hacía en “La conquista del Honor”, pero mucho más cruel, más directo, más terrible. Eastwood enlaza esas secuencias con las largas conversaciones entre los soldados, y los recuerdos de cada uno, sin que decaiga el interés ni un sólo instante. Para ello se vuelve más clásico que nunca, y esta vez no tendremos que compararlo con su admirado John Ford, pero sí podríamos quitar paralelismos con el cine de Yasujiro Ozu, uno de los grandes del cine japonés, y al que Eastwood se acerca irremediablemente en esta película. Es impresionante comprobar como un director tan americano como Eastwood, se vuelve totalmente oriental, y con sumo respeto y admiración, nos brinda un filme totalmente asiático en el concepto, pero con esos toques personales tan característicos de su cine. Sobre ese eje temático, “Cartas desde Iwo Jima” se desarrolla en una narración lineal, salvo unos breves flashbacks que recaen sobre el pasado de algunos de los protagonistas, que discurre con el clasicismo del denominado como el “último de los clásicos”, con una perturbadora claustrofobia que recuerda a las cintas bélicas de Anthony Mann, una seca violencia que entronca con Sam Fuller, la mirada intensa y equidistante de John Ford, la fuerza en la puesta en escena de las batallas provenientes de Akira Kurosawa, para acabar con la serenidad de Yasujiro Ozu. No hay en ella espacio para las florituras visuales, la cámara siempre está donde debe de estar para informar al espectador y no para engañarle o desorientarle, el montaje es preciso y minucioso, sin permitir florituras, los planos tienen esa duración determinada que nos permite ver y comprender el horror de lo que sucede ante nuestros ojos, y no como, muchas veces sucede, para que imaginemos pero no veamos, y así no reflexionemos sobre la crudeza de los hechos. Todo ello, para construir una película honesta, ejemplar, modélica, un ejemplo de entereza ética que impide cualquier maniqueísmo, cualquier escapatoria. “Cartas desde Iwo Jima” muestra como se puede convertir una película que no es más que la sucesión de acontecimientos de una larga y cruenta batalla, en una reflexión sobre lo absurdo de la mitificación de la palabra “patria” y “héroe”, y sobre la brutalidad de la guerra, de cualquier guerra. Una nueva gran obra en la carrera de un cineasta, capaz de renovarse a cada nuevo trabajo que hace.



"Apoteosis de emociones"

martes, 25 de octubre de 2011

El Aviador

Director: Martin Scorsese
Año: 2004 País: EE.UU. Género: Biopic/Drama Puntaje: 08/10
Interpretes: Leonardo DiCaprio, Cate Blanchett, Kate Beckinsale, Alec Baldwin, Alan Alda, Willem Dafoe, Jude Law, John C. Reilly, Gwen Stefani, Ian Holm, Brent Spiner, Rufus Wainwright, Amy Sloan y Danny Huston



Howard Hughes (Leonardo DiCaprio), es un hombre que con el poco dinero que heredó de su padre se trasladó a Hollywood, donde amasó una gran fortuna. Fue uno de los productores más destacados del cine americano durante las décadas de los treinta y los cuarenta y llegó a ser dueño de la RKO Radio Pictures. Pero Hughes, además de productor, fue un gran industrial y comerciante que desempeñó un importante papel por sus innovaciones en el mundo de la aviación. Orson Welles dejó bien claro en 1941 que todo tiene un precio y que el poder acaba pasando factura. Charles Foster Kane (William Randolph Hearst, para ser más precisos) finiquitaba sus días recluido en la mansión Xanadú, clamando por los años perdidos, por un tiempo en que jugaba en la nieve totalmente despreocupado y en el que "Rosebud" únicamente era una palabra escrita en un trineo. El Howard Hughes de Martin Scorsese y el guionista John Logan, por su parte, abre los ojos al mundo desde sus propias obsesiones, con el deletreo incesante, compulsivo de un vocablo que marcará el devenir de su historia: "cuarentena". Al igual que en “El Ciudadano Kane” (1941), la palabra se convierte en un referente íntimo que define, a la par que transforma, una personalidad bañada en el materialismo, mucho más compleja de lo que su visión externa puede aparentar. Este empleo del término como motor fundamental tanto en la estructura narrativa como en la descripción psicológica de un personaje mantiene una doble vertiente por parte de Scorsese: por un lado, la reafirmación de la extrema cinefilia del cineasta ya que, amén de la evidencia directa a la obra maestra de Welles, el hecho de que “El Aviador” se desarrolle en la época dorada del clasicismo hollywoodiense es suficiente motivo para que Scorsese construya su particular homenaje al período. Por otro lado, la delimitación íntima de un personaje, cuyas obsesiones personales quedan perfectamente descritas con una palabra, tal y como los más insondables deseos de Kane quedaban expresados con otra.


“El Aviador” repasa, así, la faceta pública, profesional y personal de Hughes, sus triunfos y fracasos, deteniéndose con especial atención en su carrera como director, tras dilapidar tiempo y dinero con la cinta “Hell’s Angels” (1930), lanzó a la fama a Jane Russell en “El Forajido” (1943), enfrentándose a la censura produjo “Scarface” (1932) de Howard Hawks, en sus logros en el terreno de la aeronáutica, como piloto e ingeniero diseño revolucionarios prototipos, batió récords de velocidad, y se hizo cargo de la TWA, siempre estuvo marcado por las rivalidades con la competencia a causa del monopolio de la Pan Am en las aerolíneas comerciales y las oscuras trabas gubernamentales, y en sus relaciones amorosas con las mujeres, subrayando los affaires que mantuvo con Katharine Hepburn, quien le dejó por Spencer Tracy, pero por quien guardaba un gran respeto dada la complicidad que los había unido, y con una Ava Gardner comprensiva pero con reparos. Siempre sin dejar de lado la perspectiva de una enfermedad que mermaba la vida de este controvertido genio loco, apasionado y vulnerable, rodeado de gente y sumido en su trabajo, pero en el fondo solo, imponiéndose constantes retos para no perder el rumbo. En definitiva, es una de esas historias que nos recuerdan al común de los mortales, haciendo las veces de trillado consuelo para la mayoría, que los ricos también lloran y que el dinero no compra la felicidad. “El Aviador”, por tanto, debe entenderse, sobre todo, como el esbozo de una personalidad que, progresivamente, se va cerrando en sí misma. Más que un fresco sobre una etapa histórica, o un retrato quizá demasiado compasivo de las clases más poderosas, el filme de Scorsese queda conscientemente centrado en los paraderos internos de Hughes. Y es aquí donde radica su mayor acierto, así como su mayor hándicap. Mediante el soberbio trabajo de interpretación de Leonardo DiCaprio, la película disecciona de forma tan meticulosa como consecuente los progresivos problemas mentales del magnate, con un acierto digno del mejor Scorsese. Haciendo del montaje una herramienta fundamental en la dosificación de los diversos estados (una edición más serena en las manías higiénicas iníciales y un ritmo acelerado en la explosión de locura que centra el filme), al autor de “Casino” (1995) lo único que parece interesarle es la descripción de un carácter inestable, el descenso a unos infiernos que nada tienen que ver con los de sus anteriores personajes, el declive mental de Hughes es una respuesta altiva contra el mundo que le rodea, un grito de rebeldía contra una comunidad de la que, más por interés que por gusto, tiene que formar parte. Ante ello, resulta imprescindible la secuencia de la comida con la familia de Katharine Hepburn, en la que Hughes tiene perfecta adecuación social, pero no puede evitar la sensación de hallarse extremadamente incómodo. La perfecta metonimia que los Hepburn representan en esta escena, define la idiosincrasia de unos estratos sociales, que despiertan el inconsciente rechazo de Hughes.


Además es una virtuosa reconstrucción de un hombre y su época, la cinta va trazando ese poema de ampulosidad operística de esplendor aventurero a través de la mirada de un personaje caótico y revolucionario, próvido amante con agitada vida sentimental. Pero, ante todo, deteniéndose en sus litigios personales contra un periodo de absolutismo político, social y en el mundo del cine. Tres apartados que sirven a Scorsese para exponer su dominio de la narrativa en secuencias que tienen como protagonistas a un Louis B. Mayer que menosprecia a un ambicioso Hughes, cuando éste pide dos cámaras más para incorporarlas a las 24 que ya tiene para "Hell’s Angels", el enfrentamiento en los despachos de la MPAA contra Joseph Breen, que dirigió el sistema de censura de Hollywood y en su final, el brillante planteamiento del juicio en el que Owen Brewster pretende hundir al magnate en beneficio de Juan Trippe, dueño de la todopoderosa Pan Am. Todo ello evidencia una personalidad inabarcable, movida de forma desbordante por la pasión de la ambición y el talento. Pero en la vida sentimental de Hughes, el cineasta y su guionista han preferido concentrar este aspecto en la relación más importante de su vida; la que estuvo a punto de acabar en boda con Katharine Hepburn, ilustrado en uno de los momentos más románticos del cine de Scorsese, mientras Hughes observa pilotar a Hepburn y consciente de su escrupulosidad, mira la botella de leche de la que acaba de beber la actriz para, sin miedo, sorber con la seguridad de haber encontrado un alma gemela, una inconformista como él que comprende sus paranoicas manías, aunque, como reconoce el personaje de Hepburn poco después, “Howard Hughes es demasiado Howard Hughes”. Scorsese encuentra en esta generosa producción, que oscila entre el aliento épico, el drama intimista, el melodrama romántico, la comedia socarrona y la reconstrucción más glamourosa del Hollywood dorado, una oportunidad inmejorable para dar rienda suelta a todo su talento técnico tras las cámaras, combinando planos abiertos, cerrados, picados, contrapicados, travellings y juegos de encuadre con absoluta intencionalidad. No sólo domina el pulso de la narración, apoyándose en el dinámico y efectivo montaje de su habitual colaboradora Thelma Schoonmaker, las casi tres horas de duración resultan del todo amenas y substanciosas, sino que compone, con magistral pericia, algunas secuencias memorables, ya sea cuando se propone trasladar la demencia de Hughes en imágenes, su hundimiento en reclusión o su percepción paranoica de la realidad, ya sea cuando escenifica las acrobacias de las naves en el aire, incluido ese aparatoso accidente que casi le cuesta la vida.


Asimismo, la labor de otros colegas recurrentes, como Dante Ferretti al frente del diseño de producción, Robert Richardson en el apartado fotográfico, realzando los colores digitalmente para obtener el cromatismo del Technicolor propio de aquella época, y el despliegue del vestuario creado por Sandy Powell, logran una puesta en escena lujosa, elegante, acorde con la exquisitez de los ambientes y los tiempos en que se movía Hughes. En lo que se refiere a la banda sonora, las composiciones originales de Howard Shore comparten espacio musical con canciones propias de la primera mitad del siglo XX. "El Aviador" es el vehículo idóneo para que Martin Scorsese haya podido componer eso que tanto tiempo llevaba buscando: una entusiasta oda de amor al cine clásico, al viejo Hollywood, con una cuidada reconstrucción estética y argumental. Rebelde y kamikaze no sólo en el aire, sino también en el cine, en la vida y en el amor, la figura de Hughes es englobada en esta película en un próspero lapso de tiempo para el millonario, ubicándose tan sólo en sus dos décadas más gloriosas, ya que si bien podría haber recogido numerosos capítulos de su abrumadora biografía, Scorsese ha preferido destinar el metraje a sus logros, parte de su enajenación creciente y al taxativo viaje al tormento de un personaje problemático, de esos que tanto fascinan al director. No estamos, por tanto, ante un biopic, ni mucho menos ante una hagiografía, ni siquiera se ocupa "El Aviador" en desglosar los episodios más importantes de su vida como poderoso magnate, amante o aviador, sino que Scorsese y John Logan sitúan este periodo fraccionándolo a lo largo de un viaje interno, de la lucha de un hombre contra sus infiernos. Un viaje a la cima del mundo que tiene como regreso un amargo tránsito a una habitación solitaria y mugrienta. Como su propia vida, inmersa en un concepto enfermizo, a modo de virus que coartaba su colérica propensión al aislamiento, Hughes se enfrentó a todo aquello que pudiese romper sus ambiciones y deseos, con un apego a la trasgresión de los cánones de su época, de un modo obsesivo, como todo en Hughes. En ese sentido, el filme muestra un personaje atormentado e inadaptado por su forma de ser, aislado debido a una sociedad que no le comprende, por lo que Hughes no está muy lejos de los representados en Travis Blickle, Henry Hill, Jake La Motta o Jesucristo, pues todos ellos unen sus caminos en un sendero de perdición, entre la paranoia y la desalentada lucidez de una confusión gradual.


Posiblemente si Howard Hughes hubiera muerto en uno de sus aparatosos accidentes de avión, habría sido recordado como un mito, como aquellos que viven intensamente y dejan un bonito cadáver. Al no ser así, Scorsese disecciona un recorrido que transcurre del mito a la caricatura, del héroe mediático a un personaje grotesco víctima de sí mismo, recluido en un apartamento, torturado por sus propios delirios de grandeza. Una estructura que no abandona Scorsese con esa insurrección de Hughes en el juicio final, mostrando su mayor brillantez y saliendo airoso de sus acusaciones cuando parecía que su locura y manías habían acabado por devorarle. Y lo hace centrado en una historia de dobles sentidos y perspectivas, bajo las que subyace la enérgica imaginería de uno de los grandes clásicos. Para Leonardo DiCaprio el reto de interpretar a Hughes le podría, a priori, haber quedado muy grande, debido, en gran parte, a la invitación al histrionismo que conlleva dar vida a un personaje en constante declive, pero el resultado es un espléndido trabajo de contención encomiable, tanto en la interpretación de los arrogantes éxitos de Hughes, como en su degeneración psíquica, su sordera y los problemas de identidad. DiCaprio deja emerger el lento intimismo de un hombre enfermo, atrapado por sus fobias, sus malsanas obsesiones y ese miedo que le conduce de forma inevitable a locura y la soledad. Del resto del reparto sobresale la exactitud y el riesgo con la que la gran y luminosa Cate Blanchett aborda un papel tan difícil como es el de dar vida en una interpretación conmovedora, con los amaneramientos y sofisticación de la gran impulsiva e indócil Katharine Hepburn. John C. Reilly, el sobresaliente Alan Alda y un cada vez mejor Alec Baldwin componen minuciosamente los apoyos de DiCaprio. No se puede decir lo mismo de la pobre Kate Beckinsale, que sale un tanto desafortunada en su recreación de Ava Gardner. Mejor suerte corren Gwen Stefani, Jude Law y Kelli Garner al realizar prácticamente un cameo. Scorsese, al que se ha intentado equiparar en minuciosidad y arrojo al mismísimo Howard Hughes, observa a lo largo del filme a su personaje con la perspicacia, la compasión y, hasta cierto punto, la admiración necesaria para concebir una película que, más allá de su grado de "encargo", es una cinta donde cada rasgo, cada plano y la disposición narrativa con la que lo aborda se identifica.



Finalmente, “El Aviador” se perfila como una obra sobresaliente por su envergadura, los recursos y la extensión de su metraje que ayudan a una buena coordinación, casi se diría que inmaculada, además con una prestancia y una realización meritorias. Sin embargo, se echa de menos a aquel Scorsese que, en el pasado, asumía riesgos y reinventaba los géneros, y al que tal vez el fracaso en los Oscar que se llevó con “Pandillas de Nueva York” (2002), le hayan hecho caer, en esta ocasión en una ortodoxia y una complacencia, “El Aviador” es una película académica, en el sentido más encorsetado de la palabra; poco representativa de su ingenio, creo que es demasiado clásica para un personaje que rompía moldes, eso es lo único que se le puede reprochar a este notable filme y con ello vuelvo al principio, con otro retrato de un magnate ambicioso y despiadado como el que Orson Welles forjó en "Ciudadano Kane", es allí donde Welles demolió a conciencia todas las reglas escritas y no escritas sobre cómo debía realizarse una película, y nos ofreció una obra revolucionaria que cambió la concepción del cine, Scorsese ha decidido aprovechar "El Aviador" para dar toda una lección de clasicismo, en una película a ratos perversa pero que habrá provocado no pocas sonrisas de felicidad en sus productores, seguros de poder vender bien este estupendo producto. Curiosa paradoja ésa de retratar a un hombre que se complacía en romper las reglas y rechazar el "no puede hacerse" con una obra tan sumamente académica. No es, por tanto, una película narrativamente innovadora como pueden serlo otras obras de Scorsese, pero no se puede negar que da gusto ver a este grandísimo director poniendo toda su habilidad al servicio de una historia contada con todo el glamour y la grandeza que tanto escasean en el Hollywood actual. Sus concesiones a la comercialidad harán de esta radiografía sesgada un entretenido producto para la mayoría, pero dejará con hambre a aquellos que conocen el potencial creativo de Scorsese, y por tanto, saben que pueden exigirle más compromiso artístico. Empero, la película no queda exenta de algún que otro problema, a priori intrascendente, aunque acaban por evitar que “El Aviador” alcance el nivel que sus múltiples aciertos apuntan. Una de las mayores virtudes de Scorsese consiste en describir a un personaje en todos sus flancos en apenas una secuencia; la omisión de ciertos detalles de la biografía de Hughes, tales como su furibundo anticomunismo o su turbadora relación con Jean Peters también hubieran complementado y otorgado una mayor variedad de matices a la película, pero han quedado lamentablemente obviados por Scorsese y Logan. Aun así, “El Aviador” no vive de personajes secundarios ni de elementos no planteados. La película es un deslumbrante ejercicio de estilo que revela a un Scorsese mucho más contenido que de costumbre, un verdadero regalo de alguien sabedor del significado de la palabra "cine".



"Asombrosa película, hecha como se hacían antes las películas"