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martes, 6 de marzo de 2012

Frankenweenie

Director: Tim Burton
Año: 1984 País: EE.UU. Género: Drama/Cortometraje Puntaje: 8.5/10
Interpretes: Barret Oliver, Shelley Duvall, Daniel Stern, Joseph Maher, Roz Braverman, Paul Bartel, Sofia Coppola y Jason Hervey



Víctor Frankenstein (Barret Oliver) es un niño que realiza cortos donde su amado perro Sparky es el protagonista, hasta que este es arrollado por un camión. Víctor aprende en la escuela sobre el impulso eléctrico de los músculos y se le ocurre usar esa técnica para revivir a su mascota. Por ello, crea un complejo artefacto cuya culminación es una gran explosión de luz que devuelve a la vida a Sparky. Si bien Víctor y su familia aceptan al revivido animal, sus vecinos están aterrados; “Frankenweenie” es una recreación en clave paródica de “El Doctor Frankenstein”, rodado en 1931 por James Whale, la obra de Burton esta protagonizada por un niño imaginativo, que representa la infancia, uno de los temas clave de Burton, rodado en blanco y negro, el director utiliza los elementos más inesperados y extravagantes para crear atmósferas, pasando de la ironía a la belleza trágica, de esta manera hace un recorrido por un divertido cementerio de animales que nos lleva a un dramático plano en contrapicado en el que vemos reflejado un entierro en una colina, plano que recuerda poderosamente al utilizado por Whale en la memorable escena inicial en el cementerio de su “Frankenstein”. Dejando aparte el metraje de las películas, podemos decir que estamos ante una de las obras maestras de Burton, y tanto “Vincent” (su anterior cortometraje) como “Frankenweenie” se muestran como un cálido homenaje, no exento de sana ironía, a los arquetipos fílmicos que han calado en la memoria de generaciones de espectadores, a través de unas imágenes en las cuales queda patente el talante visual que ha otorgado a Burton un puesto de honor entre los nuevos creadores de fantasías cinematográficas, con un estilo marcado por un goticismo clásico unido a una envidiable imaginería macabra y un sentido del ritmo vertiginoso, en una conjunción de inolvidable capacidad evocadora.



“Frankenweenie” quizá sea una de las obras de Tim Burton que mejor compriman todas las obsesiones del realizador, un mediometraje de 25 minutos de duración estrenado un año antes que su terrible primer largometraje, de la que hablaremos más adelante, "La Gran Aventura de Pee-Wee" (1985), pero que a pesar de todo Burton se mostraba tremendamente sólido ya desde su primer fotograma, esta obra de Burton es excepcionalmente curiosa, por la mezcla de puros destellos del cine mágico de su director con los elementos más típicos de una comedia “Disney”, no faltan los jardines pulcros, ni los padres ideales, ni los vecinos impertinentes, quizá suene raro decirlo, pero con una puesta en escena impecable, Burton consigue que el aspecto visual de la obra supere a la de la obra original de Whale al menos en lo referente a la reanimación del monstruo, usando una técnica exacta pero sustituyendo los elementos por algo que podría estar al alcance de un niño de poco más de diez años, acertadamente interpretado por el novel Barret Oliver. Del mismo modo, el juego de luces y sombras que el blanco y negro permite está maravillosamente aprovechado, destacando en este aspecto la espléndida escena del incendio del molino, los actores realizan un trabajo espléndido, en especial Shelley Duvall, luciendo aquí un look muy distinto a los que nos tiene acostumbrados en los filmes de Robert Altman, el cuál es más extravagante, y el desarrollo dramático no presenta el menor altibajo, elementos todos ellos que hacen de este más bien mediometraje una pequeña delicia, una joya llena de momentos antológicos, como la aparición de la novia de Frankenstein en adecuada versión canina, una verdadera maravilla.



Junto con” Vincent”, este corto aparece en el DVD de “El Extraño Mundo de Jack” (1993). Esta deliciosa versión de Frankenstein, visto desde la perspectiva de un niño, con un encanto y dulce sentido del humor, sería muy difícil encontrar hoy en día, si bien la trama es un poco oscura, se las arregla para atraer al niño que todos llevamos dentro. La mayoría de personas, grandes o chicos puede disfrutar de ella. Además esta rodada con una técnica bastante depurada, que Burton no recuperaría hasta “El Joven Manos de Tijera” (1990) o algún segmento aislado de “Beetlejuice” (1988), Burton nos lleva de un lado a otro, presentándolos unos personajes fantásticos que con apenas unas palabras quedan definidos, vecinos llevados a un extremo paródico pero al mismo tiempo reflejados con un inquietante realismo. No faltan detalles visuales como el cuadro de la casa del joven, el propio diseño del animal, la "conversión" de la historia original a un entorno juvenil sin abandonar ningún aspecto de la cinta de Whale (no falta ni un castillo, ni un laboratorio, ni un molino), introduciéndose además los valores familiares para formar un global sólido y completo, tan bien diseñado como narrado, a pesar de que se nota que en algún momento el tiempo se le echa encima a Burton y decide recortar alguna que otra escena. El hecho de que Burton fue despedido de Disney por realizar este tipo de trabajos es bastante triste. Esto muestra más allá de cualquier duda que Burton podía haber manejado las películas de este grande estudio de un a manera grandiosa e imaginativa. El guión está bien escrito y se mueve a lo largo del metraje de una manera brillante. La escena de la muerte de Sparky es dolorosa de ver, pero además es muy fácil ver a dónde va, cómo va a terminar. Sin embargo, Burton siempre nos mantiene atrapado en su mundo, ósea su estilo visual.



Como dije anteriormente la actuación del plantel de actores es sólida, los personajes son creíbles, aunque un poco grotescos (un rasgo que Burton lleva a la mayoría de sus proyectos, ya sea que el tema se acerque a la vida o a la muerte). El humor es proporcionalmente cruel, pero casi todo el mundo puede reírse de él. Me ha encantado lo simple que es la historia, pero manejada magistralmente, una señal de las grandes cosas que le iba a venir para Tim Burton. Yo recomendaría a fans de él y de cualquiera que quiera ver la, que primero lean la gran novela, para que así puedan ver la hazaña que hizo este cineasta. También debo felicitar Burton para la elección de hacer esta película en blanco y negro. Durante los primeros minutos, no estaba segura si iba a funcionar, pero después de la mayor parte de la película, me di cuenta que era perfecto. Esta cinta va a caer bien a todos, independientemente de lo que piensa Disney (supongo que porque tenían miedo que los niños comience a cavar las tumbas de sus mascotas muertas). Pero lo más meritorio de “Frankenweenie” es cómo es capaz de mezclar una estética oscura, deudora del expresionismo alemán, generando un fantástico juego de luces y sombras, con una trama bastante macabra en el fondo pero no tanto en la forma, que funciona a modo de crítica (como lo hace la historia original de Mary Shelley) y además resulta creíble como muestra la travesura infantil sin ningún tipo de mala intención. No sé cómo será el largometraje de animación que se estrenara en algunos meses (francamente, como mucho necesitaría diez minutos más para perfilar algún detalle), pero desde luego este trabajo primerizo de Burton ya condensa lo mejor del realizador. Una obra superior a otras mucho más prestigiosas como "Marcianos al Ataque" (1996) o “El Jinete sin Cabeza" (1999), bueno les dejo con el cortometraje completo, disfrútenlo.



“Acertada y original versión”

jueves, 1 de marzo de 2012

Tucker, Un Hombre y Su Sueño

Director: Francis Ford Coppola
Año: 1988 País: EE.UU. Género: Biopic/Drama Puntaje: 7.5/10
Interpretes: Jeff Bridges, Joan Allen, Christian Slater, Martin Landau, Frederic Forrest y Lloyd Bridges



En 1948, un joven ingeniero estadounidense, Preston Tucker (Jeff Bridges) concibe un automóvil de tecnología revolucionaria y bajo costo, al que bautiza con su apellido. Las tres grandes empresas fabricantes de automóviles General Motors, Chrysler y Ford se unen para oponerse legalmente al proyecto de Tucker, pero él está decidido a no dejarse atropellar por ellas y lucha por construir cincuenta ejemplares de su modelo, para poder presentarlos ante el tribunal; ¿Cuál es el sueño del hombre? ¿Acaso conseguir un puesto importante, dominar el mundo, tener una familia, alcanzar la paz desde una posición de justicia? Cada ser humano tendrá su sueño particular. Su andadura por el mundo se adecuará a unas determinadas ansias, aunque, en muchos casos, el despertar sea duro. Muy pocas cosas de las pretendidas se habrán obtenido. Al menos, eso sí, quedará la ilusión, el ansia de llegar a un determinado puerto. Se ha caminado en busca de una meta. Se obtendrá lo propuesto o no, pero al menos se habrá intentado. Si es así, a menos algo se habrá hecho. El cine de Coppola explicita un deambular tan errático como desilusionado. Su obra es un reflejo del hombre insatisfecho, de un injusto sino crudamente trazado. ¿Se es libre para moverse o se está encadenado por unos condicionantes? En cada una de las películas que ha realizado se encuentran retazos vivos, muchos hechos jirones, de sus ansias, de sus triunfos y de sus fracasos. En “Tucker, Un Hombre y Su Sueño” el director recrea su vida propia: el ser que llegó al cine (a ser director) de rebote, que quizás hubiera sido (mejor) un inventor o un técnico, pero que marcado por el destino devino en alguien encadenado al arte de las imágenes.



Ni en sueños podía Francis Ford Coppola imaginar, cuando en 1972 sacó su talonario para asegurar la difícil distribución de una película por la que nadie daba un duro y que sería un bombazo pocas semanas después, hablamos de esa obra inmortal llamada “El Padrino”, aquel gesto le valdría la oportunidad de hacer una película que, en parte, iba a contar su propia vida, “Tucker, Un Hombre y Su Sueño” también habla de sí mismo más que muchas otras de las suyas. Ahora bien, tampoco fue esa gran película que algunos exégetas de la obra coppoliana aclaman, ni mucho menos. Y es que no estaba Coppola para grandes delirios de autor, era una época dura para él, George Lucas le devolvió el favor de “American Graffiti” (1973), tres lustros más tarde, cuando Coppola no tenía el menor poder a la hora de elegir proyectos, y le puso en bandeja el guión de “Tucker, Un Hombre y Su Sueño”, ejerciendo las funciones además de productor ejecutivo, y asegurándole, a pesar de los graves descalabros económicos de los años anteriores, una cierta libertad en el montaje final. ¿Aprovechó Coppola la oportunidad?...la repuesta es sí, Coppola hizo suya la historia, además fue la primera película del director de “Apocalipsis Ahora” (1979) después de la trágica y traumática muerte de su hijo primogénito, es sin duda una de las cintas más melancólicas de toda su carrera, y sorprende esto, ya que su tono, por contra, es bastante festivo, la historia que cuenta, esta plagado de luchas a menudo infructuosas, de sueños a menudo frustrados por la implacable maquinaria industrial del mundo moderno, Coppola en esta pequeña cinta nos regala una historia de esperanza y de fe.


Cuando hablamos de grandísimos cineastas como Coppola, lo más importante, la razón de ser de una película y lo que conforma su acabado final, es el director, su visión y su estado anímico, y todo lo demás fluctúa dependiendo de eso. Por ello es la razón que “Tucker, Un Hombre y Su Sueño”, al menos para quien firma estas líneas, no podría formar parte del selecto grupo de sus obras maestras como la trilogía de “El Padrino”, “Apocalipsis Ahora”, “La Conversación” (1974) o “La Ley de la Calle” (1983), sino pertenecería al grupo de de sus películas soberbiamente ejecutadas pero que nada aportan a su leyenda, hay tenemos ejemplos como “Golpe al Corazón” (1982), “Jardines de Piedra” (1987), “Jack” (1996) o “El Poder de la Justicia” (1997), es decir, hacen compañía con un gran desastre financiero pero son solventados con todo su poderío visual y narrativo, por ello esta cinta es menor, si tenemos en cuenta que está hecha por quien está hecha, aunque si la hubiera dirigido otro probablemente saludaríamos a ese nuevo gran director. Y la razón de que esta cinta sea tan menor es que es un juguete en manos de un director que esta pensando ser incapaz de hacernos sentir empatía por su cinta, pero sin darse cuenta Coppola se identifica con el personaje principal, esto hace que el filme de ponga atrayente y llena de fuerza y personalidad, pero hablemos antes de la razón primera de hacer esta película. Esta interesante historia real que es “Tucker, Un hombre y Su Sueño”, nos cuenta los azares, desventuras y anhelos de un hombre que debía ser una fuerza de la naturaleza comparable al propio Coppola. Preston Tucker es una leyenda dentro de la larga y tumultuosa historia de las compañías automovilísticas estadounidenses. ¿Por qué Coppola se dispone a dirigir esta película? Es bien fácil adivinar la respuesta, verdad.


Pues Tucker fue un visionario que se enfrentó a las grandes compañías dispuesto a innovar en cuanto a diseños de coches se refiere, no sólo interior, también exteriormente. Sus sorprendentes ideas fueron un fracaso, sobre todo la más importante, el “Tucker Torpedo”, pero con él se adelantó a su tiempo y ayudó en el desarrollo de los automóviles actuales. Los paralelismos con el propio Coppola son evidentes, más aún si tenemos en cuenta que los coches de Tucker eran, además de transformadores del concepto de su tiempo, muy bellos para la época, por mucho que no tuvieran éxito de ventas. Coppola parecía así asumir su posición como artista: la de un creador apasionado, capaz de configurar muchas de las características del cine futuro, y de dar vida a películas muy bellas, pero que quizá se arruinaría en el camino. Ignoraba quizá que sus dos próximas películas (sobre todo la segunda) conocerían un éxito de público que durante tanto tiempo se le había resistido y que por fin recobraría la tranquilidad económica. No hay la más mínima emoción, ni capacidad de sugestión, en un aparato narrativo tan alambicado y preciosista como carente de la más mínima capacidad para conmover. El juego visual de las llamadas telefónicas y la superposición de varios ambientes lumínicos en un mismo plano, para dar la falsa impresión de que la pantalla está dividida, se agota a la tercera vez que hace uso de él. Y aunque la dirección de fotografía de Vittorio Storaro y el diseño de Dean Tavoularis son magníficos, acaban ahogando a los personajes, ofreciendo más densidad que ellos. Con esta cinta estamos entre medio de la frialdad de “Cotton Club” (1984) y la valentía de “Peggy Sue, Su Pasado la Espera” (1986).



Con la historia de Preston Tucker, que Coppola llevó (real pero mitificada) a la pantalla grande, realizó el spot publicitario más largo de la historia del cine. En el que reflejó su propia vida. Cuando realizó el filme Coppola poseía un coche Tucker (heredado quizás de su familia, ya que su padre había sido uno de los que habían invertido en aquella familiar e innovadora cadena de producción). El filme es un canto al individuo, a la creación personal, a la maestría. Pero el sueño de Tucker se termina cuando sus competidores decidan que ya está bien, que el “juego”, su “juego”, ha ido demasiado lejos. Como la industria de coches, la carrera de Coppola en el cine se viene abajo. Ha nacido de la nada y por tanto debe volver a la nada, cruel despertar, el espejo le devuelve su verdadero rostro: el de un Coronel Kurtz enloquecido reflejando el asombro del capitán Willard. El del Doctor Jeckyll volviendo a ser Mr. Hyde. Su gran renombre se ha venido abajo, y en el aire queda una pregunta sobre lo que realmente ha creado: ¿se ha tratado de un imperio novedoso o de una fábrica de monstruos?...cualquiera que sea la respuesta, Coppola hizo de esta cinta un autoretrato bellamente plasmado…Jeff Bridges está bien como Preston Tucker, ofrece uno de sus habituales registros que hacen de la sencillez una virtud, es un trabajo como mucha profundidad, como muchas aristas que resaltar, es un héroe trágico que se sale con la suya a pesar del éxito, que continúa adelante y al que nos sentimos especialmente unidos, y del que nos importa si triunfa o no, quizá como al propio Coppola, que da la sensación de filmar con su habitual brillantez, pero si en “Cotton Club” o “Jardines de Piedra” lo hacía con el corazón, aquí está con el alma presente, como el gran cineasta que es.



La película pasó sin pena ni gloria por la taquilla de todo el mundo. A Coppola ya le daba igual. Había probado que podía seguir adelante aún con fracasos, trabajando como un mercenario más. Los ochenta habían terminado y sus cuentas seguían en números rojos. En pleno “impasse” creativo le llegó la oferta de un mediometraje en compañía de dos amigos (Woody Allen y Martin Scorsese), que se acabó titulando “Historias de Nueva York” (1989), y del que su “Vida sin Zoe” es claramente el más inferior, el menos interesante (el que más, sin duda, el impetuoso “Lecciones de Vida”, una pequeña obra maestra de Scorsese). Nadie mejor que el gran Francis Ford Coppola, para retratar aquellos bucólicos y a la vez pendencieros años; genial recreación histórica (como siempre), gran diseño y dirección de personajes; en una historia un tanto peligrosa como producto cinematográfico, que quizá en manos más inexpertas o pedantes pudo haber sido un desastre, Coppola lo logra y nos entrega una película entrañable, certera y tierna; recomendable para aquellos soñadores ( que nunca faltan), para aquellos románticos modernos (he conocido unos cuantos y para mí resultó bastante nostálgica), recomendada para quien sea, aunque no sepa mucho de autos, por lo menos aquí conocerá algo más que una historia de inventores, eso sí, si es un fanático de las ruedas esta cinta es imperdible. Terminado ese proyecto insustancial, Coppola accedió a culminar la historia de los Corleone con una tercera y definitiva entrega. Si contando su propia lucha contra los estudios no había podido redimirse como artista, intentaría regresar a sus orígenes (creativa y familiarmente hablando) y quizá librarse de sus fantasmas con una catarsis definitiva.



“Bello e infravalorado autoretrato”

sábado, 25 de febrero de 2012

Dogville

Director: Lars Von Trier
Año: 2003 País: Dinamarca Género: Drama/Thriller Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Nicole Kidman, Paul Bettany, Lauren Bacall, Stellan Skarsgård, James Caan, Ben Gazzara, Harriet Anderson, Jean-Marc Barr, Patricia Clarkson, Jeremy Davies, Philip Baker Hall, Udo Kier y Chloë Sevigny



Grace (Nicole Kidman) llega al remoto pueblo de Dogville huyendo de una banda de gangsters, allí conocerá a Tom (Paul Bettany), quien anima a los vecinos a ocultarla. Grace agradecida empieza a trabajar para ellos. Sin embargo, cuando la comunidad sea sometida a una intensa vigilancia policial para dar con la fugitiva, sus habitantes exigirán a Grace otros servicios que les compensen del peligro que corren al darle cobijo. Grace aprenderá, de un modo brutal, que en ese pueblo la bondad es algo muy relativo pero ella guarda un secreto que no quiere desvelar; “Dogville” es una película compleja, dura, intensa, exagerada y brillante. De toda la filmografía de Lars Von Trier esta es una de mis favoritas, pero la pregunta realmente importante es ¿por qué a pesar de haber muchas cosas que me han parecido un poco fuera de lugar, desmesuradas e incluso gratuitas, sigue habiendo una esencia que me hace difícil el renegar de este largometraje? Creo sin lugar a dudas que la respuesta viene dada por la valentía de hacer un proyecto de este calibre... Ya hemos tenido varias oportunidades de comprobar el afán abarcador, ambicioso, desmesurado de Von Trier, en esta cinta ensaya la conjunción de teatro y cine, a través de una puesta en escena muy impactante: como Dios, el espectador tiene en la primera toma una mirada cenital del set, un gran espacio negro, un enorme escenario en cuyo piso se hallan pintados los croquis de las casas de Dogville, cuyos habitantes viven a lo largo de una breve calle. En la planta de cada casa está pintado también el nombre de su dueño, y la ausencia de paredes y la consiguiente visibilidad permanente expresa la exposición de todo lo que allí sucede, sin fronteras entre lo privado y lo público. Un fondo negro o blanco indica si la escena es nocturna o diurna, y a la vez limita el alcance de la mirada al pueblo mismo. Los habitantes son testigos de todo lo que ocurre en su pueblo pero no ven más allá del camino que llega a Dogville.



Todo funciona en la película de manera exacta. La narrativa y el hecho de que el decorado no sea más que una gran nave con las diferentes estancias dibujadas en el suelo, ayudan a conformar ese espíritu de gran fábula sobre el comportamiento humano. Todos los personajes son en su parte más íntima, arquetipos fácilmente reconocibles por cualquier persona del Planeta Tierra. Sus desarrollos psicológicos están perfectamente medidos y justificados, sin perder por ello su tono de cuento, ayudado sin lugar a dudas por la voz en off de John Hurt. La manera en cómo los humanos pueden llegar a ser infernalmente crueles sin dejar de convencerse a sí mismos de su gran corazón, es retratado de manera irónica y cruel. Sólo se pueden tener buenas palabras cuando se reflexiona sobre aquello de fábula moral universal que tiene "Dogville", haciendo la única excepción de la secuencia protagonizada por James Caan, donde el guión puede tornarse un poco didáctico, esto hace que pierda un poco de fuerza y consistencia, pero lo que realmente Von Trier busca es una hazaña, para ello retrata de una manera sin igual sus percepciones individuales y por tanto subjetivas de un pueblo de EE.UU. Me considero especialmente fanático del cine, del estilo de Nietzsche tal vez para quién la representación coincidía con un sincero malestar, malestar que se manifestaba acudiendo a lo que socialmente se consideraría deprimente, enfermo. ¿Quién sino el o yo, se reiría a carcajadas de la escena ultra impactante en la que se dispara a quemarropa a un infante enfrente de los ojos de su madre? No es secreto quizá, que a pesar de que un esfuerzo inicial pretende encerrar únicamente inclinaciones de una comunidad especifica, encierra la generalidad de la especie humana, sus debilidades, pasiones, el famoso arte del engaño y la manipulación. Las aberraciones a las que llega una comunidad en pro de una moralidad menos infestada. Esta película forma parte de una trilogía contra el sistema y la sociedad americana. Como lo oyen. Es de psicopático la obsesión de este autor con un país que ni siquiera conoce. Porque nunca ha estado allí y no parece que tenga mucha intención de posar en ultramar su lindo pie. Cosa que tampoco se le puede reprochar, pues está muy en sintonía con los conocimientos generales de los europeos sobre el misterioso y siempre desasosegante país transoceánico. Lo que hubiera sido una obra de arte en relación al "espíritu humano".


Además “Dogville” es una historia desgarradora donde se representa magistralmente la esencia de la condición humana en cada uno de sus intérpretes. Desde el humilde granjero, el médico hipocondríaco, la erudita profesora o el ciego automarginado, gente bondadosa y “temerosa de Dios”, todos comparten esa tendencia, parte intrínseca de la historia y del ser humano, de utilizar vilmente su poder sobre los demás. No se trata de una maldad irreal, morbosa o caprichosa, sólo hay que pensar en los innumerables actos de violencia física, moral o sexual que sea practicado y sea práctica a lo largo de la historia de la humanidad contra cualquier persona que se haya considerado esclavo o inferior: ya sea negro, judío, indio, cristiano, musulmán, presos políticos o no políticos, etc. La protagonista se encuentra en una posición semejante, los habitantes del pueblo son sus dueños, si ella no los satisface, ellos pueden echarla del pueblo y dejarla en manos de sus perseguidores, a lo largo de un prólogo y nueve capítulos, en un escenario que recuerda a las representaciones teatrales de Bertold Bretch, Lars Von Trier vuelve a reinventar el cine con la creación de un escenario irreal, pero que nos ayuda a apreciar más la crudeza de la humanidad, además con la elaboración de los arquetípicos para sus personajes trata de que el espectador capte las determinadas inclinaciones morales de cada uno en una búsqueda de necesaria complicidad. Poco a poco, nos adentramos en este cuento moral y alegórico en el que la línea que separa el bien del mal es tan frágil, que nos balanceamos del sacrificio a la inocencia preguntándonos si realmente el alma humana es capaz de regenerarse tras explotar y degradar a otra, trazar así de bien la maldad del ser humano tiene mucho mérito. Ese lado oscuro y terrible que bien podría presentarse bajo la certeza de que el hombre es un lobo para el mismo hombre es sólo una parte, también creo en la bondad, el altruismo y las buenas intenciones. Pero en “Dogville” sólo encontramos lo peor de lo peor, todo es tan terrible que me ha hecho daño y eso es muy meritoso creo yo.


Como dije anteriormente todo lo visto me recuerda a ese cuento del lobo que se disfrazaba con una piel de cordero para engañar a sus víctimas. O quizás sea mucho más complejo que eso. Me recuerda a un relato que escuché en otra película en el que un violador pedía perdón a su víctima mientras cometía su atroz acto. El ser humano es la única criatura del mundo que se destruye a sí misma a conciencia. Von Trier propina un golpe brutal a los cimientos de la sociedad. Muy lejos de ofrecer algún atisbo de esperanza o de posibilidad de redención, nos muestra los infectos suburbios interiores de la estructura social, en los que los peores impulsos de la condición humana se hallan acechantes, aguardando tras un hipócrita barniz de aparente cordialidad y bondad el momento de abalanzarse sobre la presa ideal. La mayoría de las comunidades humanas no pueden soportar que alguien les haga mirarse a su propio espejo y contemplar la degradación de sus propias almas. Ése es el peor pecado que puede cometer alguien: ser íntegro y que los demás en comparación se sientan ignominiosos. En alguna parte leí que la sociedad puede perdonar todo, menos que le muestren la verdad que no quiere ver. En la comunidad analizada por Von Trier, al principio se quiere dar la imagen de ecuanimidad y generosidad. Pero como todas las comunidades, desconfían de los recién llegados y les piden a cambio de su hospitalidad ciertas retribuciones, con lo cual la idea de que ofrecen su "generosidad" espontáneamente y desinteresadamente se pulveriza. En este mundo cruel nada se da gratis, nada se da a cambio de nada. Y mientras la presa elegida y acogida se ofrece mansamente y devotamente a sus anfitriones, con la falsa ilusión de haber encontrado un hogar, éstos demostrarán con creces que si hay algo que la sociedad no aguanta es que le restrieguen su ficticia fachada, su falta de humildad y su afán por destruir todo lo que encierra principios, belleza y honestidad. Una de las peores cosas que le puede suceder a una comunidad es que le originen necesidades que antes no tenía. Cosas que antes nunca se había planteado, se convierten de repente en un imperativo, en una exigencia, y todo simplemente porque alguien que tiene un corazón grande ha ofrecido su mano y lo que han hecho es cogerle todo el brazo hasta el hombro.


Si al principio de la película la mirada de Von Trier desciende de las alturas de su decorado reducido a mínimos, lo hace como concreción visual de la mirada de Grace, personaje que encarna a la gracia salvadora en el particular evangelio imaginado por Von Trier. Grace emprenderá una silenciosa transformación de ese microcosmos anquilosado, enfermo crónico de ceguera espiritual; los habitantes del pueblo se benefician de sus bondades, adquieren voz y vida a la manera del teclado que antes había permanecido mudo, como si Grace les fuera dando el tono en voz baja. Sin embargo, se resisten, en el fondo de su corazón, a corresponder a ellas. No se me quita de la cabeza la imagen de un ser que te dice lo mucho que te ama y que te aprecia, mientras sostiene sobre tu cuello un cuchillo con el que empieza a rajarte suavemente la piel. Te dice palabras hermosas al oído, con tanta dulzura que pese a todo confías en esa persona, aceptas todo lo que hace porque crees en lo que dice. Y mientras te va degollando lentamente, con exquisita delicadeza, tú piensas que lo que hace está bien hecho, porque esa persona es más sabia que tú, tiene la solución para todo. Y esa persona se convence a sí misma de que eliminarte es lo mejor que puede hacer, porque tú eres una criatura demasiado bella y enigmática para que se pueda soportar tu dolorosa presencia. Eso es lo que hace la sociedad. Como aquellos dioses de la antigüedad que castigaban a las personas de las que se sentían celosos porque éstas poseían cualidades que envidiaban, la sociedad acaba por engullir todo aquello que brilla con su propia luz. Sobre Lars sólo puedo decir que me gusta su cine y me gusta esta peli. Mucho. Pero la ausencia de artificio me parece artificiosa en sí misma. De hecho, llamar artificio a unas localizaciones y a unos decorados bien perfilados me parece una pose más que una actitud. Lars imita estéticamente a Dreyer en lo trivial, en un supuesto despojo. Pero Von Trier trata ese despojo con el cuidado del que encuentra en ello algo más que un recurso para la narración y para el mensaje. Von Trier condensa el artificio, lo camufla y empequeñece. Pero no lo elimina, le da, simplemente, otra configuración. Pero lo hace desde las intenciones de cineastas como Haneke.



La tarea salvadora de Grace es muy influyente en las vidas de los pobladores de Dogville, trata de rescatarles de sus errores; Grace no posee nada, salvo esas siete figuritas que va adquiriendo en la tienda del pueblo, y que simbolizan los pecados capitales, de los que va librando a los habitantes del pueblo. Pero los hombres no quieren ser librados de sus vilezas, y eso les lleva a esclavizar a la fuente que les proporciona tantos beneficios; tan sólo aprovechan su posición de poder y simplemente se los exigen, no hacen sino reclamarlos con creciente egoísmo, que es el otro nombre de la maldad. Con todo, aquí lleva a cabo un interesantísimo a la par que novedoso experimento que es el mostrar en todo momento al reparto al completo de la película. Salvo en los primeros planos, siempre vemos a todo el pueblo ya sea caminando o a través de sus casas. Un desafío excesivamente difícil para la dirección de actores que en todo momento debe ser calculado para que la cámara no les registre desprevenidos en cualquier momento en una actitud demasiado real. En ello ayuda sobremanera las impresionantes interpretaciones de todo el reparto. Desde una magnífica y bellísima Nicole Kidman que borda una interpretación realmente admirable, mezclando esa fragilidad y valentía junto con el derrumbe y aceptación de su condición de forma estoica, secundada por una recuperada Lauren Bacall, un portentoso Stellan Skarsgärd que dota a Chuck de una fuerza y primitivismo feroz, pasando por los habitantes del pueblo, Phillip Baker Hall, Chloë Sevigny, Paul Bettany hasta llegar a un enorme Ben Gazzara deslumbrante en su composición de viejo pervertido ciego e incluso la agradecida presencia de James Caan como el padre de Grace. Un reparto en estado de gracia, coronado y adornado por la presencia de la voz de John Hurt que es quien nos narra la historia. A modo de moraleja o epígrafe de un cuento, el visionado de “Dogville” resulta una experiencia distinta a todo lo visto anteriormente que encantará o será repudiada, del mismo modo que he intentado separar mi animadversión hacia la figura de su director de la sensación que me produjo ver su última película reconociendo una apuesta valiente y brillante, una experiencia deslumbrante.



"Intrigante, provocativa y bellamente luminosa"

martes, 31 de enero de 2012

Las Vírgenes Suicidas

Directora: Sofia Coppola
Año: 1999 País: EE.UU. Género: Drama Puntaje: 8.5/10
Interpretes: Kirsten Dunst, James Woods, Kathleen Turner, Josh Hartnett, Scott Glenn, Michael Paré, Danny DeVito, Chelsie Swain, A.J. Cook y Hanna R. Hall



En un barrio residencial de Estados Unidos, a mediados de los setenta, pocas cosas pueden turbar la tranquila armonía de la familia Lisbon. Las cinco hermosas hermanas se han convertido en el secreto objeto de deseo de los chicos, que suspiran por ellas cada vez que ven sus melenas rubias al viento. Sin embargo algo hace que todo este paraíso cambie cuando Cecilia, la menor de las hermanas, se suicide a los doce años de edad. ¿Cómo puede convivir la belleza en estado puro con una macabra historia adolescente? Ésta es la pregunta que persigue a uno de aquellos adolescentes que ya en su madurez no ha podido borrar de la mente los sucesos que ocurrieron veinte años antes; El sonado debut de Sofia Coppola como directora debe mucho de su repercusión a la campaña publicitaria que le ha precedido. Por otro lado, hay que tener en cuenta que la película indaga en el lado más oscuro de la familia americana convencional, lo que parece haberse puesto de moda en el nuevo cine norteamericano con películas como “Belleza Americana” (1999) o “Magnolia” (1999). En este caso, la acción se traslada a los años setenta y, si algo consigue la directora, es crear una atmósfera que evoca el estilo de vida de esa época a partir de pequeños detalles. Consideración especial merecen algunas de las imágenes que muestran a las protagonistas en el campo y que son un híbrido entre las fotografías de David Hamilton y la publicidad de desodorantes u ambientadores de esa década. La visión de “Lick The Star” (1998), el primer corto de la hija de Francis Ford Coppola, no me había despertado muchas expectativas, pero su opera prima lanzada en Latinoamérica directamente al video, levantó su imagen a la de una prometedora directora que habría que seguir de cerca.



Calificado por muchos como un filme vacío de contenido presentado en un bonito envoltorio, “Las Vírgenes Suicidas” recupera la esencia de la novela original de Jeffrey Eugenides para llevarla a su máxima expresión. La cinta es un canto terrorífico, sublimado y presentado a manera de cuento de hadas, con enormes vestidos blancos y largas cabelleras rubias, en donde la belleza sólo es la careta del drama. Y es que hay dos maneras de salir bien librado de un drama: el humor o la exaltación esteta. La cinta de Sofia Coppola escoge el segundo camino y convierte una película de terror en un precioso retrato de la adolescencia, con cinco nínfulas perfectas rodeadas de un escenario de colores encendidos. Desde el comienzo llama la atención el enfoque elegido para contar la historia: la obsesión de un grupo de adolescentes por las bellas hermanas marcadas por la tragedia. El punto de vista de los chicos conduce el relato, pero ellos cuentan todo ya de grandes: la fascinación permaneció en sus vidas al punto de realizar una especie de investigación 20 años después. El tono de la narración recuerda a “Cuenta Conmigo” (1986), una historia de adultos cuando eran niños, una experiencia única, vivida en una etapa de descubrimiento, que quedó grabada para siempre en sus mentes. Pero en nada se parecen ambos filmes, no sólo por lo dramático que es el de Coppola, sino porque el protagonismo de la historia lo tienen las cinco rubias, hijas de padres conservadores, que no tienen más contacto con el exterior que el del colegio, nada de salir con chicos o asistir a fiestas. Las hermanas Lisbon y sus vecinos se convierten, en su particular camino rumbo a la edad adulta desde la adolescencia, en el reflejo de una sociedad que recurre a la represión y que marca el camino de cada cual sin opción. Más allá de un filme sobre el amor adolescente (tema que muchos se han empeñado en destacar en esta historia), la fuerza expresiva de “Las Vírgenes Suicidas” reside no tanto en ese aura “naif” de su estética, sino en la crítica social implícita, la que nos muestra las consecuencias de esa represión y de la privación de la libertad a aquellos que están empezando a descubrirla.



La tragedia de toda la cinta comienza cuando Cecilia, intenta cortarse las venas. El doctor interpretado por Danny DeVito (en su única escena) lo deja muy claro: es tiempo de que la niña trabe relación con chicos de su edad. Así se inicia una compleja temporada para los padres (James Woods y Kathleen Turner), que a duras penas reducirán algo de sobreprotección. Antes de que la introducción del filme concluya, Cecilia repetirá, esta vez con éxito, su accionar suicida. Lo que sigue es un estudio de conducta de padres e hijas que la hija de Coppola filma con sobriedad, sin morbo, matizando la frialdad de la situación con la calidez del retrato de la adolescencia. No toma distancia, se pone en la piel de las chicas y se nota en los pequeños detalles: la música pop, algunos aciertos formales que se alejan del clasicismo sin caer en el clip (como los nombres de los chicos que le gustan a Lux, escritos en su ropa interior y mostrados por la cámara atravesando su vestido), la encantadora secuencia del intercambio telefónico de canciones, y finalmente, la sensación de que la directora supo como transmitir los personajes al elenco. Kirsten Dunst (Lux, la hermana mayor) y Josh Harnett están entre los más prometedores del grupo de jóvenes que suelen interpretar los bodrios de terror con estética televisiva. La composición de Woods y Turner es perfecta y el resto de las chicas está a la altura de los personajes. “Las Vírgenes Sucidas” es casi como una pintura en movimiento...los colores, los rostros, la música, los movimientos y los planos son pinceladas del paso de las estaciones, la opresión, el final de la inocencia y, por sobre todas las cosas, de la adolescencia. La película crea un magistral ritmo que nos lleva de la niñez a la juventud y de la juventud a la adultez.



Cuenta la leyenda que fue Thurston Moore, de la banda neoyorkina “Sonic Youth”, quien le regalo el libro de Eugenides a Sofía Coppola, y que ella escribió el guión mientras escuchaba el Moon Safari del grupo francés “Air”. Justamente estos últimos son los que terminan de darle forma a la película. Las canciones compuestas exclusivamente para la cinta marcan cada escena y nos transportan a escenarios de ensueño pasados, tenue nostalgia que sumada a temas de "Sloan", "Todd Rundgren" o "Gilbert O’Sullivan" se convierten en las canciones perfectas para transmitirlas en la cinta. Decir que “Las Vírgenes Suicidas” está en la línea del cine independiente norteamericano es restarle créditos. Se puede discutir, y eso con la obsesión de la directora con Kirsten Dunst, con su rostro, cabello, hombros, sonrisa, labios, piernas. Pero quién no. Dunst se adueña de la película de una manera sutil. Como las Lisbon, cinco chicas repletas de silencios a quien nadie parece comprenderlas. Ni sus padres, ni el psicólogo, ni el cura, ni los vecinos, ni sus contemporáneos, ni el espectador mismo. Ellas solo tienen su cuerpo y belleza como únicos moderadores. Y esa justamente fue su condena. El drama de las muchachas Lisbon le permite a Sofia Coppola exteriorizar sensaciones. Poco parece interesarle el dramático suceso, las motivaciones que lo provocaron o la búsqueda de culpables. Su objetividad en este aspecto linda con el documento informativo, el cual, nada tiene que ver con la labor periodística que desarrollan las televisores locales en la película y que Coppola crítica con dureza. Las hermanas Lisbon son presentadas como seres fantasmales, etéreos, intangibles. La influencia de su severa madre educándolas en un estricto ambiente religiosa ha sido decisiva. El personaje, que a pesar de su escasa presencia en pantalla es determinante en la historia, está magníficamente interpretado por Kathleen Turner, actriz cuya labor en esta película pone de manifiesta que ha sido totalmente desaprovechada en su faceta dramática.



En toda la pelícuka las hermanas Lisbon se sienten completamente perdidas. Representan a un grupo pero reivindican su individualidad: desde la pequeña e inocente Cecilia, a la que la maldad del mundo, sencillamente, le resulta insoportable, hasta la rebelde y hermosa Lux. La idea de pureza de Cecilia, asociada a esa Virgen de la estampita que se ve en el filme, es el fruto del catolicismo abstracto vivido por los padres. Lo que en principio es una religión que consiste en el seguimiento de un acontecimiento divino encarnado (Cristo y la Iglesia) que a la vez despierta las preguntas más fundamentales y hace percibir evidentemente que éstas tienen respuesta, en el caso de los Lisbon ha sufrido una reducción moral que la madre articula como una separación del mundo y de la realidad. Lo que las chicas han aprendido en casa es que el mundo es malo. El Cristo que se les ha presentado no es uno que abre a la realidad, que cumple lo humano, sino que lo censura. La virginidad católica es el producto de la bella transformación y cumplimiento de lo humano, no la derrota de lo humano ante las normas divinas. De esto no tienen prueba las chicas ni por asomo, porque el padre es un zombi, la madre una moralista que quiere aislar a las chicas del mundo, e incluso el sacerdote, en este sentido, no supone una diferencia, porque, a pesar de su visita post-mortem de cortesía, no es alguien cambiado, no es suficientemente humano como para gritarle a un padre cuya hija pequeña se acaba de suicidar y se está fugando de la realidad mientras sorbe una cerveza y celebra los puntos de su equipo de béisbol ante la televisión. Por eso no creemos que la película critique al catolicismo. En todo caso criticaría, en parte, la deformación de éste.



Lo curioso de esta película es que pone delante del espectador la compenetración ideológica entre el narcisismo y la religión entendida de modo moralista, unas normas sin ideal no son más que un elemento sado-masoquista en la vida. Es decir, si el Ideal no se encarna históricamente en el espacio y en el tiempo de las personas, si no existe la figura paterna, si no comparece un principio de realidad afectivamente cercano, un testimonio carnal de que el deseo de infinito es lícito y tiene respuesta y de que, por tanto, la herida de la vida, el sufrimiento y el sacrificio pueden ser afrontados con esperanza y alegría, pese a que podamos militar ideológicamente en las filas de la religión más anti-narcisista en cuanto a los principios, quedamos atrapados en sus redes culturales, ya que el Ideal del “Yo” sólo es una palabra en un discurso pero no está dentro de nuestra experiencia, con lo cual funcionamos igualmente como si nosotros mismos fuésemos nuestro Ideal. Es decir, la religión católica se puede vivir de un modo narcisista si no consiste en seguir un atractivo humano distinto de uno mismo y de sus ideas abstractas. Ante esta hipótesis educativa inhumana de los padres, las cuatro hijas reaccionan de dos modos diversos. Por un lado Lux reconoce la falsedad de la propuesta de sus padres y se lanza al mundo reactivamente. El resultado es que éste la defrauda y ella no tiene cómo elaborar esa nueva situación porque inmediatamente es incomunicada del mundo por la madre. Por otro lado, están las otras tres hermanas, que no reaccionan ante los padres sino que se dejan consumir en la acidia que la propuesta educativa familiar les provoca. Bajo la atenta mirada de unos vecinos en plena efervescencia adolescente, cada una de las Lisbon irá perdiéndose en su propio camino, a través de una historia que Coppola empapa de ese aire sesentero. Algunos verán aquí amor adolescente pero otros descubrirán un universo completamente desconocido: el de unas adolescentes perdidas en su camino, abrumadas por el fin de la inocencia. Todo bajo el color y la luz de la mejor Coppola, que después acabaría de rematar su labor con la genial “Perdidos en Tokio” (2003).



“Un canto a la pureza”

jueves, 12 de enero de 2012

Gran Torino

Director: Clint Eastwood
Año: 2008 País: EE.UU. Género: Drama/Amistad Puntaje: 10/10
Interpretes: Clint Eastwood, Christopher Carley, Bee Vang, Ahney Her, John Carroll Lynch, Cory Hardrict, Brian Haley, Geraldine Hughes, Dreama Walker y Brian Howe



Walt Kowalski (Clint Eastwood), es un veterano de la Guerra de Corea (1950-1953), además es un obrero jubilado del sector automovilístico que ha enviudado recientemente. Su máxima pasión es cuidar de su más preciado tesoro: un coche Gran Torino de 1972. Es un hombre inflexible y cascarrabias, al que le cuesta trabajo asimilar los cambios que se producen a su alrededor, especialmente la llegada de una multitud de inmigrantes asiáticos a su barrio. Sin embargo, las circunstancias harán que sus ideas vuelvan a replantearse al estrechar un lazo de amistad con dos jóvenes asiáticos, los hermanos Thao y Sue; No es habitual que un director estrene dos películas con sólo unos meses de margen (la anterior fue la correcta “El Sustituto”), menos aún cuando cuenta con casi 80 años y la calidad de los trabajos resulta estar muy por encima de la media. Algo llamativo y realmente destacable pero que pierde la condición de sorprendente cuando el individuo en cuestión es Clint Eastwood, etiquetado ya por los medios como “el último clásico”, no cabe duda que estamos ante un hombre de cine extraordinario, cuyo ritmo de trabajo (dice que es para mantenerse joven) está permitiendo que muchos de nosotros sigamos teniendo fe en este arte-negocio, que no está pasando precisamente por un buen momento. Además Clint Eastwood, como cuatro años antes en la impresionante “Golpes del Destino” (2004) vuelve a protagonizar una de sus películas. Una decisión que hasta ahora ha dado resultados magníficos, aunque los reconocimientos le lleguen más por su labor como director. Una decisión tomada con la plena consciencia de lo que puede aportar, sólo él, al personaje; sólo él puede darle los matices y el relleno necesario para que resulte completo, “real”, creíble en todo momento. Por cierto, se dijo que “Gran Torino” sería la última película de Eastwood ante las cámaras, pero quizá sólo era una maniobra publicitaria, pues éste ha declarado que no es cierto, que no lo ha decidido; sólo se lo quiere tomar con calma.


El protagonista de “Gran Torino” es sin duda Walt Kowalski, un hombre acabado, alguien que ya no pertenece a esta época. Tras perder a su mujer, Walt se encuentra solo en medio de un mundo en constante cambio, donde nada se hace ya a la manera que él conoce, donde los valores y la integridad que rigen su vida son motivo de risa. Su propia familia lo ha abandonado, incapaz de comprenderlo; tampoco es que él sienta gran pena por ello, valora lo que tiene, su silenciosa mascota le hace compañía, y es perfectamente capaz de mantener en perfectas condiciones su hogar (en cuyo garaje está el preciado coche que da título a la película y que simboliza todo lo que ama y respeta Walt). Sin embargo, esa casa está en un vecindario que ha dicho adiós a los norteamericanos y hola de los inmigrantes, lo que provocará los conflictos más directos e inmediatos del filme, que entre otras cosas, también habla de la familia y, más en general, de los valores de la sociedad. En un tiempo de excesiva, y aún creciente, corrección política, una película como “Gran Torino” es también, aparte de una buena película, un soplo de aire fresco, aunque es evidente que muchos no lo van a entender así. Al margen de que el filme quede reducido a una etiqueta de “thriller palomitero” (que no estaría mal, pero no es el caso), el hecho de que el protagonista, más aún con el rostro de Clint Eastwood (es decir, el de “Harry el Sucio”), empuñe un rifle y se tome la justicia por su mano es un jugoso cebo para la polémica y el rechazo por parte de los espectadores más “correctos”, mientras que los más “progresistas” probablemente la acusarán de “facha”, entre otros absurdos similares. Sí, sí, puede que te resulte divertido, pero mira lo que ha pasado con Charlton Heston, al que incluso en “revistillas” supuestamente hechas para aficionados al cine se le está recordando más por su defensa de las armas de fuego en su país (algo que, recuerdo, proviene de la constitución estadounidense) que por su memorable trabajo en el cine.



Creo que especialmente en los últimos años de su carrera, Clint Eastwood (profundizando una tendencia que en realidad está presente desde el principio de la misma) efectúa un lento y reflexivo movimiento que le ha ido conduciendo al otro lado del espejo, a la otra cara de esa imagen que a lo largo de los años ha ido moldeando el propio Eastwood. Vista así, toda su obra viene marcada por el despojamiento progresivo de los ropajes que han conformado su imagen, que es producto de su continuo cuestionamiento y por el gradual desvelamiento de sus entrañas más profundas. Eastwood ha elaborado una imagen muy estereotipada de él mismo y de su país, con magníficos resultados y con su reverso más tenebroso. El principal valor de una película como “Gran Torino” radica en que en ella este movimiento por fin concluye en el preciso otro lado, justo enfrente de su lugar de partida, en su perfecto negativo: el carácter mortuorio de la cinta es, pues, la irreversible constatación del fin de un trayecto. A lo largo de los años, Clint Eastwood ha logrado así un milagro casi alquímico: seguir manteniéndose fiel a sí mismo a medida que procedía a su propia negación. O mejor dicho, la de cierta imagen que lo acompaña, la más divulgada, esto queda patente en las emotivas últimas escenas de la cinta, donde Eastwood diseña incluso la apariencia con que será presentado a los demás por última vez, proviene de ahí, de esa oportunidad que le concede la vida de trazar, en sus últimos instantes, su imagen final, de escribir el punto final, de dar las últimas pinceladas de su autorretrato, en definitiva lo que lleva haciendo desde hace mucho tiempo el propio Eastwood, y que aquí parece alcanzar una especie de plenitud. Es así que en todo el filme seguimos a este correoso veterano, a sus insultos e ironías, a través de un relato sereno y plácido, que poco a poco se va oscureciendo, al sumergirse en los meandros de la América multirracial y multicultural que ha heredado Obama, que ha transformado un país que no se reconoce a sí mismo, gracias a sus errores y prepotencia, su identidad y su dignidad. En ese sentido, Kowalski (para colmo, descendiente de inmigrantes) es un fantasma, o un muerto viviente, incapaz de cambiar a un barrio que ya no existe, que vivirá una experiencia de redención al conocer a la comunidad hmong, que lo ayudara a enfrentarse a sus terribles demonios de una vez por todas.



Entendamos, aunque pueda resultar complejo, que una cosa es el cine y otra la vida real; entendamos, de una vez, que una cosa es lo que haga un actor en una película y otra, a veces totalmente diferente, lo que hace y piensa esa persona en su vida privada; y por último, por favor, intentemos entender que hay situaciones, tanto en el cine como en la vida real, que escapan a las convenciones, a lo establecido y a lo estrictamente razonable. A riesgo de que me dirijan a mí también uno de los ataques más injustos que se le hacen a Eastwood (quien se declara políticamente “libertario”), creo que “Gran Torino” plantea algo que para más personas de las que lo admiten es absolutamente lícito; estoy seguro que serán muy pocos los que vean esta película y no suelten (o piensen) en determinadas escenas algo así como “ve por ellos, Clint“. Y no, esto no es lo mismo que “una de cinta de Seagal”, aquí, como he señalado, se tocan muchos temas, hay muchas lecturas. Además la cinta adquiere la forma de una perfecta síntesis de la carrera de Eastwood, y el trayecto que Walt Kowalski recorre en ella es también el que Eastwood ha realizado como actor y cineasta a lo largo de casi medio siglo. Si hay un momento que me parece especialmente emocionante en esta película es aquel en que, tras contemplar las consecuencias de su conducta (para vengarse de la paliza que le dan a Thao, Kowalski había golpeado salvajemente a uno de los matones), también Kowalski queda petrificado ante la visión de Sue ensangrentada tras haber sido violada, se le cae de las manos un vaso, hecho mostrado en un revelador inserto (momento similar a aquel de “El Sustituto” en que a un policía se le cae la ceniza del cigarrillo, paralizado al enfrentarse al horror más indecible). Y esta intensa emoción proviene del hecho de que este momento supone el definitivo punto de inflexión, el momento en que, como el vaso, se hace añicos la visión del mundo a la que se ha aferrado con todas sus fuerzas el personaje. Toda una concepción de la vida derruida en un momento. No es casualidad, pues, que en la siguiente escena, cuando Kowalski se pone a dar puñetazos a diversos objetos de su cocina, consecuencia de la rabia que siente por lo ocurrido, pero sobre todo hacia sí mismo, Eastwood propine uno de sus puñetazos directamente a cámara, golpeando también ese reflejo de sí mismo situado más allá de la cámara y que lo ha seguido toda la vida como una ominosa sombra. No puede sino resultar terriblemente emocionante que un hombre de casi ochenta años muestre semejante grado de autocrítica.


Una cosa interesante de la cinta es que no es extraño que Kowalski aparezca con frecuencia en la película hablando solo (a veces con su perro), o conversando con su imagen reflejada en el espejo, o que se exprese, sobre todo al principio, a través de un gruñido que realmente sólo él escucha. Posteriormente, ya salido de su solipsismo, de su ensimismamiento en el pasado y en la culpa, Kowalski se anima a hablar, a entablar contacto con el otro, primero con el cura en su casa (Christopher Carley), luego durante la confesión largamente pospuesta, luego con Thao en el sótano, e incluso lo intenta con uno de sus hijos por teléfono. Y es que en “Gran Torino” pasamos de Eastwood hablando consigo mismo, o más precisamente, con la imagen que se tiene de él y se ofrece a los demás (diálogo que informa buena parte de su obra) a Eastwood pasando el relevo, inmolándose para transferir su herencia, cediendo la palabra. Y realmente eso es lo que queda, la transmisión de una voz genuina, como certifican las imágenes de Thao conduciendo el Gran Torino mientras escuchamos la canción homónima, compuesta e interpretada por el propio Eastwood, mientras se suceden los créditos finales. Y eso es lo que representa “Gran Torino” en la carrera de Eastwood: la culminación del precioso legado que durante último medio siglo nos ha regalado la inconfundible voz de un cineasta singular, más allá de la presencia mítica que él mismo ha personificado. Necesitamos reglas de convivencia y necesitamos aplicación de la justicia, la sociedad no puede mantenerse con la ley de la selva, pero la que rige hace agua por todas partes, y provoca situaciones escandalosas que vemos todos los días en los medios de comunicación (que cada vez informen menos es para otro debate). Necesitamos orden y justicia, pero muchos de los que deberían vigilar su cumplimiento parecen pensar otra cosa. Lo mismo que los padres, en mi opinión, tener y cuidar un hijo debería quedar en manos de personas que realmente tengan tiempo y capacidad; si no, pasa lo que pasa, los ejemplos los tenemos a diario en la calle, sólo tenemos que dar un paseo (por las noches en las apestosas plazas, por ejemplo) o abrir la ventana y echar un vistazo, con cuidado de no mantener contacto visual. La máxima de “tu libertad acaba donde empieza la de los demás” es bien sencilla, realizable y exigible.



Rendir cuentas con el pasado, pues, es el objetivo último tanto de Kowalski como de Eastwood. El pasado de su país, el pasado de su carrera e incluso el pasado de determinadas tradiciones genéricas del cine americano. No renegando de ellos sino asumiéndolos, mirándolos de frente, única forma de seguir hacia delante. La asociación del sentimiento de culpa, de la necesidad de expiar los errores del pasado, con el surgimiento de unos sentimientos paterno filiales que se creían perdidos ya y que se convierten en la mejor forma de superar ese pasado, de reescribirlo aunque sea, en cierta medida, de forma ilusoria, como esta insospechadamente película, creación de uno de “los últimos clásicos” del cine, como se ha repetido tantas veces, que probablemente el representante privilegiado y el más brillante, de la nueva generación del cine americano es Paul Thomas Anderson, lo que no se sabe bien si habla de la esencial modernidad del cine de Eastwood o del subterráneo clasicismo de Anderson; probablemente, en realidad, de lo frágil y estéril que resulta delinear semejantes fronteras. Hasta ese tramo final, en el que Kowalski se enfrenta ante todo a sus fantasmas, y en el que el mito de Eastwood se enfrenta a sí mismo, reconstruyéndolo con una dignidad indescriptible, vivimos el crecimiento de una amistad, de forma paulatina y verosímil, que comienza de manera casual gracias al desencadenante que supone el Gran Torino del título. El Gran Torino significa varias cosas dentro de la lógica de este relato. No sólo es el “mcguffin” de la película, sino que simboliza de alguna forma el pasado al que se aferra su dueño, y cristaliza una forma de expresión típicamente americana que ya no existe, y que representa un anacronismo. A medio camino entre el drama social y el western urbano, Eastwood firma una obra maestra incontestable, perfecto testamento interpretativo, conclusión de un discurso moral y estético, la dureza de sus imágenes, es como una patada en el estómago que desarma cualquier atisbo de complacencia, pero la compasión conque filma extrae lo mejor de nosotros mismos. Además conjuga con sutileza el drama, la comedia y la acción, donde propone una reflexión necesaria.



"Bello testamento y compendio de Eastwood"

domingo, 8 de enero de 2012

Magnolia

Director: Paul Thomas Anderson
Año: 1999 País: EE.UU. Género: Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Julianne Moore, Tom Cruise, John C. Reilly, Philip Baker Hall, William H. Macy, Jeremy Blackman, Melora Walters, Jason Robards, Philip Seymour Hoffman, Melinda Dillon, April Grace, Henry Gibson, Michael Bowen, Alfred Molina, Emmanuel Johnson, Felicity Huffman y Luis Guzman



La película consta de nueve tramas paralelas que tienen lugar en el Valle de San Fernando, en Los Ángeles: un niño prodigio, el presentador de un concurso de televisión, un ex-niño prodigio, un moribundo, su hijo perdido, su mujer y su enfermero. Son historias aparentemente independientes, pero que guardan entre sí una extraña relación; Tercer largometraje de Paul Thomas Anderson, tras el rotundo éxito de la tremebunda “Boogie Nights” (1997), que a golpe de talento le situó en la órbita de los directores más importantes de su generación, rivalizando además con los más célebres de la generación del Nuevo Hollywood, a quienes tanto ama y tanto debe. Puedo asegurar que “Magnolia” no es solamente la mejor película norteamericana del año en que vio la luz, sino probablemente una de las más bellas, profundas, enigmáticas, singulares y poderosas películas norteamericanas en muchas décadas. Existen pocos placeres comparables a escribir sobre las películas de nuestra vida (y el único superior es volver a verlas), porque haciéndolo no solamente se les rinde homenaje y veneración, sobre todo uno aspira a contribuir en algo a que universalmente sean reconocidas entre lo más hermoso y emocionante que se puede ver en una pantalla, y así uno pueda formar parte de ellas, aunque sólo sea dejando por escrito la propia, e infinita, admiración. “Magnolia” es una película sobre la enfermedad del ser humano del presente. Una terrible y tortuosa soledad que nos hace sentir incomprendidos, maltratados y hundidos. Asimismo, “Magnolia” es también una película enferma. Desequilibrada, excesiva, opulenta, artificiosa y cinéfila. Y, sin embargo, es esa misma enfermedad la que la convierte en una experiencia arrolladora y traumática, explorando sin miedo al ridículo y con una sinceridad herida por la rabia la compleja sensibilidad de una realidad que contemplamos atónitos. Además cuenta con uno de los mejores guiones narrativos que se han escrito jamás, uno de los más asombrosos repartos de intérpretes en estado de gracia que posiblemente nadie haya disfrutado en una pantalla, una de las puestas en escena más audaces y valientes a las que cualquier realizador pueda aspirar, y una de las historias más ricas en matices y personajes, y más originales en desarrollo y ejecución, que podríamos imaginar.



Las películas de Paul Thomas Anderson hablan acerca del amor, el amor en todas sus formas: la necesidad de amar, la búsqueda de amor, la carencia de amor y la capacidad o incapacidad de amar. A diferencia de otras de sus películas, en “Magnolia” Anderson concentra su interés en las diferentes formas de ausencia de ese amor. Uno de los amores más sencillos y, aparentemente, fáciles que existen es el de la familia. Un amor que no necesita de coincidencias o esfuerzos para nacer. Un amor del que carece, por ejemplo, Frank Mackey (interpretado por un inspirado Tom Cruise). Desnudo por esa ausencia, convertido en un ser perdido, encontrará el camino para llenar ese vacío. La anestesia que le permite olvidar el dolor de la ausencia de su padre tiene forma de rencor. Un rencor que actúa como coraza y que apunta hacia todas las direcciones. Frank siente que todo el mundo quiere hacerle daño y ha encontrado la solución para que nadie le vuelva a hacerse sentir vulnerable: “respetar la polla y domar el coño”. Frank no desea relacionarse con seres humanos, Frank prefiere las pollas y los coños convirtiendo las relaciones humanas en campos de batalla en los que él siempre será el vencedor, ya no habrá más derrotas. Frank va a domar cualquier “coño” que desee y lo hará cuando quiera y donde quiera. Solo la posibilidad de vengar el sufrimiento de su madre posibilitará que el muro en el que se ha convertido su mirada suficiente y orgullosa se derrumbe. Si las heridas de Frank han endurecido su piel, las de Donnie Smith (William H. Macy) y de Claudia Wilson Gator (Melora Walters) los han convertido en seres débiles e inseguros. Con la capacidad y habilidad para amar amputada, Claudia, víctima de los abusos sexuales de su padre durante su niñez, es un ser que deambula desvalido por caminos de autodestrucción. Y el ex-niño prodigio Donnie Smith se siente confundido, confunde su obsesión por un camarero ignorante con un amor verdadero, y esto se suma al desconcierto que le provoca ser incapaz de canalizar y externalizar un sentimiento de amor que le absorbe y que convierte su inteligencia en una herramienta inútil que solo ha servido para destruir lo único precioso que verdaderamente tuvo un día: su niñez.



Pese a la existencia de muchísimos personajes no es algo usual encontrar el amor en pareja en las películas de Anderson, “Magnolia” no es una excepción, sino más bien el paradigma de dicha teoría, a pesar del carácter coral de la obra, podría decirse que la única relación de pareja que presenciamos es la que nace entre Jim Curring (John C. Reilly) y Claudia. Historias de amor poco convencionales, nos muestran el encuentro de gente que por su carácter está acostumbrada a la soledad, que ha asumido esa soledad como algo natural y inherente a sus vidas, relaciones en las que se detecta que para estas personas relacionarse y comunicarse supone un esfuerzo demasiado grande. Las situaciones que vivimos junto a ellos están mas caracterizadas por la incomodidad con la que las enfrentan que por la ilusión de un encuentro salvador e inesperado. El amor en pareja en las películas de Anderson se nos presenta como un deseo de amor dulce y artificiosamente sincero que se intuye en pequeños detalles cuya ternura se ve enfatizada por la crudeza y tristeza que rodea a los personajes. Ese vertiginoso caudal de sinceridad verbal en el que se ven sumidos los personajes “andersonianos” los sitúa ante el espectador en un complejo equilibrio entre el ser desvalido del conocimiento de las reglas sociales más comunes y una persona que enfrenta a conciencia la realidad de sus problemas. La equidistancia a ambas posibilidades es un elemento de tensión dramática con la que juega constantemente el director en sus diálogos, una de sus grandes virtudes o defectos. Pero volvamos al amor. Un amor que llama la atención por su inocencia, muy alejada de la naturaleza o comportamiento habitual de sus protagonistas, una inocencia cercana al amor infantil o platónico, una de las características del cual es la ausencia de carnalidad. El sexo en “Magnolia” aparece mayormente en los diálogos, Frank Mackey habla continuamente acerca de sus hazañas sexuales, mientras que Linda (una maravillosa Julianne Moore) y Earl (Jason Robards) mencionan el sexo durante las confesiones de sus infidelidades. También vemos sexo entre Jimmy (Phillip Baker Hall) y una de sus amantes, así como se intuye que existió sexo entre Jimmy y su hija Claudia años atrás. No es difícil ver como ese sexo no es nunca una expresión de amor, al menos del amor que se nos pretende mostrar en las historias que conforman el relato. Pareciera que todo este sexo actúa principalmente como contraposición al amor de las parejas, subrayando el carácter inocente y puro de éstas.


“Hay que captar la atención del espectador en los cinco primeros minutos” - Paul Thomas Anderson. Esta afirmación hace referencia a los chistes o anécdotas que se pueden encontrar en las películas de Anderson en los primeros minutos de duración, como por ejemplo la caja de cerillas que explota por combustión espontánea en el pantalón de John en “Hard Eight” o las tres historias de coincidencias que dan inicio a “Magnolia”. Yo iría más allá con esa afirmación, creo que los comienzos de las películas de Anderson son apasionantes, no solo por las bromas y por el humor del que a veces carece el resto del metraje de sus películas, sino por la capacidad para presentarnos en pocos minutos una situación inicial clara y simple en su planteamiento pero llena de matices, detalles y pistas de la innumerable cantidad de elementos que llenarán la pantalla durante las siguientes horas. Las películas de Anderson son películas de personajes, y en pocos minutos los tenemos perfectamente definidos y situados. Las tácticas son diferentes pero el objetivo y el resultado similar. El caso de “Magnolia” es el más espectacular, ya que en un abrir y cerrar de ojos tenemos: la introducción con las tres historias de casualidades que nos ponen en el ambiente de la historia y nos plantean algunas de las incógnitas que se tratarán de resolver y la presentación de todos (muy numerosos) los personajes protagonistas, conoceremos su situación, sus problemas, pinceladas de su carácter e incluso su función dentro del esquema de la película. Todo ello en un recital de velocidad narrativa, acumulación de detalles visuales y marcas de estilo (numerosos y variados movimientos de cámara, tipos de iluminación, recursos narrativos). Y ya que hablamos de comienzos, hablemos de la estructura completa de las películas. Sin necesidad de un esfuerzo de análisis demasiado intenso podemos dividir "Magnolia" en tres bloques claramente definidos: Presentación (de la que ya hablamos anteriormente), Breakdown (término utilizado por el propio Anderson) y Desenlace. Estos bloques son distinguibles no solo por su contenido narrativo sino también, y sobretodo, por su ritmo. Breakdown: en esta fase de la película observaremos como todos los personajes se ven rendidos ante su enfermedad, una realidad que a ritmo de número musical se desvela como una caída imposible de parar. Todas estas situaciones provocan que el ritmo de la historia caiga en picado, abundan las transiciones de historia a historia y los tiempos muertos dramáticos, todo ello mientras la banda sonora (omnipresente a lo largo de casi todo el filme) intensifica el estado de tensión dramática latente, advirtiendo la inminente llegada del desenlace.



Desenlace: redención y esperanza, ese parece ser el mensaje que Anderson pretende que prevalezca en el final de sus historias, pero lo consigue solo a medias ya que, pese a ser un descarado amante de los finales felices, no puede pretender que tanto mal desaparezca de un plumazo. El final de “Magnolia”, en forma de epílogo literario, es la síntesis final de todas las preocupaciones y conflictos que se plantean en la película. Unos recibirán el perdón y una nueva oportunidad, otros no podrán superar el dolor de sus heridas, y sin embargo no todo queda tan atado como podría parecer. Me gustaría analizar con cierta profundidad la visita final de Jim a la casa de Claudia. Una declaración de amor (improvisada por Anderson en el último momento) y a la sonrisa de Claudia. Pero ¿Qué nos quiere decir esa sonrisa? Según Anderson significa que aún existe esperanza y que Claudia enfrentará la posibilidad de amar y ser amada. Pero creo y defiendo que esa sonrisa puede tener más de un significado. Creo que esa sonrisa es interpretable como la exteriorización de una derrota tan intensa que solo se puede expresar a través de una expresión opuesta a su origen, según esto podría leerse que, pese a que la belleza existe en este mundo, también existen personas que, como dice la canción que suena en ese preciso instante, “sospechan que nunca serán capaces de amar a nadie”. También pienso que esa sonrisa se puede interpretar como un guiño al espectador, una búsqueda de complicidad que nos permita decir “las cosas no son tan serias y terribles como se muestran en esta película”. No sé, yo me quedo con las tres. “Magnolia” se presenta ante nosotros como una búsqueda de respuestas, como un estado de desorientación e incomprensión de una realidad que no sabemos explicarnos, como un estado de ansiedad que confunde nuestra razón. Una búsqueda de respuestas a ese algo que mantiene perdidos a los habitantes del universo “Magnolia” (una muestra del mundo, cuyas elecciones poco tienen que ver con la casualidad, según los ojos del director), la respuesta a: ¿cuáles son los mecanismos que rigen el transcurrir del tiempo, como máxima representación del suceder de las cosas?. Una de las expresiones más repetidas a lo largo de la película en forma de afirmación rotunda o dubitativa es el “son cosas que pasan”. El narrador de los tres sucesos (anécdotas) que conforman el singular comienzo de la película no puede dar crédito a que estas “cosas” sean fruto del azar, “esto, por favor, no puede ser una de esas cosas, en mi opinión, no puede se”, afirma Stanley Spector con pasmosa tranquilidad, mientras observa una inexplicable lluvia de ranas, que esa es una de esas cosas que pasan, y un cuadro en la pared de la habitación de Claudia Wilson Gator, nos rebela que aquello (la lluvia de ranas) realmente pasó.



La misteriosa lluvia de batracios conforma la primera capa de la caleidoscópica “Magnolia”, la cáscara, que a modo de truco de guión ayuda a crear un primer clima de agobio que nos ponga alerta, que nos haga pensar “esto va a ser algo grande”. Porque no se me ocurre calificarlo de otra manera: un truco. Que fácil es desconcertar a una persona preguntándole “¿porque pasan las cosas?”, imposible rehuir la pregunta, imposible esquivarla o buscarle un fallo que la anule. Las cosas pasan, el tiempo no se toma descansos y actúa como un motor sin piedad ante aquellos que quieren darle la espalda a la realidad, como es la gente que habita “Magnolia”. Además la cinta está llena de señales, señales escondidas que parecen decirnos que todo lo que va a pasar está determinado, que todo lo que está pasando tiene un porqué y una consecuencia, que todo nos lleva a un momento clave (lluvia de ranas) que va a desenredar la tela llena de nudos en la que se ha convertido la realidad. Las señales están por todas partes: escondidas en centenares de planos de la película existen referencia escondidas, o no tanto a una cifra: 8.2. Esto hace referencia al pasaje bíblico Éxodo 8.2 que dice: “Y si no lo quisieres dejar ir, he aquí yo castigaré con ranas todos tus territorios”. Lejos del juego se encuentra la realidad y la vida. “Magnolia” es un vómito de miles de ideas, reflexiones, principios, recuerdos y homenajes que rondaban por la mente de Anderson cuando este decidió enfrentar la escritura del guión de la película. Esta suma de elementos hacen de “Magnolia” la película más personal de su director. No defiendo como una virtud clara la aglomeración excesiva de elementos en pantalla, ya que este exceso no permite la fácil digestión de detalles visuales, pero me parece que lo que sí consigue Anderson es que todas estas partículas de su experiencia y conocimiento apunten en la dirección que él desea. Anderson sube la intensidad, con la despedida silenciosa de Frank a su padre, el precio que debe pagar Donnie por su crimen, o la mirada alucinada de un niño solitario que parece apreciar cosas que nadie puede. De un plumazo, Anderson funde cine surrealista, con musical, con cine indie, con melodramático, con trágico, sin olvidar el guiño a “2001: Odisea en el Espacio” (1968). Por esta cinta Paul Thomas Anderson ganaría el Oso de Oro del Festival de Berlín a Mejor Película. Pero más allá de premios, o de recaudaciones (en Estados Unidos ni siquiera cubrió los gastos), “Magnolia” convoca lo mejor de nosotros mismos y convierte al cine en algo mucho más verdadero e imprescindible de lo que es a menudo.



"Brillante y demoledora"