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sábado, 25 de febrero de 2012

Dogville

Director: Lars Von Trier
Año: 2003 País: Dinamarca Género: Drama/Thriller Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Nicole Kidman, Paul Bettany, Lauren Bacall, Stellan Skarsgård, James Caan, Ben Gazzara, Harriet Anderson, Jean-Marc Barr, Patricia Clarkson, Jeremy Davies, Philip Baker Hall, Udo Kier y Chloë Sevigny



Grace (Nicole Kidman) llega al remoto pueblo de Dogville huyendo de una banda de gangsters, allí conocerá a Tom (Paul Bettany), quien anima a los vecinos a ocultarla. Grace agradecida empieza a trabajar para ellos. Sin embargo, cuando la comunidad sea sometida a una intensa vigilancia policial para dar con la fugitiva, sus habitantes exigirán a Grace otros servicios que les compensen del peligro que corren al darle cobijo. Grace aprenderá, de un modo brutal, que en ese pueblo la bondad es algo muy relativo pero ella guarda un secreto que no quiere desvelar; “Dogville” es una película compleja, dura, intensa, exagerada y brillante. De toda la filmografía de Lars Von Trier esta es una de mis favoritas, pero la pregunta realmente importante es ¿por qué a pesar de haber muchas cosas que me han parecido un poco fuera de lugar, desmesuradas e incluso gratuitas, sigue habiendo una esencia que me hace difícil el renegar de este largometraje? Creo sin lugar a dudas que la respuesta viene dada por la valentía de hacer un proyecto de este calibre... Ya hemos tenido varias oportunidades de comprobar el afán abarcador, ambicioso, desmesurado de Von Trier, en esta cinta ensaya la conjunción de teatro y cine, a través de una puesta en escena muy impactante: como Dios, el espectador tiene en la primera toma una mirada cenital del set, un gran espacio negro, un enorme escenario en cuyo piso se hallan pintados los croquis de las casas de Dogville, cuyos habitantes viven a lo largo de una breve calle. En la planta de cada casa está pintado también el nombre de su dueño, y la ausencia de paredes y la consiguiente visibilidad permanente expresa la exposición de todo lo que allí sucede, sin fronteras entre lo privado y lo público. Un fondo negro o blanco indica si la escena es nocturna o diurna, y a la vez limita el alcance de la mirada al pueblo mismo. Los habitantes son testigos de todo lo que ocurre en su pueblo pero no ven más allá del camino que llega a Dogville.



Todo funciona en la película de manera exacta. La narrativa y el hecho de que el decorado no sea más que una gran nave con las diferentes estancias dibujadas en el suelo, ayudan a conformar ese espíritu de gran fábula sobre el comportamiento humano. Todos los personajes son en su parte más íntima, arquetipos fácilmente reconocibles por cualquier persona del Planeta Tierra. Sus desarrollos psicológicos están perfectamente medidos y justificados, sin perder por ello su tono de cuento, ayudado sin lugar a dudas por la voz en off de John Hurt. La manera en cómo los humanos pueden llegar a ser infernalmente crueles sin dejar de convencerse a sí mismos de su gran corazón, es retratado de manera irónica y cruel. Sólo se pueden tener buenas palabras cuando se reflexiona sobre aquello de fábula moral universal que tiene "Dogville", haciendo la única excepción de la secuencia protagonizada por James Caan, donde el guión puede tornarse un poco didáctico, esto hace que pierda un poco de fuerza y consistencia, pero lo que realmente Von Trier busca es una hazaña, para ello retrata de una manera sin igual sus percepciones individuales y por tanto subjetivas de un pueblo de EE.UU. Me considero especialmente fanático del cine, del estilo de Nietzsche tal vez para quién la representación coincidía con un sincero malestar, malestar que se manifestaba acudiendo a lo que socialmente se consideraría deprimente, enfermo. ¿Quién sino el o yo, se reiría a carcajadas de la escena ultra impactante en la que se dispara a quemarropa a un infante enfrente de los ojos de su madre? No es secreto quizá, que a pesar de que un esfuerzo inicial pretende encerrar únicamente inclinaciones de una comunidad especifica, encierra la generalidad de la especie humana, sus debilidades, pasiones, el famoso arte del engaño y la manipulación. Las aberraciones a las que llega una comunidad en pro de una moralidad menos infestada. Esta película forma parte de una trilogía contra el sistema y la sociedad americana. Como lo oyen. Es de psicopático la obsesión de este autor con un país que ni siquiera conoce. Porque nunca ha estado allí y no parece que tenga mucha intención de posar en ultramar su lindo pie. Cosa que tampoco se le puede reprochar, pues está muy en sintonía con los conocimientos generales de los europeos sobre el misterioso y siempre desasosegante país transoceánico. Lo que hubiera sido una obra de arte en relación al "espíritu humano".


Además “Dogville” es una historia desgarradora donde se representa magistralmente la esencia de la condición humana en cada uno de sus intérpretes. Desde el humilde granjero, el médico hipocondríaco, la erudita profesora o el ciego automarginado, gente bondadosa y “temerosa de Dios”, todos comparten esa tendencia, parte intrínseca de la historia y del ser humano, de utilizar vilmente su poder sobre los demás. No se trata de una maldad irreal, morbosa o caprichosa, sólo hay que pensar en los innumerables actos de violencia física, moral o sexual que sea practicado y sea práctica a lo largo de la historia de la humanidad contra cualquier persona que se haya considerado esclavo o inferior: ya sea negro, judío, indio, cristiano, musulmán, presos políticos o no políticos, etc. La protagonista se encuentra en una posición semejante, los habitantes del pueblo son sus dueños, si ella no los satisface, ellos pueden echarla del pueblo y dejarla en manos de sus perseguidores, a lo largo de un prólogo y nueve capítulos, en un escenario que recuerda a las representaciones teatrales de Bertold Bretch, Lars Von Trier vuelve a reinventar el cine con la creación de un escenario irreal, pero que nos ayuda a apreciar más la crudeza de la humanidad, además con la elaboración de los arquetípicos para sus personajes trata de que el espectador capte las determinadas inclinaciones morales de cada uno en una búsqueda de necesaria complicidad. Poco a poco, nos adentramos en este cuento moral y alegórico en el que la línea que separa el bien del mal es tan frágil, que nos balanceamos del sacrificio a la inocencia preguntándonos si realmente el alma humana es capaz de regenerarse tras explotar y degradar a otra, trazar así de bien la maldad del ser humano tiene mucho mérito. Ese lado oscuro y terrible que bien podría presentarse bajo la certeza de que el hombre es un lobo para el mismo hombre es sólo una parte, también creo en la bondad, el altruismo y las buenas intenciones. Pero en “Dogville” sólo encontramos lo peor de lo peor, todo es tan terrible que me ha hecho daño y eso es muy meritoso creo yo.


Como dije anteriormente todo lo visto me recuerda a ese cuento del lobo que se disfrazaba con una piel de cordero para engañar a sus víctimas. O quizás sea mucho más complejo que eso. Me recuerda a un relato que escuché en otra película en el que un violador pedía perdón a su víctima mientras cometía su atroz acto. El ser humano es la única criatura del mundo que se destruye a sí misma a conciencia. Von Trier propina un golpe brutal a los cimientos de la sociedad. Muy lejos de ofrecer algún atisbo de esperanza o de posibilidad de redención, nos muestra los infectos suburbios interiores de la estructura social, en los que los peores impulsos de la condición humana se hallan acechantes, aguardando tras un hipócrita barniz de aparente cordialidad y bondad el momento de abalanzarse sobre la presa ideal. La mayoría de las comunidades humanas no pueden soportar que alguien les haga mirarse a su propio espejo y contemplar la degradación de sus propias almas. Ése es el peor pecado que puede cometer alguien: ser íntegro y que los demás en comparación se sientan ignominiosos. En alguna parte leí que la sociedad puede perdonar todo, menos que le muestren la verdad que no quiere ver. En la comunidad analizada por Von Trier, al principio se quiere dar la imagen de ecuanimidad y generosidad. Pero como todas las comunidades, desconfían de los recién llegados y les piden a cambio de su hospitalidad ciertas retribuciones, con lo cual la idea de que ofrecen su "generosidad" espontáneamente y desinteresadamente se pulveriza. En este mundo cruel nada se da gratis, nada se da a cambio de nada. Y mientras la presa elegida y acogida se ofrece mansamente y devotamente a sus anfitriones, con la falsa ilusión de haber encontrado un hogar, éstos demostrarán con creces que si hay algo que la sociedad no aguanta es que le restrieguen su ficticia fachada, su falta de humildad y su afán por destruir todo lo que encierra principios, belleza y honestidad. Una de las peores cosas que le puede suceder a una comunidad es que le originen necesidades que antes no tenía. Cosas que antes nunca se había planteado, se convierten de repente en un imperativo, en una exigencia, y todo simplemente porque alguien que tiene un corazón grande ha ofrecido su mano y lo que han hecho es cogerle todo el brazo hasta el hombro.


Si al principio de la película la mirada de Von Trier desciende de las alturas de su decorado reducido a mínimos, lo hace como concreción visual de la mirada de Grace, personaje que encarna a la gracia salvadora en el particular evangelio imaginado por Von Trier. Grace emprenderá una silenciosa transformación de ese microcosmos anquilosado, enfermo crónico de ceguera espiritual; los habitantes del pueblo se benefician de sus bondades, adquieren voz y vida a la manera del teclado que antes había permanecido mudo, como si Grace les fuera dando el tono en voz baja. Sin embargo, se resisten, en el fondo de su corazón, a corresponder a ellas. No se me quita de la cabeza la imagen de un ser que te dice lo mucho que te ama y que te aprecia, mientras sostiene sobre tu cuello un cuchillo con el que empieza a rajarte suavemente la piel. Te dice palabras hermosas al oído, con tanta dulzura que pese a todo confías en esa persona, aceptas todo lo que hace porque crees en lo que dice. Y mientras te va degollando lentamente, con exquisita delicadeza, tú piensas que lo que hace está bien hecho, porque esa persona es más sabia que tú, tiene la solución para todo. Y esa persona se convence a sí misma de que eliminarte es lo mejor que puede hacer, porque tú eres una criatura demasiado bella y enigmática para que se pueda soportar tu dolorosa presencia. Eso es lo que hace la sociedad. Como aquellos dioses de la antigüedad que castigaban a las personas de las que se sentían celosos porque éstas poseían cualidades que envidiaban, la sociedad acaba por engullir todo aquello que brilla con su propia luz. Sobre Lars sólo puedo decir que me gusta su cine y me gusta esta peli. Mucho. Pero la ausencia de artificio me parece artificiosa en sí misma. De hecho, llamar artificio a unas localizaciones y a unos decorados bien perfilados me parece una pose más que una actitud. Lars imita estéticamente a Dreyer en lo trivial, en un supuesto despojo. Pero Von Trier trata ese despojo con el cuidado del que encuentra en ello algo más que un recurso para la narración y para el mensaje. Von Trier condensa el artificio, lo camufla y empequeñece. Pero no lo elimina, le da, simplemente, otra configuración. Pero lo hace desde las intenciones de cineastas como Haneke.



La tarea salvadora de Grace es muy influyente en las vidas de los pobladores de Dogville, trata de rescatarles de sus errores; Grace no posee nada, salvo esas siete figuritas que va adquiriendo en la tienda del pueblo, y que simbolizan los pecados capitales, de los que va librando a los habitantes del pueblo. Pero los hombres no quieren ser librados de sus vilezas, y eso les lleva a esclavizar a la fuente que les proporciona tantos beneficios; tan sólo aprovechan su posición de poder y simplemente se los exigen, no hacen sino reclamarlos con creciente egoísmo, que es el otro nombre de la maldad. Con todo, aquí lleva a cabo un interesantísimo a la par que novedoso experimento que es el mostrar en todo momento al reparto al completo de la película. Salvo en los primeros planos, siempre vemos a todo el pueblo ya sea caminando o a través de sus casas. Un desafío excesivamente difícil para la dirección de actores que en todo momento debe ser calculado para que la cámara no les registre desprevenidos en cualquier momento en una actitud demasiado real. En ello ayuda sobremanera las impresionantes interpretaciones de todo el reparto. Desde una magnífica y bellísima Nicole Kidman que borda una interpretación realmente admirable, mezclando esa fragilidad y valentía junto con el derrumbe y aceptación de su condición de forma estoica, secundada por una recuperada Lauren Bacall, un portentoso Stellan Skarsgärd que dota a Chuck de una fuerza y primitivismo feroz, pasando por los habitantes del pueblo, Phillip Baker Hall, Chloë Sevigny, Paul Bettany hasta llegar a un enorme Ben Gazzara deslumbrante en su composición de viejo pervertido ciego e incluso la agradecida presencia de James Caan como el padre de Grace. Un reparto en estado de gracia, coronado y adornado por la presencia de la voz de John Hurt que es quien nos narra la historia. A modo de moraleja o epígrafe de un cuento, el visionado de “Dogville” resulta una experiencia distinta a todo lo visto anteriormente que encantará o será repudiada, del mismo modo que he intentado separar mi animadversión hacia la figura de su director de la sensación que me produjo ver su última película reconociendo una apuesta valiente y brillante, una experiencia deslumbrante.



"Intrigante, provocativa y bellamente luminosa"

jueves, 12 de enero de 2012

Gran Torino

Director: Clint Eastwood
Año: 2008 País: EE.UU. Género: Drama/Amistad Puntaje: 10/10
Interpretes: Clint Eastwood, Christopher Carley, Bee Vang, Ahney Her, John Carroll Lynch, Cory Hardrict, Brian Haley, Geraldine Hughes, Dreama Walker y Brian Howe



Walt Kowalski (Clint Eastwood), es un veterano de la Guerra de Corea (1950-1953), además es un obrero jubilado del sector automovilístico que ha enviudado recientemente. Su máxima pasión es cuidar de su más preciado tesoro: un coche Gran Torino de 1972. Es un hombre inflexible y cascarrabias, al que le cuesta trabajo asimilar los cambios que se producen a su alrededor, especialmente la llegada de una multitud de inmigrantes asiáticos a su barrio. Sin embargo, las circunstancias harán que sus ideas vuelvan a replantearse al estrechar un lazo de amistad con dos jóvenes asiáticos, los hermanos Thao y Sue; No es habitual que un director estrene dos películas con sólo unos meses de margen (la anterior fue la correcta “El Sustituto”), menos aún cuando cuenta con casi 80 años y la calidad de los trabajos resulta estar muy por encima de la media. Algo llamativo y realmente destacable pero que pierde la condición de sorprendente cuando el individuo en cuestión es Clint Eastwood, etiquetado ya por los medios como “el último clásico”, no cabe duda que estamos ante un hombre de cine extraordinario, cuyo ritmo de trabajo (dice que es para mantenerse joven) está permitiendo que muchos de nosotros sigamos teniendo fe en este arte-negocio, que no está pasando precisamente por un buen momento. Además Clint Eastwood, como cuatro años antes en la impresionante “Golpes del Destino” (2004) vuelve a protagonizar una de sus películas. Una decisión que hasta ahora ha dado resultados magníficos, aunque los reconocimientos le lleguen más por su labor como director. Una decisión tomada con la plena consciencia de lo que puede aportar, sólo él, al personaje; sólo él puede darle los matices y el relleno necesario para que resulte completo, “real”, creíble en todo momento. Por cierto, se dijo que “Gran Torino” sería la última película de Eastwood ante las cámaras, pero quizá sólo era una maniobra publicitaria, pues éste ha declarado que no es cierto, que no lo ha decidido; sólo se lo quiere tomar con calma.


El protagonista de “Gran Torino” es sin duda Walt Kowalski, un hombre acabado, alguien que ya no pertenece a esta época. Tras perder a su mujer, Walt se encuentra solo en medio de un mundo en constante cambio, donde nada se hace ya a la manera que él conoce, donde los valores y la integridad que rigen su vida son motivo de risa. Su propia familia lo ha abandonado, incapaz de comprenderlo; tampoco es que él sienta gran pena por ello, valora lo que tiene, su silenciosa mascota le hace compañía, y es perfectamente capaz de mantener en perfectas condiciones su hogar (en cuyo garaje está el preciado coche que da título a la película y que simboliza todo lo que ama y respeta Walt). Sin embargo, esa casa está en un vecindario que ha dicho adiós a los norteamericanos y hola de los inmigrantes, lo que provocará los conflictos más directos e inmediatos del filme, que entre otras cosas, también habla de la familia y, más en general, de los valores de la sociedad. En un tiempo de excesiva, y aún creciente, corrección política, una película como “Gran Torino” es también, aparte de una buena película, un soplo de aire fresco, aunque es evidente que muchos no lo van a entender así. Al margen de que el filme quede reducido a una etiqueta de “thriller palomitero” (que no estaría mal, pero no es el caso), el hecho de que el protagonista, más aún con el rostro de Clint Eastwood (es decir, el de “Harry el Sucio”), empuñe un rifle y se tome la justicia por su mano es un jugoso cebo para la polémica y el rechazo por parte de los espectadores más “correctos”, mientras que los más “progresistas” probablemente la acusarán de “facha”, entre otros absurdos similares. Sí, sí, puede que te resulte divertido, pero mira lo que ha pasado con Charlton Heston, al que incluso en “revistillas” supuestamente hechas para aficionados al cine se le está recordando más por su defensa de las armas de fuego en su país (algo que, recuerdo, proviene de la constitución estadounidense) que por su memorable trabajo en el cine.



Creo que especialmente en los últimos años de su carrera, Clint Eastwood (profundizando una tendencia que en realidad está presente desde el principio de la misma) efectúa un lento y reflexivo movimiento que le ha ido conduciendo al otro lado del espejo, a la otra cara de esa imagen que a lo largo de los años ha ido moldeando el propio Eastwood. Vista así, toda su obra viene marcada por el despojamiento progresivo de los ropajes que han conformado su imagen, que es producto de su continuo cuestionamiento y por el gradual desvelamiento de sus entrañas más profundas. Eastwood ha elaborado una imagen muy estereotipada de él mismo y de su país, con magníficos resultados y con su reverso más tenebroso. El principal valor de una película como “Gran Torino” radica en que en ella este movimiento por fin concluye en el preciso otro lado, justo enfrente de su lugar de partida, en su perfecto negativo: el carácter mortuorio de la cinta es, pues, la irreversible constatación del fin de un trayecto. A lo largo de los años, Clint Eastwood ha logrado así un milagro casi alquímico: seguir manteniéndose fiel a sí mismo a medida que procedía a su propia negación. O mejor dicho, la de cierta imagen que lo acompaña, la más divulgada, esto queda patente en las emotivas últimas escenas de la cinta, donde Eastwood diseña incluso la apariencia con que será presentado a los demás por última vez, proviene de ahí, de esa oportunidad que le concede la vida de trazar, en sus últimos instantes, su imagen final, de escribir el punto final, de dar las últimas pinceladas de su autorretrato, en definitiva lo que lleva haciendo desde hace mucho tiempo el propio Eastwood, y que aquí parece alcanzar una especie de plenitud. Es así que en todo el filme seguimos a este correoso veterano, a sus insultos e ironías, a través de un relato sereno y plácido, que poco a poco se va oscureciendo, al sumergirse en los meandros de la América multirracial y multicultural que ha heredado Obama, que ha transformado un país que no se reconoce a sí mismo, gracias a sus errores y prepotencia, su identidad y su dignidad. En ese sentido, Kowalski (para colmo, descendiente de inmigrantes) es un fantasma, o un muerto viviente, incapaz de cambiar a un barrio que ya no existe, que vivirá una experiencia de redención al conocer a la comunidad hmong, que lo ayudara a enfrentarse a sus terribles demonios de una vez por todas.



Entendamos, aunque pueda resultar complejo, que una cosa es el cine y otra la vida real; entendamos, de una vez, que una cosa es lo que haga un actor en una película y otra, a veces totalmente diferente, lo que hace y piensa esa persona en su vida privada; y por último, por favor, intentemos entender que hay situaciones, tanto en el cine como en la vida real, que escapan a las convenciones, a lo establecido y a lo estrictamente razonable. A riesgo de que me dirijan a mí también uno de los ataques más injustos que se le hacen a Eastwood (quien se declara políticamente “libertario”), creo que “Gran Torino” plantea algo que para más personas de las que lo admiten es absolutamente lícito; estoy seguro que serán muy pocos los que vean esta película y no suelten (o piensen) en determinadas escenas algo así como “ve por ellos, Clint“. Y no, esto no es lo mismo que “una de cinta de Seagal”, aquí, como he señalado, se tocan muchos temas, hay muchas lecturas. Además la cinta adquiere la forma de una perfecta síntesis de la carrera de Eastwood, y el trayecto que Walt Kowalski recorre en ella es también el que Eastwood ha realizado como actor y cineasta a lo largo de casi medio siglo. Si hay un momento que me parece especialmente emocionante en esta película es aquel en que, tras contemplar las consecuencias de su conducta (para vengarse de la paliza que le dan a Thao, Kowalski había golpeado salvajemente a uno de los matones), también Kowalski queda petrificado ante la visión de Sue ensangrentada tras haber sido violada, se le cae de las manos un vaso, hecho mostrado en un revelador inserto (momento similar a aquel de “El Sustituto” en que a un policía se le cae la ceniza del cigarrillo, paralizado al enfrentarse al horror más indecible). Y esta intensa emoción proviene del hecho de que este momento supone el definitivo punto de inflexión, el momento en que, como el vaso, se hace añicos la visión del mundo a la que se ha aferrado con todas sus fuerzas el personaje. Toda una concepción de la vida derruida en un momento. No es casualidad, pues, que en la siguiente escena, cuando Kowalski se pone a dar puñetazos a diversos objetos de su cocina, consecuencia de la rabia que siente por lo ocurrido, pero sobre todo hacia sí mismo, Eastwood propine uno de sus puñetazos directamente a cámara, golpeando también ese reflejo de sí mismo situado más allá de la cámara y que lo ha seguido toda la vida como una ominosa sombra. No puede sino resultar terriblemente emocionante que un hombre de casi ochenta años muestre semejante grado de autocrítica.


Una cosa interesante de la cinta es que no es extraño que Kowalski aparezca con frecuencia en la película hablando solo (a veces con su perro), o conversando con su imagen reflejada en el espejo, o que se exprese, sobre todo al principio, a través de un gruñido que realmente sólo él escucha. Posteriormente, ya salido de su solipsismo, de su ensimismamiento en el pasado y en la culpa, Kowalski se anima a hablar, a entablar contacto con el otro, primero con el cura en su casa (Christopher Carley), luego durante la confesión largamente pospuesta, luego con Thao en el sótano, e incluso lo intenta con uno de sus hijos por teléfono. Y es que en “Gran Torino” pasamos de Eastwood hablando consigo mismo, o más precisamente, con la imagen que se tiene de él y se ofrece a los demás (diálogo que informa buena parte de su obra) a Eastwood pasando el relevo, inmolándose para transferir su herencia, cediendo la palabra. Y realmente eso es lo que queda, la transmisión de una voz genuina, como certifican las imágenes de Thao conduciendo el Gran Torino mientras escuchamos la canción homónima, compuesta e interpretada por el propio Eastwood, mientras se suceden los créditos finales. Y eso es lo que representa “Gran Torino” en la carrera de Eastwood: la culminación del precioso legado que durante último medio siglo nos ha regalado la inconfundible voz de un cineasta singular, más allá de la presencia mítica que él mismo ha personificado. Necesitamos reglas de convivencia y necesitamos aplicación de la justicia, la sociedad no puede mantenerse con la ley de la selva, pero la que rige hace agua por todas partes, y provoca situaciones escandalosas que vemos todos los días en los medios de comunicación (que cada vez informen menos es para otro debate). Necesitamos orden y justicia, pero muchos de los que deberían vigilar su cumplimiento parecen pensar otra cosa. Lo mismo que los padres, en mi opinión, tener y cuidar un hijo debería quedar en manos de personas que realmente tengan tiempo y capacidad; si no, pasa lo que pasa, los ejemplos los tenemos a diario en la calle, sólo tenemos que dar un paseo (por las noches en las apestosas plazas, por ejemplo) o abrir la ventana y echar un vistazo, con cuidado de no mantener contacto visual. La máxima de “tu libertad acaba donde empieza la de los demás” es bien sencilla, realizable y exigible.



Rendir cuentas con el pasado, pues, es el objetivo último tanto de Kowalski como de Eastwood. El pasado de su país, el pasado de su carrera e incluso el pasado de determinadas tradiciones genéricas del cine americano. No renegando de ellos sino asumiéndolos, mirándolos de frente, única forma de seguir hacia delante. La asociación del sentimiento de culpa, de la necesidad de expiar los errores del pasado, con el surgimiento de unos sentimientos paterno filiales que se creían perdidos ya y que se convierten en la mejor forma de superar ese pasado, de reescribirlo aunque sea, en cierta medida, de forma ilusoria, como esta insospechadamente película, creación de uno de “los últimos clásicos” del cine, como se ha repetido tantas veces, que probablemente el representante privilegiado y el más brillante, de la nueva generación del cine americano es Paul Thomas Anderson, lo que no se sabe bien si habla de la esencial modernidad del cine de Eastwood o del subterráneo clasicismo de Anderson; probablemente, en realidad, de lo frágil y estéril que resulta delinear semejantes fronteras. Hasta ese tramo final, en el que Kowalski se enfrenta ante todo a sus fantasmas, y en el que el mito de Eastwood se enfrenta a sí mismo, reconstruyéndolo con una dignidad indescriptible, vivimos el crecimiento de una amistad, de forma paulatina y verosímil, que comienza de manera casual gracias al desencadenante que supone el Gran Torino del título. El Gran Torino significa varias cosas dentro de la lógica de este relato. No sólo es el “mcguffin” de la película, sino que simboliza de alguna forma el pasado al que se aferra su dueño, y cristaliza una forma de expresión típicamente americana que ya no existe, y que representa un anacronismo. A medio camino entre el drama social y el western urbano, Eastwood firma una obra maestra incontestable, perfecto testamento interpretativo, conclusión de un discurso moral y estético, la dureza de sus imágenes, es como una patada en el estómago que desarma cualquier atisbo de complacencia, pero la compasión conque filma extrae lo mejor de nosotros mismos. Además conjuga con sutileza el drama, la comedia y la acción, donde propone una reflexión necesaria.



"Bello testamento y compendio de Eastwood"

domingo, 8 de enero de 2012

Magnolia

Director: Paul Thomas Anderson
Año: 1999 País: EE.UU. Género: Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Julianne Moore, Tom Cruise, John C. Reilly, Philip Baker Hall, William H. Macy, Jeremy Blackman, Melora Walters, Jason Robards, Philip Seymour Hoffman, Melinda Dillon, April Grace, Henry Gibson, Michael Bowen, Alfred Molina, Emmanuel Johnson, Felicity Huffman y Luis Guzman



La película consta de nueve tramas paralelas que tienen lugar en el Valle de San Fernando, en Los Ángeles: un niño prodigio, el presentador de un concurso de televisión, un ex-niño prodigio, un moribundo, su hijo perdido, su mujer y su enfermero. Son historias aparentemente independientes, pero que guardan entre sí una extraña relación; Tercer largometraje de Paul Thomas Anderson, tras el rotundo éxito de la tremebunda “Boogie Nights” (1997), que a golpe de talento le situó en la órbita de los directores más importantes de su generación, rivalizando además con los más célebres de la generación del Nuevo Hollywood, a quienes tanto ama y tanto debe. Puedo asegurar que “Magnolia” no es solamente la mejor película norteamericana del año en que vio la luz, sino probablemente una de las más bellas, profundas, enigmáticas, singulares y poderosas películas norteamericanas en muchas décadas. Existen pocos placeres comparables a escribir sobre las películas de nuestra vida (y el único superior es volver a verlas), porque haciéndolo no solamente se les rinde homenaje y veneración, sobre todo uno aspira a contribuir en algo a que universalmente sean reconocidas entre lo más hermoso y emocionante que se puede ver en una pantalla, y así uno pueda formar parte de ellas, aunque sólo sea dejando por escrito la propia, e infinita, admiración. “Magnolia” es una película sobre la enfermedad del ser humano del presente. Una terrible y tortuosa soledad que nos hace sentir incomprendidos, maltratados y hundidos. Asimismo, “Magnolia” es también una película enferma. Desequilibrada, excesiva, opulenta, artificiosa y cinéfila. Y, sin embargo, es esa misma enfermedad la que la convierte en una experiencia arrolladora y traumática, explorando sin miedo al ridículo y con una sinceridad herida por la rabia la compleja sensibilidad de una realidad que contemplamos atónitos. Además cuenta con uno de los mejores guiones narrativos que se han escrito jamás, uno de los más asombrosos repartos de intérpretes en estado de gracia que posiblemente nadie haya disfrutado en una pantalla, una de las puestas en escena más audaces y valientes a las que cualquier realizador pueda aspirar, y una de las historias más ricas en matices y personajes, y más originales en desarrollo y ejecución, que podríamos imaginar.



Las películas de Paul Thomas Anderson hablan acerca del amor, el amor en todas sus formas: la necesidad de amar, la búsqueda de amor, la carencia de amor y la capacidad o incapacidad de amar. A diferencia de otras de sus películas, en “Magnolia” Anderson concentra su interés en las diferentes formas de ausencia de ese amor. Uno de los amores más sencillos y, aparentemente, fáciles que existen es el de la familia. Un amor que no necesita de coincidencias o esfuerzos para nacer. Un amor del que carece, por ejemplo, Frank Mackey (interpretado por un inspirado Tom Cruise). Desnudo por esa ausencia, convertido en un ser perdido, encontrará el camino para llenar ese vacío. La anestesia que le permite olvidar el dolor de la ausencia de su padre tiene forma de rencor. Un rencor que actúa como coraza y que apunta hacia todas las direcciones. Frank siente que todo el mundo quiere hacerle daño y ha encontrado la solución para que nadie le vuelva a hacerse sentir vulnerable: “respetar la polla y domar el coño”. Frank no desea relacionarse con seres humanos, Frank prefiere las pollas y los coños convirtiendo las relaciones humanas en campos de batalla en los que él siempre será el vencedor, ya no habrá más derrotas. Frank va a domar cualquier “coño” que desee y lo hará cuando quiera y donde quiera. Solo la posibilidad de vengar el sufrimiento de su madre posibilitará que el muro en el que se ha convertido su mirada suficiente y orgullosa se derrumbe. Si las heridas de Frank han endurecido su piel, las de Donnie Smith (William H. Macy) y de Claudia Wilson Gator (Melora Walters) los han convertido en seres débiles e inseguros. Con la capacidad y habilidad para amar amputada, Claudia, víctima de los abusos sexuales de su padre durante su niñez, es un ser que deambula desvalido por caminos de autodestrucción. Y el ex-niño prodigio Donnie Smith se siente confundido, confunde su obsesión por un camarero ignorante con un amor verdadero, y esto se suma al desconcierto que le provoca ser incapaz de canalizar y externalizar un sentimiento de amor que le absorbe y que convierte su inteligencia en una herramienta inútil que solo ha servido para destruir lo único precioso que verdaderamente tuvo un día: su niñez.



Pese a la existencia de muchísimos personajes no es algo usual encontrar el amor en pareja en las películas de Anderson, “Magnolia” no es una excepción, sino más bien el paradigma de dicha teoría, a pesar del carácter coral de la obra, podría decirse que la única relación de pareja que presenciamos es la que nace entre Jim Curring (John C. Reilly) y Claudia. Historias de amor poco convencionales, nos muestran el encuentro de gente que por su carácter está acostumbrada a la soledad, que ha asumido esa soledad como algo natural y inherente a sus vidas, relaciones en las que se detecta que para estas personas relacionarse y comunicarse supone un esfuerzo demasiado grande. Las situaciones que vivimos junto a ellos están mas caracterizadas por la incomodidad con la que las enfrentan que por la ilusión de un encuentro salvador e inesperado. El amor en pareja en las películas de Anderson se nos presenta como un deseo de amor dulce y artificiosamente sincero que se intuye en pequeños detalles cuya ternura se ve enfatizada por la crudeza y tristeza que rodea a los personajes. Ese vertiginoso caudal de sinceridad verbal en el que se ven sumidos los personajes “andersonianos” los sitúa ante el espectador en un complejo equilibrio entre el ser desvalido del conocimiento de las reglas sociales más comunes y una persona que enfrenta a conciencia la realidad de sus problemas. La equidistancia a ambas posibilidades es un elemento de tensión dramática con la que juega constantemente el director en sus diálogos, una de sus grandes virtudes o defectos. Pero volvamos al amor. Un amor que llama la atención por su inocencia, muy alejada de la naturaleza o comportamiento habitual de sus protagonistas, una inocencia cercana al amor infantil o platónico, una de las características del cual es la ausencia de carnalidad. El sexo en “Magnolia” aparece mayormente en los diálogos, Frank Mackey habla continuamente acerca de sus hazañas sexuales, mientras que Linda (una maravillosa Julianne Moore) y Earl (Jason Robards) mencionan el sexo durante las confesiones de sus infidelidades. También vemos sexo entre Jimmy (Phillip Baker Hall) y una de sus amantes, así como se intuye que existió sexo entre Jimmy y su hija Claudia años atrás. No es difícil ver como ese sexo no es nunca una expresión de amor, al menos del amor que se nos pretende mostrar en las historias que conforman el relato. Pareciera que todo este sexo actúa principalmente como contraposición al amor de las parejas, subrayando el carácter inocente y puro de éstas.


“Hay que captar la atención del espectador en los cinco primeros minutos” - Paul Thomas Anderson. Esta afirmación hace referencia a los chistes o anécdotas que se pueden encontrar en las películas de Anderson en los primeros minutos de duración, como por ejemplo la caja de cerillas que explota por combustión espontánea en el pantalón de John en “Hard Eight” o las tres historias de coincidencias que dan inicio a “Magnolia”. Yo iría más allá con esa afirmación, creo que los comienzos de las películas de Anderson son apasionantes, no solo por las bromas y por el humor del que a veces carece el resto del metraje de sus películas, sino por la capacidad para presentarnos en pocos minutos una situación inicial clara y simple en su planteamiento pero llena de matices, detalles y pistas de la innumerable cantidad de elementos que llenarán la pantalla durante las siguientes horas. Las películas de Anderson son películas de personajes, y en pocos minutos los tenemos perfectamente definidos y situados. Las tácticas son diferentes pero el objetivo y el resultado similar. El caso de “Magnolia” es el más espectacular, ya que en un abrir y cerrar de ojos tenemos: la introducción con las tres historias de casualidades que nos ponen en el ambiente de la historia y nos plantean algunas de las incógnitas que se tratarán de resolver y la presentación de todos (muy numerosos) los personajes protagonistas, conoceremos su situación, sus problemas, pinceladas de su carácter e incluso su función dentro del esquema de la película. Todo ello en un recital de velocidad narrativa, acumulación de detalles visuales y marcas de estilo (numerosos y variados movimientos de cámara, tipos de iluminación, recursos narrativos). Y ya que hablamos de comienzos, hablemos de la estructura completa de las películas. Sin necesidad de un esfuerzo de análisis demasiado intenso podemos dividir "Magnolia" en tres bloques claramente definidos: Presentación (de la que ya hablamos anteriormente), Breakdown (término utilizado por el propio Anderson) y Desenlace. Estos bloques son distinguibles no solo por su contenido narrativo sino también, y sobretodo, por su ritmo. Breakdown: en esta fase de la película observaremos como todos los personajes se ven rendidos ante su enfermedad, una realidad que a ritmo de número musical se desvela como una caída imposible de parar. Todas estas situaciones provocan que el ritmo de la historia caiga en picado, abundan las transiciones de historia a historia y los tiempos muertos dramáticos, todo ello mientras la banda sonora (omnipresente a lo largo de casi todo el filme) intensifica el estado de tensión dramática latente, advirtiendo la inminente llegada del desenlace.



Desenlace: redención y esperanza, ese parece ser el mensaje que Anderson pretende que prevalezca en el final de sus historias, pero lo consigue solo a medias ya que, pese a ser un descarado amante de los finales felices, no puede pretender que tanto mal desaparezca de un plumazo. El final de “Magnolia”, en forma de epílogo literario, es la síntesis final de todas las preocupaciones y conflictos que se plantean en la película. Unos recibirán el perdón y una nueva oportunidad, otros no podrán superar el dolor de sus heridas, y sin embargo no todo queda tan atado como podría parecer. Me gustaría analizar con cierta profundidad la visita final de Jim a la casa de Claudia. Una declaración de amor (improvisada por Anderson en el último momento) y a la sonrisa de Claudia. Pero ¿Qué nos quiere decir esa sonrisa? Según Anderson significa que aún existe esperanza y que Claudia enfrentará la posibilidad de amar y ser amada. Pero creo y defiendo que esa sonrisa puede tener más de un significado. Creo que esa sonrisa es interpretable como la exteriorización de una derrota tan intensa que solo se puede expresar a través de una expresión opuesta a su origen, según esto podría leerse que, pese a que la belleza existe en este mundo, también existen personas que, como dice la canción que suena en ese preciso instante, “sospechan que nunca serán capaces de amar a nadie”. También pienso que esa sonrisa se puede interpretar como un guiño al espectador, una búsqueda de complicidad que nos permita decir “las cosas no son tan serias y terribles como se muestran en esta película”. No sé, yo me quedo con las tres. “Magnolia” se presenta ante nosotros como una búsqueda de respuestas, como un estado de desorientación e incomprensión de una realidad que no sabemos explicarnos, como un estado de ansiedad que confunde nuestra razón. Una búsqueda de respuestas a ese algo que mantiene perdidos a los habitantes del universo “Magnolia” (una muestra del mundo, cuyas elecciones poco tienen que ver con la casualidad, según los ojos del director), la respuesta a: ¿cuáles son los mecanismos que rigen el transcurrir del tiempo, como máxima representación del suceder de las cosas?. Una de las expresiones más repetidas a lo largo de la película en forma de afirmación rotunda o dubitativa es el “son cosas que pasan”. El narrador de los tres sucesos (anécdotas) que conforman el singular comienzo de la película no puede dar crédito a que estas “cosas” sean fruto del azar, “esto, por favor, no puede ser una de esas cosas, en mi opinión, no puede se”, afirma Stanley Spector con pasmosa tranquilidad, mientras observa una inexplicable lluvia de ranas, que esa es una de esas cosas que pasan, y un cuadro en la pared de la habitación de Claudia Wilson Gator, nos rebela que aquello (la lluvia de ranas) realmente pasó.



La misteriosa lluvia de batracios conforma la primera capa de la caleidoscópica “Magnolia”, la cáscara, que a modo de truco de guión ayuda a crear un primer clima de agobio que nos ponga alerta, que nos haga pensar “esto va a ser algo grande”. Porque no se me ocurre calificarlo de otra manera: un truco. Que fácil es desconcertar a una persona preguntándole “¿porque pasan las cosas?”, imposible rehuir la pregunta, imposible esquivarla o buscarle un fallo que la anule. Las cosas pasan, el tiempo no se toma descansos y actúa como un motor sin piedad ante aquellos que quieren darle la espalda a la realidad, como es la gente que habita “Magnolia”. Además la cinta está llena de señales, señales escondidas que parecen decirnos que todo lo que va a pasar está determinado, que todo lo que está pasando tiene un porqué y una consecuencia, que todo nos lleva a un momento clave (lluvia de ranas) que va a desenredar la tela llena de nudos en la que se ha convertido la realidad. Las señales están por todas partes: escondidas en centenares de planos de la película existen referencia escondidas, o no tanto a una cifra: 8.2. Esto hace referencia al pasaje bíblico Éxodo 8.2 que dice: “Y si no lo quisieres dejar ir, he aquí yo castigaré con ranas todos tus territorios”. Lejos del juego se encuentra la realidad y la vida. “Magnolia” es un vómito de miles de ideas, reflexiones, principios, recuerdos y homenajes que rondaban por la mente de Anderson cuando este decidió enfrentar la escritura del guión de la película. Esta suma de elementos hacen de “Magnolia” la película más personal de su director. No defiendo como una virtud clara la aglomeración excesiva de elementos en pantalla, ya que este exceso no permite la fácil digestión de detalles visuales, pero me parece que lo que sí consigue Anderson es que todas estas partículas de su experiencia y conocimiento apunten en la dirección que él desea. Anderson sube la intensidad, con la despedida silenciosa de Frank a su padre, el precio que debe pagar Donnie por su crimen, o la mirada alucinada de un niño solitario que parece apreciar cosas que nadie puede. De un plumazo, Anderson funde cine surrealista, con musical, con cine indie, con melodramático, con trágico, sin olvidar el guiño a “2001: Odisea en el Espacio” (1968). Por esta cinta Paul Thomas Anderson ganaría el Oso de Oro del Festival de Berlín a Mejor Película. Pero más allá de premios, o de recaudaciones (en Estados Unidos ni siquiera cubrió los gastos), “Magnolia” convoca lo mejor de nosotros mismos y convierte al cine en algo mucho más verdadero e imprescindible de lo que es a menudo.



"Brillante y demoledora"

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Vincent

Director: Tim Burton
Año: 1982 País: EE.UU. Género: Animación/Cortometraje Puntaje: 09/10
Productora: Walt Disney Productions/Buena Vista Distribution Company



Vincent Malloy, es un niño de siete años que sueña obsesivamente ser como el actor Vincent Price, para ello se pierde en extrañas ensoñaciones ante la preocupación de su madre, su mente parece oscilar entre el mundo real y el mundo de los sueños diurnos en donde encarna a su actor admirado en diversos papeles que tuvo en el cine, especialmente en aquellas cinta influenciadas por la obra del escritor Edgar Allan Poe, Vincent no sólo se limita a esta corporación obsesiva, sino que está inclinado hacia una visión de la vida oscura, solitaria y marginal, de la que parece no poder (o querer) escapar. Menos de seis minutos le servían al veinteañero Tim Burton para hacerse un nombre y grabar su nombre con fuego en la historia del cine reciente. Este cortometraje es un canto a sus obsesiones, una oda a la ciencia-ficción y al terror, una de las radiografías más lúcidas sobre la infancia y una cumbre de la animación en stop-motion, no tanto por su complejidad sino por su puesta en escena. Los checos llevaban ya décadas utilizando esta técnica, pero con “Vincent”, Burton conseguía algo diferente: instaurar un estilo, a medio camino entre lo gótico y lo paródico (desde el humor negro), con influencias clarísimas como el Expresionismo Alemán: rostros pálidos, caras expresivas, gestos exagerados y una puesta en escena fantasmal, macabra pero a la vez fascinante. En este primer trabajo de Tim Burton, ya podemos apreciar todo el talento estético que se convertiría en el sello de su filmografía.



Un gato negro da inicio a esta obra. Desde un árbol, se sube a un muro y va a dar a la ventana de una casa. Donde conocemos a Vincent, un niño que desearía ser Vincent Prince, pero que para su desgracia su vida está lejos de ser similar a la de su ídolo cinematográfico. Él tiene que soportar a su tía, es así que mediante un juego de realidad/ficción, Burton nos define perfectamente a un personaje en tiempo record. Nos habla de las inquietudes de un joven diferente y lo hace desde la sinceridad, sin recurrir a tópicos, mostrándolo con un estilo único y avalado por su técnica, con sus tétricos y retorcidos diseños. Tras ver “La Caída de la Casa Usher” (1960), “El Gabinete del Doctor Caligari” (1920) o “Nosferatu” (1922), uno puede entender mejor el cine de Burton, quien lucha por mantener sus proyectos personales frente a las mieles comerciales de las grandes producciones, es así que la infancia, la soledad, el miedo, el aislamiento y los personajes monstruosos serán parte del estilo de las obras de Burton, cabe recordar que “Vincent” está basado en un poema que el director escribió cuando trabajaba como animador en Disney, pero por el perfil de la empresa no le permitían desplegar sus ideales oscuros. Era muy pequeña la primera vez que tuve contacto con el cine de Burton, la primera cinta que vi fue “El Joven Manos de Tijeras” (1990), pero no me di cuenta del trasfondo social y crítico que tenia, luego llegarian “Beetlejuice” (1988) y “Batman” (1989), pero aun estaba muy joven para entender el gran arte de Burton, pero algo me inundó. No creo que sus películas llegaran a afectar el transcurso de mi vida, no voy a llegar al límite de decir eso, pero si que hubo un “algo”.



Luego más tarde, al principio de mi juventud, llegaron otros filmes suyos. Volví a ver los tres mencionados. Luego más películas y volver a ver las ya visionadas. Incluso ahora sigo y sigo. Pero investigando llegue a las raíces de Burton y me tope con sus primeros trabajos, donde descubrí esta joyita. Puede realizarse una larga lista de aciertos en este corto, pero me gustaría centrarme en uno muy especial. La desesperante contradicción interna que la mayoría de seres humanos vivimos en la cotidianidad que nos obliga a aparentar ante los demás una imagen completamente extraña a lo que sentimos en lo más interno de nuestro ser y nuestra conciencia. El lector puede vanagloriarse diciendo: “yo soy lo que soy gústele a quien le guste”, pero parafraseando las ideas de un conocidísimo personaje: el que nunca haya aparentando lo que no siente en algún momento de su vida, que tire la primera piedra. Personalmente creo que es la mayor virtud de esta animación, desenmascarar la careta y la farsa que obligadamente llevamos en nuestra inverosímil existencia. El personaje que inspira todo el cortometraje es sin duda Vincent Price, un auténtico ídolo para Tim Burton, quien quería ser como él, al igual que el protagonista, Vincent Malloy. Incluso Price es quien narra la historia en la versión original, lo que da una fuerza mayor a ese trío de personajes por los que Burton siente gran admiración y que influyeron en este su primer trabajo (me refiero a Vincent Price, Roger Corman y Edgar Allan Poe). De hecho, Price participó hasta en siete películas que Roger Corman dirigió basadas en la obra de Edgar Allan Poe. Por lo que podrás hacerte una idea de la gran importancia y el gran trabajo que representa para Burton este cortometraje.



El cortometraje solo se exhibió dos semanas en un cine de Los Angeles, ganando varios premios. Luego la compañía Disney lo archivo por su falta de salida comercial. Más adelante con la aparición de los DVD se lo incluyó como contenido extra en “El Extraño Mundo de Jack” (1993). Tras haber visto este cortometraje me pregunto si el bueno de Burton se inspiró en su propia juventud para llevar a cabo la caracterización de Vincent. Es posible conociendo los gustos atípicos del director. En cualquier caso es una delicia poder ver estos seis minutos que contienen en sí mismos lo que será el desarrollo de buena parte de su obra posterior. Toda una declaración de intenciones por parte de un joven Burton. La estética de "El Extraño Mundo de Jack" o "El Cadáver de la Novia" (2005) está contenida en esta obra, los extraños personajes que se verán en otros de sus largometrajes beberán de este atormentado e incomprensible niño. Este cortometraje es uno de los más hermosos que he visto en mi vida y habla de una sensación que la mayoría de nosotros hemos tenido al ser niños: la incomprensión de los adultos hacia nuestras pasiones y los sueños desbordantes de llegar a ser artistas. Gatos negros, oscuridad y tías gordinflonas para retratar un mundo de color y nostálgica juventud. Desde luego que es un modo interesante de afrontar la niñez y todo lo que ésta conlleva. Así comienzo con mi análisis de la obra de Burton, uno de mis directores favoritos y como remate de este post les dejo con el cortometraje mencionado, disfrútenlo.



"Primera obra maestra de Burton"

jueves, 22 de diciembre de 2011

Bailarina en la Oscuridad

Director: Lars Von Trier
Año: 2000 País: Dinamarca Género: Drama/Musical Puntaje: 10/10
Interpretes: Björk, Catherine Deneuve, David Morse, Peter Stormare, Jean-Marc Barr, Joel Grey, Udo Kier, Vincent Paterson, Cara Seymour, Vladica Kostic, Siobhan Fallon y Zeljko Ivanek



Selma (Björk), inmigrante checa y madre soltera, trabaja en la fábrica de un pueblo de los Estados Unidos, la única vía de escape a tan rutinaria vida es su pasión por la música, especialmente por las canciones y los números de baile de los musicales clásicos de Hollywood, Selma esconde un triste secreto: está perdiendo la vista, pero lo peor es que su hijo también se quedará ciego, si ella no consigue, a tiempo, el dinero suficiente para que se opere; La razón por la que el cineasta danés Lars Von Trier me parece uno de los dos más importantes directores del cine actual es que, siendo extraordinariamente radical, no ha caído nunca en una de las corrientes más perversas de nuestra contemporaneidad: el cine del género llamado “de autor”. Con varios amigos cinéfilos he debatido de este concepto en los últimos meses, y parece que comienza a verse con cierta claridad el hecho de que hay autores cuya pose se encuentra muy por encima de su contenido y que viven, en definitiva, de imitar a verdaderos autores clásicos (Bergman, Bresson, Antonioni, etc.). Los estilos podrían generalizarse con facilidad, y tendríamos ese nuevo género al que me refiero. Von Trier, en mi opinión, es una clara excepción, un ejemplo de autenticidad, de expresividad artística por encima de modelos y de modas; un autor que, filmando con el estómago, imprime a sus obras una coherencia poco comparable, ya se que los milagros no existen y de existir, serían consecuencia directa de esa fe ciega que desemboca en devoción absoluta hacia una figura de imprecisa naturaleza, que supera las limitaciones del hombre e interviene, por tanto, en el mundo de los mortales. Pues bien, desde esta concepción de lo milagroso emerge “Bailarina en la Oscuridad” como prodigio artístico de deslumbrante genialidad e insoportable dolor. Si el cine muriese hoy, esta cinta proyectaría las últimas imágenes capaces de obrar el milagro de la resurrección del alma a través de una propuesta que reinventa la gramática con la que se escriben sus arrebatadoras escenas. Y es que esta colisión de genios ha creado un cine elevado, cine que atrapa lo milagroso hasta hacerlo suyo. Entonces, y con cegadora maestría, nos lo arrojan al cuello sin que seamos capaces de verlo.



Apenas dos siglos antes de que Lars Von Trier ganara la Palma de Oro en Cannes con “Bailarina en la Oscuridad”, Napoleón Bonaparte ordenó detener al anónimo autor de las obras “Justine” y “Juliette". Ese detenido, que pasaría encarcelado el resto de sus días, es conocido hoy en día por el nombre de El Marqués de Sade. Las dos novelas que llamaron la atención a la sociedad de esa época constituían un insulto directo a la fe, a la fe en cualquier principio. La más monstruosa de ambas es, sin duda, "Justine": Sade martiriza a la protagonista de la novela, una muchacha virgen y creyente, hasta los extremos más grotescos. Justine es robada, violada y esclavizada repetidas veces, y aún así, sigue creyendo en la misericordia divina, en lo que constituye para cualquier lector una burla hacia la fe en la bondad divina. Doscientos años después, un director danés repetía la misma línea argumental de "Justine" en su Trilogía llamada “El Corazón de Oro”, que la constituyen “Contra Viento y Marea” (1996), “Los Idiotas” (1998) y la película que nos compete ahora. En las dos primeras, Von Trier proponía las reglas del juego; posteriormente, en “Dogville” (2003), nos daría una solución. Pero “Bailarina en la Oscuridad” es la más extrema de la trilogía, su sublimación es la más sádica. Ya que nombramos de nuevo al Marqués de Sade, me gustaría apuntar una diferencia importante entre las obras del cineasta danés y el literato francés: aunque ambos son moralistas acérrimos, sus éticas se contradicen entre ellas, apuntan a utopías distintas. Por ello en Von Trier el sacrificio tiene un significado, mientras que en Sade sólo es un signo de estupidez. Sin embargo, en la forma de sus creaciones, hay importantes paralelismos: Von Trier utiliza las bases del género que típicamente en el cine había significado la felicidad, el musical, para mostrar la infelicidad absoluta, ósea el infierno de los hombres. El filme del irreverente director danés no nos habla de Dios, pues dos siglos después de Sade ya no queda nada de él: habla de la sociedad humana, construye una mofa hacia la natural bondad de nuestra especie y su máxima expresión, el Estado. E igual que el Divino Marqués, es un juego tan arriesgado, tan grotesco, que es completamente normal que muchos lo rechacen por ridículo: Von Trier no hace más que emplear una historia propia de telefilme, exaltándola hasta convertirla en un grito insoportable.



Por otra parte Lars Von Trier es uno de esos directores que desafía cualquier formalización crítica: ¿Por qué la obertura de “Bailarina en la Oscuridad” me resulta emocionante y sobrecogedora? ¿Por qué a otros espectadores no les dice absolutamente nada? La salida que abre Von Trier bajo los asideros habituales del espectador (dicha obertura es una fusión abstracta de imágenes y música) apela directamente a los sentimientos y a la subjetividad más radical, impidiendo el damero intelectual que sirve de soporte para esos otros autores que yo considero farsantes. Esa obertura es una experiencia cinematográfica pura, al estilo del viaje a través de las estrellas de “2001: Odisea en el Espacio” (1968), obra maestra del maestro Kubrick. Por eso mismo resulta fácil encontrarse con opiniones tan encontradas acerca de este filme, y de casi todos los del danés. Sin embargo, y esta es otra de las particularidades de Von Trier, el meticuloso y esforzado trabajo con la forma no deviene en un festival de fuegos artificiales, sino en la mejor disposición estructural para transmitir un torrente de ideas y de emociones que, por lo general, resultan de muy difícil digestión. ¿De qué nos habla en esta obra magistral que es “Bailarina en la Oscuridad? Del amor más tierno y más generoso (representados en los personajes Jeff y Selma), del amor más loco y más suicida (representado por el amor que le tiene Selma a su hijo Gene), de la miserable condición humana (representado por el personaje Bill) o de la amistad verdadera (representado por el personaje Kathy, interpretado magistralmente por Catherine Deneuve). Además la cinta muestra cómo la lucha puede convertir un sueño en realidad; y de cómo la desgracia atrae más desgracia; y de que convertir los ruidos en música es sólo una cuestión de voluntad; y del silencio terrible e innombrable del fin de la vida; y de que la pena de muerte es la mayor de las atrocidades que el ser humano es capaz de perpetrar. No estamos, pues, ante un cine formal, sino ante un cine atestado de sentido, donde la forma va enmarcando del mejor modo posible todos y cada uno de los matices.



“Bailarina en la Oscuridad”, además, suma dos características realmente poco ordinarias que juntas, lo son aún menos: la solidez, coherencia y rigor de toda la estructura del guión y la brillantez de una gran parte de sus escenas. No puedo enumerar todas las que me parecen dignas de ello, pero quiero recordar aquí dos: aquella en que regalan a Gene la bicicleta que Selma, su madre, no le puede comprar (recordemos que ella ahorra todo el dinero para pagar la operación que le salvará de la ceguera), que posee un estructura musical sin música, pues comienza como una escena cotidiana y termina con un éxtasis de alegría, en el que las risas parecen improvisadas por los actores, y en el que encontramos uno de los abrazos (entre Selma y Gene) más emotivos y auténticos de la Historia del Cine; la otra, por supuesto, es el final terrorífico y maravilloso, en el que la burocracia convierte algo ya ominoso en algo aún peor, y donde el ser humano (Selma) encuentra dentro de sí, por fin, aquello que le engrandece (la música, que es su verdadero yo) y le hace situarse por encima del perverso sistema…siendo así el momento de mayor represión, el momento también de mayor libertad (ser ella misma, de una vez por todas). Hasta ese momento, Selma ha basado su vida en convertir los ruidos en música, es decir, la realidad sucia en la realidad soñada. Por eso el final, donde logra que esa realidad soñada sea realidad real, resulta tan emocionante. También lo es porque Von Trier ha elegido, desde el principio del filme, acercarnos a los personajes, mediante los primeros planos, a través de sus labios y de sus ojos, aunque a veces no hablen ni vean; y eso provoca que cuando observamos los labios y los ojos de Selma en esa escena musical final sepamos que, con certeza, es el momento más feliz de su corta vida. Y Von Trier, que muestra con las imágenes de musicales clásicos que no ha nacido de la nada y que está orgulloso del cine anterior a él, pervierte por completo la estructura del relato clásico para volver a él: el “happy-end”.



Hay dos factores más que me interesaría destacar en la película. El primero es la actuación de Björk que encarna a la mujer cien por ciento “vontrierana” como no lo hizo ni siquiera la maravillosa Emily Watson de aquella cinta descarnada, que es “Contra Viento y Marea”, pues los ojos de esta cantante islandesa, su pequeño cuerpo y su voz, todo su ser, se erigen en expresión audiovisual inimaginable del melodrama moderno, mezcla los sonidos del mundo con su fantasía interior, y gracias a ello el mundo se convierte en un musical como aquellos que ella tanto ama. Y puede gritar sobre todo aquello que en la sociedad no se puede expresar. Y por todo esto este musical extraordinario es uno de los más grandes de todos los tiempos: porque por fin se funden en un todo, forma y fondo, además por fin se encuentra la excusa perfecta para convertir un drama social, una tragedia, en un espectáculo de canciones fúnebres, pues el punto de vista de la heroína es absoluto (la imagen es absoluta siempre), como debería ser siempre en el cine, la cantante islandesa parece estar alucinada, alienada. La hipnosis ya había sido un tema recurrente en el cine del danés: el final de “Epidemic” (1987) donde se hipnotizó realmente a una actriz o el inicio de “Europa” (1991) son prueba de ello. El otro punto de interés es la traición del director a las características estéticas del Dogma 95, pero particularmente rescata la cámara al hombro, que en general en ese manifiesto me parece un grave error, por lo menos como método a seguir para todo el cine que pretenda no convertirse en "ilusiones para mostrar las emociones". Una película de esa corriente puede ser tan tramposa y estar tan atada a las convenciones de género como cualquier otra: a día de hoy, creo que eso ya está probado. Sin embargo, “Bailarina en la Oscuridad” pone en relieve el uso de la cámara al hombro: acierto que radica en retratar la crudeza y el dolor que emana la cinta. Si el postulado creado por el mismo Von Trier funciona relativamente aquí es porque logra evitar ese peligro que antes he mencionado: que la cinta acabara cayendo en el telefilme. Porque “Bailarina en la Oscuridad” utiliza, igual que las malas películas, emociones muy básicas, pero llevándolas hasta un extremo casi inconcebible.



Selma, durante toda la película, busca la música imaginada cuando quiere huir de la realidad: del trabajo opresivo, de la ceguera, del asesinato, de la detención, del juicio o de la muerte. Cuando la realidad es tan brutal que no hay modo de huir de ella, encuentra la música real, que brota por primera vez de sus labios como un himno de libertad y de felicidad postrera, que nos dice: podrán matarte, pero si no quieres no podrán cambiarte. Y cuando llega el atroz pero a la vez maravilloso final del filme, un silencio desolador colma la escena, demostrando que Von Trier no sólo es capaz de hilar fino con el sonido de la música, sino también con el sonido del silencio. Pero precisamente en su radicalidad “Bailarina en la Oscuridad” encuentra su razón de ser: sí Von Trier aflojara un poco la trampa que dibuja alrededor de Selma, el filme se convertiría en un pastiche; sí Björk interpretara, por muy bien que lo hiciera, en vez de estar poseída por alguna deidad furiosa, la película caería como ridículo. Incluso traicionar el Dogma 95 funciona, especialmente, en ese terrible final que sedujo incluso al mismísimo Ingmar Bergman, que es muy escéptico con el cine de Von Trier. Sin embargo, esa misma radicalidad de la propuesta la convierte en una película sobre la que no se puede edificar, no se puede crear un nuevo cine: una película excepcional y única. “Bailarina en la Oscuridad” es uno de los filmes más bellos de los últimos tiempos, es un poema, es cine revolucionario, que a diferencia de otras películas aupadas grotescamente a los altares por consenso divino, jamás ha despertado aquiescencias ni pactos de ninguna clase, se trata de un canto a la muerte capaz de alimentar desprecio, rechazo o desdén con tanta energía como convoca la vehemencia. Esto, para mí, es síntoma inequívoco de su juventud estética, pues ya dijo un gran poeta irlandés que cuando los críticos difieren, el artista está de acuerdo consigo mismo más que nunca. Y así es, realmente. Después de haber haber traicionado, el voto de castidad del Dogma 95, Von Trier era ya un artista más libre, lúcido, generoso y trágico que nunca, lo que se tradujo en uno de los melodramas musicales más sorprendentes, inclasificables y estremecedores que pueden verse en una pantalla.



“La vida, la miseria y la muerte hecha música”

jueves, 8 de diciembre de 2011

Boogie Nights

Director: Paul Thomas Anderson
Año: 1997 País: EE.UU. Género: Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Mark Wahlberg, Julianne Moore, Burt Reynolds, Don Cheadle, John C. Reilly, William H. Macy, Heather Graham, Luis Guzmán, Nicole Ari Parker, Philip Seymour Hoffman, Nina Hartley, Melora Walters, Philip Baker Hall y Alfred Molina



A finales de los 70, Jack Horner (Burt Reynolds), un director de cine porno que considera su trabajo una forma de arte descubre a Eddie Adams (Mark Wahlberg), un joven ingenuo que desea triunfar y que tiene las características físicas muy adecuadas para ese tipo de cine. Eddie cambia su nombre por el de “Dirk Diggler” y se sumerge por completo a su nuevo estilo de vida y a las relaciones que la industria le impone, así de pronto se convierte en una gran estrella del porno. En una secuencia de esta película, nos introducimos en la carcasa de una cámara de cine, y nos paseamos con calma por cada uno de sus resortes, mecanismos y fases, terminando en un plano que recoge lo que se va imprimiendo en el celuloide. Se trata, por supuesto, del rodaje de un filme porno con el ambiente inconfundible de los años setenta, pero también de una declaración de amor al cine de cualquier clase (siempre que esté hecho en celuloide), y a los profesionales que trabajan en él. Ha dicho Paul Thomas Anderson que es capaz de distinguir el estilo del cine porno en cuanto a décadas e incluso directores importantes. Pero no sólo es especialista en cine porno, es uno de los directores norteamericanos más importantes vivos, y lo lleva demostrando desde la realización de esta película a los 27 años. La obra de Paul Thomas Anderson es probablemente una de las más completas del cine contemporáneo. Desde el punto de vista técnico, el cineasta con fama de megalómano es capaz de reinventar todos los recursos narrativos, escénicos y musicales del séptimo arte. Desde el artístico, sus historias son básicamente decálogos del dolor humanos, con todas sus caras y aristas. Anderson con esta cinta realiza un recorrido vital hasta los infiernos del alma a lo largo de dos horas, que pasan como un suspiro gracias a una fascinante banda sonora y al amor y al espeto que tiene por sus personajes, que consiguen que los amemos y respetemos tanto como él.



Sin duda esta cinta una exuberante obra maestra, tan apasionada y libérrima como arriesgada y hasta lúgubre, “Boogie Nights” es un largo e irregular, aunque apasionante recorrido por las dos décadas más convulsas de la industria del cine pornográfico estadounidense, tomando como protagonista a una suerte de gemelo del célebre e infortunado John Holmes (cuyo miembro sexual era más conocido que su rostro), dentro de un relato coral presidido por un eufórico espíritu adolescente, por una gran compasión hacia las criaturas que lo pueblan y por una sutil ironía que termina de redondear la propuesta. Tras la muy poco conocida “Hard Eight”, estrenada en 1996, Anderson daba un golpe sobre la mesa en forma de grandísimo cine, con el que avisaba del inmenso talento que daría lugar a sus magistrales obras posteriores como: “Magnolia” (1999), “Embriagado de Amor” (2002) y sobre todo “Petróleo Sangriento” (2008). Estrenada hace catorce años atrás, tiempo en el que ya el director se ha labrado una merecida fama, ahora resulta difícil darse cuenta de los redaños de Paul Thomas Anderson decidiéndose por este personalísimo proyecto, pero igual de sencillo que entonces es percibir su amor por una industria que ya no existe, convertida primero en un fábrica de vídeos cutres, y luego en un portal de internet con innumerables clips de secuencias sueltas. Para Anderson, es indiferente el tema o el contenido. Lo más importante era el cuidado y la profesionalidad de los directores, cámaras, sonidistas y montadores del cine porno, que creían que lo que hacían era importante y de altura estética, y que vivían por y para su trabajo, convencidos de que era lo único que sabían hacer bien. En esa industria se mezclaba lo ingenuo y lo entrañable con la mezquindad y las envidias propias de todo negocio, y Anderson lo narra todo sin juzgar, y divirtiéndose como un niño.



Como en la futura “Magnolia” (que le daría el Oso de Oro en el Festival de Berlín), esta es una historia de muchos personajes, cada cual más patético y dolido por una vida llena de frustraciones, soledades y miserias. El motor de la película, sin embargo, es Eddie Adams o más conocido como “Dirk Diggler”, interpretado por un estupendo Mark Wahlberg, que vivirá una fulgurante carrera en la industria pornográfica, para luego echarlo todo a perder, y recuperarse en el último momento, es un tipo en el que lo infantil y lo vanidoso se mezclan sin poder distinguirlos, y al que, como todos los demás, terminamos cogiendo un incomprensible cariño. Alrededor suyo brillan con fuerza Julianne Moore (la actriz favorita de P.T. Anderson, según sus propias palabras), Burt Reynolds, Don Cheadle, Heather Graham y otros que son parte del grupo de actores habitual de Anderson como Philip Seymour Hoffman, John C. Reilly o William H. Macy. A sus escasos veintisiete años, Anderson demostraba ser un director de actores de primerísima línea, y un director que conoce a fondo toda la técnica del cine. Su escaso interés, malas notas y posterior abandono de la escuela de cine de Los Angeles, parecen haber sido consecuencia no de su incapacidad, sino de su verdadero genio precoz y su carácter autodidacta. Hay secuencias resueltas con una maestría poco común incluso en cineastas con más títulos a sus espaldas, como el fastuoso plano que abre el filme, de tres minutos de duración y que es un homenaje a un plano secuencia de “Buenos Muchachos” (1990). De hecho, se percibe una enorme influencia de Scorsese en este trabajo de Anderson, influencia que en lugar de comprometer su personalidad, la enriquece. Si Scorsese es la perversión del clasicismo, Anderson es la perversión de esa perversión. Su descaro, su alegría de filmar, le llevan a hacer lo que le viene en gana con la cámara, pero sin perder jamás de vista a su galería de perdedores, que mientras se benefician del dinero y el jolgorio de la industria del porno, padecen también el rechazo de la sociedad bienpensante e hipócrita, y son marginados por los mismos que ven sus películas.


La película tiene "dos partes". La primera es colorida, sencilla, musical, repleta de sueños, de éxito, de posesiones físicas, de sexo, de premios, de admiración y de reconocimiento. La segunda es turbia, oscura, sombría y melancólica, es n viaje del éxito a la irremediable caída a la autodestrucción. El paso del tiempo arrolla a los personajes, los encierra en sus miserias, en sus obsesiones, en su soledad, en sus mentiras, en sus odios, en sus secretos, en su tristeza y en su patetismo. Los méritos de esta película son muchos, demasiados, pero sin duda el mayor acierto es conseguir representar a esta industria sin la necesidad de recurrir a lo vulgar o a escenas grotescas. El espectador puede hacerse, gracias a esta cinta, una idea de cómo muchos jóvenes llegan a trabajar en este tipo de cine, respirando un ambiente lujoso y lujurioso, pues sus personajes están llenos de perspectivas respetables, objetivos de futuro y actitudes que hasta rozan con lo inocente. No es pequeño el número de personajes del porno que ha encontrado en ese negocio un refugio de una pobre vida, afectada por los problemas familiares o pasados oscuros. En repetidas ocasiones Anderson nos muestra rodajes de películas, incluyendo visiones desde diferentes puntos de vista: director, actores y observador. Y es aquí donde reside uno de los puntos fuertes del metraje, gracias a lo cual el espectador se introduce en “Boogie Nights” con mucha facilidad. En determinados momentos, la cámara va de estancia en estancia (a veces a modo de travelling) como un mero observador curioso y es aquí donde la película conecta directamente con el espectador. Como decía antes, Anderson homenajea esta época de la industria pornográfica y no sólo eso, sino que da su visión sobre ella. Respeta fervientemente el trabajo de estas producciones (a pesar de lo cutre que pueden resultar) y a través de Jack Horner habla de lo que para él debiera ser una obra de estas características: bella, en la que el espectador continúe su visionado después de masturbarse, donde los actores tengan buenas interpretaciones y una buena historia que contar.



Pero es en la segunda parte del metraje donde Anderson descarga casi todo el peso dramático que lleva dentro, consiguiendo algunas escenas e interpretaciones dignas de ser recordadas en mucho tiempo. Además Anderson ve a sus personajes como una familia muy unida, con sus problemas pero con mucho sentimiento y amor de por medio. Resulta curioso ver que realmente el cine y el cine pornográfico son bastante parecidos, al menos en aquella época. En “Boogie Nights” hay continuas referencias a estas similitudes entre la industria porno y Hollywood, ya no sólo con los protagonistas en sí, sino que hasta aparecen los porno-óscars, los estudios de montaje, incluso el empaquetado de películas para su posterior distribución. Se nota que Anderson ha tenido mucho trabajo de mediateca. Aunque pueda parecer excesiva, posee un ritmo dinámico, junto con los movimientos de cámara mencionados anteriormente y una clara idea sobre la estructura del guión, hacen que la película sea muy llevadera y entretenida. A pesar del excesivo uso de la influencia del cine De Palma o Scorsese, el estilo de P.T. Anderson es bastante original y representa la esperanza de una buena parte de la industria hollywoodiense. La recreación histórica de Bob Ziembicki es sensacional. Su trabajo para llevarnos a finales de los años setenta, y mostrarnos los cambios paulatinos de los ochenta, merece todos los elogios. Le ayuda muchísimo la elección de los temas musicales, el vestuario, la peluquería y el maquillaje. Todo está cuidado hasta el mínimo detalle. A su vez, el gran operador Robert Elswit, se alía en total complicidad con director y diseñador de producción, hasta el punto de que es imposible imaginar que esta película fue filmada en 1997. ¡Realmente parece que está filmada veinte años antes, y durante los cinco o seis años que dura el relato! Sin el menor complejo, Anderson se apodera de cualquier formato que otorgue veracidad en el aspecto visual, ensucia la paleta de colores, reconstruye escenarios de títulos porno de la época, el atrezzo, las texturas...mientras mueve veloz la cámara, corta planos con la precisión de un cirujano, emplea el scope y la steady con desparpajo.



Contemplando toda la filmografía de Anderson podría chocar el tono tal vez optimista de “Boogie Nights”, pero lo cierto es que pocos directores y guionistas diseccionan con tanta habilidad y humanidad las miserias humanas. Otro punto que sorprende es Mark Whalberg, un actor de lo más limitado bajo mi punto de vista, aquí realiza la que sin lugar a dudas es su mejor interpretación, rozando la gloria y lo patético. Y sin menospreciar a todo su magnífico e interminable reparto hay que hacer una mención especial las participaciones de Burt Reynolds y Julianne Moore. El primero resucitó unos segundos con este filme gracias a una poderosa interpretación como el padre, cabeza y corazón de todos los seres perdidos que pululan por “Boogie Nights” y Julianne Moore simplemente es imposible de alabarla, porque no existen adjetivos que describan su trabajo como Amber Weaves, de una sutileza aplastante, de una presencia enigmática, de una belleza extraña, de un dolor plausible, de una perfección ilimitada. Pero además “Boogie Nights” puede verse como una parábola del cine convencional, con la feroz llegada del vídeo doméstico como destructor de un arte artesanal que hasta entonces poseía cierta dignidad, al igual con la instauración del televisor en los años sesenta para el Hollywood de los años sesenta. Cuenta la misma decadencia, mucho más acusada como es lógico en el cine triple X, que ahora no es más que una parodia deleznable. Antes, por lo menos, se podían hacer filmes con una bella fotografía y con cierto gusto. El porno es la excusa para que Anderson declare, con toda la pasión que le es propia, su devoción por el soporte fílmico, que para él es el verdadero cine, en lugar del vídeo o incluso de la imagen digital. En su narración de la trayectoria de Diggler y del universo cerrado que era la industria, Anderson se consolida como una promesa cumplida, un director a la altura de Coppola, Scorsese o De Palma…surgido dos décadas más tarde nada menos. En definitiva “Boogie Nights” es sórdida, cruda, excesiva, bella, triste y violenta, una obra maestra imperdible para los cinéfilos.



“Cine con mayúsculas”