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sábado, 14 de abril de 2012

Shine a Light

Director: Martin Scorsese
Año: 2008 País: EE.UU. Género: Documental/Musical Puntaje: 7.5/10
Reparto: Mick Jagger, Keith Richards, Ron Wood, Charlie Watts, Christina Aguilera, Jack White, Buddy Guy y Martin Scorsese



Documental de Martin Scorsese sobre los míticos Rolling Stones. Que además es un acercamiento riguroso, deslumbrante, divertido y profundamente humano al pasado y al presente de los cuatro miembros de la banda. Respaldado por un excelente equipo técnico en el que destacan los directores de fotografía Robert Richarson (El Aviador), Mitch Amundsen (Misión Imposible 3), Andrew Lesnie (El Señor de los Anillos), Emmanuel Lubezki (Sleepy Hollow), John Toll (Corazón Valiente) y Albert Mayles, director de “Gimme Shelter”, documental sobre los trágicos eventos ocurridos en San Francisco en 1969 durante el concierto más multitudinario de los Rolling Stones. Para comenzar, no es un documental en el sentido tradicional, es más bien una “película de concierto” mucho más cercano a la maravillosa “El Último Vals” (1978) que a “No Direction Home: Bob Dylan” (2005). Es otro de los tantos registros de conciertos que han hecho los Stones, pero esta vez a cargo de un director de peso que además ama el rock and roll y admira a esta banda en particular. Pero no nos engañemos, "Shine a Light" es un espectáculo de los Rolling Stones para el que Scorsese simplemente hace un esmerado trabajo de cámaras. Otra razón para sorprenderse de su visita es que se trata de una película para fans, cualquiera sea su edad, pero con el amor suficiente por la música de los Stones como para que el placer de oírlos bien valga una entrada. Scorsese no pierde mucho tiempo en introducciones. El hecho es un concierto de la bandaocurrido en el 2006 con un set list distinto para fines de este documental. El rápido marco narrativo nos muestra a un Scorsese estresado porque la banda, a pocos días del evento, aún no le dice que canciones tocarán, por lo que no puede planificar la filmación. Telefonazos apurados entre Scorsese, con su peculiar voz, y un Jagger que sale con sorpresa que le dará dicha información una hora antes del concierto. El día señalado se aparece Bill Clinton y sus allegados para saludar y tomarse fotos con las celebridades y después alguien anuncia “por última vez en el Beacon Theatre, los Rolling Stones”. Scorsese tiene ya la lista que quería y pone en marcha sus cámaras tras la primera canción.


Martin Scorsese estuvo filmando a los Rolling Stones a lo largo de dos días en el Beacon Theater de Nueva York, en otoño de 2006, durante su gira "A Bigger Bang". Estas dos actuaciones, salpicadas con brevísimas entrevistas tomadas durante los inicios del grupo británico, constituyen “Shine a Light”. La mano de Scorsese se ve sobre todo en el principio y, a partir de ahí, nos quedamos con el disfrute de la música. Para mí es suficiente. Será sólo Rock and Roll, pero a mí me gusta. Sin embargo, quienes no sean muy aficionados a las canciones de sus Satánicas Majestades, quizá no encuentren ningún aliciente en este filme. El cine y Scorsese están presentes en “Shine a Light”: en la realización maravillosa de un inmenso espectáculo en el que se conjuga un gran número de músicos e intérpretes. La cámara nos ofrece enormes planos muy bien repartidos y montados, que nos permiten ver la actuación como si tuviésemos una butaca preferente. El sonido está impresionantemente reproducido e incluso parece que estuviese mezclado de forma que se escuchase más al músico que está en imagen en cada momento. porque es imposible no dejarse llevar por el auténtico aluvión de energía y vitalidad que desprende cada uno de los fotogramas de este musical. Incluso, uno llega a olvidar las pequeñas pinceladas del comienzo, apenas unas menciones a las obvias dificultades que supone levantar un proyecto de estas características, o a esos momentos tan surrealistas que supone la conjunción de intereses ajenos a la música, con los cuatro roqueros esperando, bien disciplinados, a que la madre de Hillary Clinton suba al escenario para saludarles. No, aquí se trata de una pura y simple actuación, tanto es así que comentar esta película entraría más en el campo de la música que en lo estrictamente cinematográfico.


Martin Scorsese es un director que, lejos de creerse una estrella, tiene bien claro cual es su profesión: saber narrar. Como gran narrador que es, busca la mejor manera de contar la historia de acuerdo al material que tiene enfrente sin imponerse él como personalidad. Ya en el comienzo vemos a un Scorsese (lo vemos literalmente en pantalla) un tanto nervioso al tratar de ordenar a la ingobernable banda inglesa para su película. En esta suerte de prólogo lo que queda bien claro es que Scorsese opta por poner sus cámaras y seguirles el ritmo a los Rolling Stones. Es un tópico acuñado señalar la energía que desprenden grupos de sesentones, pero es inevitable repetirlo, ya que sorprende sobremanera. Resulta increíble observar cómo Mick Jagger puede moverse sobre las tablas y cómo puede sonar tan bien una banda que lleva desde los años sesenta subiéndose a los escenarios. Que han sido y siguen siendo uno de los grupos más grandes que han existido sobre la faz de la Tierra me parece indiscutible, pues incluso quienes no disfruten de su música o quienes les hayan tomado antipatía por sus últimos percances (como el anular conciertos y giras), no pueden negar la influencia y repercusión que han tenido. La estructura del filme es tan similar a la de un concierto, que parece que estás allí. Tal es la sensación de “meterse” dentro, que dan ganas de cantar las canciones, de aplaudir o de pedir bises. A lo largo de la cinta hacen repaso de sus canciones más conocidas, algunas con versiones que las transforman casi del todo, como “Tumbling Dice”, y también tocan temas nuevos o ajenos. Pero se guardan la artillería pesada para el final, igual que en los conciertos lo más solicitado se deja para la parte de bises. Esto llega tras un pequeño descanso para Mick Jagger en el que canta Keith Richards, que parece que aún no se hubiese quitado el disfraz de “Piratas del Caribe III”. “Start Me Up”, canción con la que habría que comenzar y así han hecho durante una larga temporada; “Brown Sugar”, “(I Can’t Get No) Satisfaction” y mi preferida: “Paint It Black”, son interpretadas, entre muchas otras.



“Shine a Light” está repleto de espontáneos estelares. Tocan junto con Jack White (del grupo “The White Stripes”) la canción “Loving Cup”. Christina Aguilera canta junto a Jagger una versión irreconocible de “In between the sheets”. Pero la intervención más interesante es la de Buddy Guy, que se marca un duelo de solos contra Keith Richards en la canción “Champagne and Reefer”. Otra razón para decir que la película es sólo para fans de los Rolling es que los títulos de las canciones no aparecen escritos, quizá porque Scorsese tenía la intención de distanciarse de otros conciertos grabados. Creo que sería mejor que lo hubiesen indicado y también considero que la totalidad del filme se debería haber subtitulado, pues hay varias ocasiones en las que el significado de la letra hace referencia a lo que ocurre en ese momento y es necesario entenderlo. Por ejemplo, en el caso de “Champagne and Reefer” en la que el duelo también es dialéctico a través de lo que se cantan unos a otros, o de “Faraway Eyes”, un tema country en el que Ron Wood toca una guitarra de pedales de acero. No sólo perdemos los contenidos de las canciones: hay incluso cosas que Mick Jagger dice entre tema y tema o letras improvisadas, que no forman parte de los versos habituales, que no están traducidas. Sin embargo, sería injusto no decir que todas las decisiones tomadas para la grabación del concierto se revelan como extremadamente acertadas: desde la elección del escenario (en lugar del mastodóntico show de Río de Janeiro, al parecer la primera idea que se barajó), la disposición de las cámaras, la iluminación, la fotografía, o un montaje pendiente en todo momento de destacar la intensa comunicación entre los músicos (especialmente Mick Jagger) y el público, la película va deslizándose con la misma agilidad que caracteriza los conciertos de la banda de la lengua, siguiendo canción tras canción y preparando un climax final que funciona con la eficacia dramática de un argumento que estuviera previamente trazado.



Lo que "Shine a Light" nos ofrece, básicamente, es el un registro videográfico (hecho, eso sí, con un mimo absolutamente exquisito) de una actuación relativamente reciente de este legendario conjunto músico-vocal (que dirían en mi pueblo), todo un ejemplo de supervivencia más allá de mitos, leyendas, caídas y recaídas, totalmente incombustibles (diríase que no hay castigo del que, más allá de las evidentes secuelas en unos físicos muy machacados, no hayan sido capaces de salir) e inasequibles a ese desaliento que parece haber invadido la industria de la música popular del siglo XXI. Al fin y al cabo, esa especie de pre-making off con que se abre el filme, a modo de introducción técnico-explicatoria de lo que veremos después y las imágenes de archivo (que parecen articular una especie de irónico y un tanto portentoso alegato justificatorio de tan increíble longevidad) que van trufando la actuación, a modos de interludios de "descanso", no dejan de ser aditamentos sin excesivo peso en el resultado y configuración finales del producto. Si son seguidores del pop y el rock, en general, creo que disfrutarán con una película como ésta: cuenta con un buen puñado de temas que, además de excelentes, forman parte ya, por derecho propio, de la leyenda del género. Si, además, son seguidores de los Stones, están tardando en salir en tropel camino del cine más cercano donde se esté proyectando: el nivel de disfrute puede llegar a cotas muy altas. Y, por lo demás, yo no apostaría nada a que éste sea el último: quién sabe si algún jovenzuelo de diecisiete o dieciocho años que aún no hizo sus primeros pinitos con una cámara de cine, está llamado a ser quien dirija la nueva entrega de estos dinosaurios que, parece ser, tiempo ha que hicieron un pacto con esa majestad a la que, alguien dice, rinden culto.



Para una época donde la mayoría de bandas no alcanza o no merece la suficiente atención como para que el público quiera verlos cuando estén viejos y feos, “Shine a Light” es una rareza que malévolamente podría ser rebajada a verse como la exhibición de cuatro ancianos rockeros luchando contra el tiempo, de una banda que fue famosa pero no tanto como “The Beatles”. Los que busquen “corroborar” y “sentir” que la muerte merodea también a los dioses del rock se llevarán una gran decepción. En este documental tenemos una fina selección de material de archivo con entrevistas que muchos hubieran deseado en mayores dosis. La pregunta que parece intentar responder Scorsese con estas secuencias son: ¿Con qué descaro los Stones, siendo unos ancianos, se suben a un escenario y siguen haciendo los mejores conciertos de rock de los que se tiene noticia? ¿Hasta cuándo? Las preguntas no son nada nuevas. Primero vemos a Jagger adolescente, en principios de los 60, respondiendo que bien podrían seguir un año más. Después, recién comenzados los 80 quizá, Jagger aparece afirmando que fácilmente se imagina moviendo el trasero a los 60 años. Más fragmentos de diversas épocas donde los Stones afrontan una prensa ignorante y sensacionalista, cuyo interés en ellos se centra en el próximo escándalo que iniciarán. Da la sensación de que Scorsese prefiere dejar que sea el grupo con sus actuaciones quien diga lo que tiene que decir, que se muestre a través de su música y no a través de interrogantes vacíos o que cuestionan su estilo de vida. Precisamente a la pregunta: ¿Te ves haciendo lo mismo a los 60 años?”, es el propio filme quien da respuesta. “Shine a Light” es una película muy bien realizada y de enorme espectacularidad, pero que no creo que se pueda disfrutar si no se tiene afición por los Rolling Stones, incluso aunque te arrastre la admiración hacia Martin Scorsese. La respuesta salta a la vista, los Stones son animales del rock and roll, no pueden hacer otra cosa que tocar y no tienen que pedir permiso para seguir haciéndolo. Vencieron a todos, incluso a ellos mismos.



"Scorsese rueda nuevamente la banda sonora de nuestras vidas"

jueves, 22 de diciembre de 2011

Bailarina en la Oscuridad

Director: Lars Von Trier
Año: 2000 País: Dinamarca Género: Drama/Musical Puntaje: 10/10
Interpretes: Björk, Catherine Deneuve, David Morse, Peter Stormare, Jean-Marc Barr, Joel Grey, Udo Kier, Vincent Paterson, Cara Seymour, Vladica Kostic, Siobhan Fallon y Zeljko Ivanek



Selma (Björk), inmigrante checa y madre soltera, trabaja en la fábrica de un pueblo de los Estados Unidos, la única vía de escape a tan rutinaria vida es su pasión por la música, especialmente por las canciones y los números de baile de los musicales clásicos de Hollywood, Selma esconde un triste secreto: está perdiendo la vista, pero lo peor es que su hijo también se quedará ciego, si ella no consigue, a tiempo, el dinero suficiente para que se opere; La razón por la que el cineasta danés Lars Von Trier me parece uno de los dos más importantes directores del cine actual es que, siendo extraordinariamente radical, no ha caído nunca en una de las corrientes más perversas de nuestra contemporaneidad: el cine del género llamado “de autor”. Con varios amigos cinéfilos he debatido de este concepto en los últimos meses, y parece que comienza a verse con cierta claridad el hecho de que hay autores cuya pose se encuentra muy por encima de su contenido y que viven, en definitiva, de imitar a verdaderos autores clásicos (Bergman, Bresson, Antonioni, etc.). Los estilos podrían generalizarse con facilidad, y tendríamos ese nuevo género al que me refiero. Von Trier, en mi opinión, es una clara excepción, un ejemplo de autenticidad, de expresividad artística por encima de modelos y de modas; un autor que, filmando con el estómago, imprime a sus obras una coherencia poco comparable, ya se que los milagros no existen y de existir, serían consecuencia directa de esa fe ciega que desemboca en devoción absoluta hacia una figura de imprecisa naturaleza, que supera las limitaciones del hombre e interviene, por tanto, en el mundo de los mortales. Pues bien, desde esta concepción de lo milagroso emerge “Bailarina en la Oscuridad” como prodigio artístico de deslumbrante genialidad e insoportable dolor. Si el cine muriese hoy, esta cinta proyectaría las últimas imágenes capaces de obrar el milagro de la resurrección del alma a través de una propuesta que reinventa la gramática con la que se escriben sus arrebatadoras escenas. Y es que esta colisión de genios ha creado un cine elevado, cine que atrapa lo milagroso hasta hacerlo suyo. Entonces, y con cegadora maestría, nos lo arrojan al cuello sin que seamos capaces de verlo.



Apenas dos siglos antes de que Lars Von Trier ganara la Palma de Oro en Cannes con “Bailarina en la Oscuridad”, Napoleón Bonaparte ordenó detener al anónimo autor de las obras “Justine” y “Juliette". Ese detenido, que pasaría encarcelado el resto de sus días, es conocido hoy en día por el nombre de El Marqués de Sade. Las dos novelas que llamaron la atención a la sociedad de esa época constituían un insulto directo a la fe, a la fe en cualquier principio. La más monstruosa de ambas es, sin duda, "Justine": Sade martiriza a la protagonista de la novela, una muchacha virgen y creyente, hasta los extremos más grotescos. Justine es robada, violada y esclavizada repetidas veces, y aún así, sigue creyendo en la misericordia divina, en lo que constituye para cualquier lector una burla hacia la fe en la bondad divina. Doscientos años después, un director danés repetía la misma línea argumental de "Justine" en su Trilogía llamada “El Corazón de Oro”, que la constituyen “Contra Viento y Marea” (1996), “Los Idiotas” (1998) y la película que nos compete ahora. En las dos primeras, Von Trier proponía las reglas del juego; posteriormente, en “Dogville” (2003), nos daría una solución. Pero “Bailarina en la Oscuridad” es la más extrema de la trilogía, su sublimación es la más sádica. Ya que nombramos de nuevo al Marqués de Sade, me gustaría apuntar una diferencia importante entre las obras del cineasta danés y el literato francés: aunque ambos son moralistas acérrimos, sus éticas se contradicen entre ellas, apuntan a utopías distintas. Por ello en Von Trier el sacrificio tiene un significado, mientras que en Sade sólo es un signo de estupidez. Sin embargo, en la forma de sus creaciones, hay importantes paralelismos: Von Trier utiliza las bases del género que típicamente en el cine había significado la felicidad, el musical, para mostrar la infelicidad absoluta, ósea el infierno de los hombres. El filme del irreverente director danés no nos habla de Dios, pues dos siglos después de Sade ya no queda nada de él: habla de la sociedad humana, construye una mofa hacia la natural bondad de nuestra especie y su máxima expresión, el Estado. E igual que el Divino Marqués, es un juego tan arriesgado, tan grotesco, que es completamente normal que muchos lo rechacen por ridículo: Von Trier no hace más que emplear una historia propia de telefilme, exaltándola hasta convertirla en un grito insoportable.



Por otra parte Lars Von Trier es uno de esos directores que desafía cualquier formalización crítica: ¿Por qué la obertura de “Bailarina en la Oscuridad” me resulta emocionante y sobrecogedora? ¿Por qué a otros espectadores no les dice absolutamente nada? La salida que abre Von Trier bajo los asideros habituales del espectador (dicha obertura es una fusión abstracta de imágenes y música) apela directamente a los sentimientos y a la subjetividad más radical, impidiendo el damero intelectual que sirve de soporte para esos otros autores que yo considero farsantes. Esa obertura es una experiencia cinematográfica pura, al estilo del viaje a través de las estrellas de “2001: Odisea en el Espacio” (1968), obra maestra del maestro Kubrick. Por eso mismo resulta fácil encontrarse con opiniones tan encontradas acerca de este filme, y de casi todos los del danés. Sin embargo, y esta es otra de las particularidades de Von Trier, el meticuloso y esforzado trabajo con la forma no deviene en un festival de fuegos artificiales, sino en la mejor disposición estructural para transmitir un torrente de ideas y de emociones que, por lo general, resultan de muy difícil digestión. ¿De qué nos habla en esta obra magistral que es “Bailarina en la Oscuridad? Del amor más tierno y más generoso (representados en los personajes Jeff y Selma), del amor más loco y más suicida (representado por el amor que le tiene Selma a su hijo Gene), de la miserable condición humana (representado por el personaje Bill) o de la amistad verdadera (representado por el personaje Kathy, interpretado magistralmente por Catherine Deneuve). Además la cinta muestra cómo la lucha puede convertir un sueño en realidad; y de cómo la desgracia atrae más desgracia; y de que convertir los ruidos en música es sólo una cuestión de voluntad; y del silencio terrible e innombrable del fin de la vida; y de que la pena de muerte es la mayor de las atrocidades que el ser humano es capaz de perpetrar. No estamos, pues, ante un cine formal, sino ante un cine atestado de sentido, donde la forma va enmarcando del mejor modo posible todos y cada uno de los matices.



“Bailarina en la Oscuridad”, además, suma dos características realmente poco ordinarias que juntas, lo son aún menos: la solidez, coherencia y rigor de toda la estructura del guión y la brillantez de una gran parte de sus escenas. No puedo enumerar todas las que me parecen dignas de ello, pero quiero recordar aquí dos: aquella en que regalan a Gene la bicicleta que Selma, su madre, no le puede comprar (recordemos que ella ahorra todo el dinero para pagar la operación que le salvará de la ceguera), que posee un estructura musical sin música, pues comienza como una escena cotidiana y termina con un éxtasis de alegría, en el que las risas parecen improvisadas por los actores, y en el que encontramos uno de los abrazos (entre Selma y Gene) más emotivos y auténticos de la Historia del Cine; la otra, por supuesto, es el final terrorífico y maravilloso, en el que la burocracia convierte algo ya ominoso en algo aún peor, y donde el ser humano (Selma) encuentra dentro de sí, por fin, aquello que le engrandece (la música, que es su verdadero yo) y le hace situarse por encima del perverso sistema…siendo así el momento de mayor represión, el momento también de mayor libertad (ser ella misma, de una vez por todas). Hasta ese momento, Selma ha basado su vida en convertir los ruidos en música, es decir, la realidad sucia en la realidad soñada. Por eso el final, donde logra que esa realidad soñada sea realidad real, resulta tan emocionante. También lo es porque Von Trier ha elegido, desde el principio del filme, acercarnos a los personajes, mediante los primeros planos, a través de sus labios y de sus ojos, aunque a veces no hablen ni vean; y eso provoca que cuando observamos los labios y los ojos de Selma en esa escena musical final sepamos que, con certeza, es el momento más feliz de su corta vida. Y Von Trier, que muestra con las imágenes de musicales clásicos que no ha nacido de la nada y que está orgulloso del cine anterior a él, pervierte por completo la estructura del relato clásico para volver a él: el “happy-end”.



Hay dos factores más que me interesaría destacar en la película. El primero es la actuación de Björk que encarna a la mujer cien por ciento “vontrierana” como no lo hizo ni siquiera la maravillosa Emily Watson de aquella cinta descarnada, que es “Contra Viento y Marea”, pues los ojos de esta cantante islandesa, su pequeño cuerpo y su voz, todo su ser, se erigen en expresión audiovisual inimaginable del melodrama moderno, mezcla los sonidos del mundo con su fantasía interior, y gracias a ello el mundo se convierte en un musical como aquellos que ella tanto ama. Y puede gritar sobre todo aquello que en la sociedad no se puede expresar. Y por todo esto este musical extraordinario es uno de los más grandes de todos los tiempos: porque por fin se funden en un todo, forma y fondo, además por fin se encuentra la excusa perfecta para convertir un drama social, una tragedia, en un espectáculo de canciones fúnebres, pues el punto de vista de la heroína es absoluto (la imagen es absoluta siempre), como debería ser siempre en el cine, la cantante islandesa parece estar alucinada, alienada. La hipnosis ya había sido un tema recurrente en el cine del danés: el final de “Epidemic” (1987) donde se hipnotizó realmente a una actriz o el inicio de “Europa” (1991) son prueba de ello. El otro punto de interés es la traición del director a las características estéticas del Dogma 95, pero particularmente rescata la cámara al hombro, que en general en ese manifiesto me parece un grave error, por lo menos como método a seguir para todo el cine que pretenda no convertirse en "ilusiones para mostrar las emociones". Una película de esa corriente puede ser tan tramposa y estar tan atada a las convenciones de género como cualquier otra: a día de hoy, creo que eso ya está probado. Sin embargo, “Bailarina en la Oscuridad” pone en relieve el uso de la cámara al hombro: acierto que radica en retratar la crudeza y el dolor que emana la cinta. Si el postulado creado por el mismo Von Trier funciona relativamente aquí es porque logra evitar ese peligro que antes he mencionado: que la cinta acabara cayendo en el telefilme. Porque “Bailarina en la Oscuridad” utiliza, igual que las malas películas, emociones muy básicas, pero llevándolas hasta un extremo casi inconcebible.



Selma, durante toda la película, busca la música imaginada cuando quiere huir de la realidad: del trabajo opresivo, de la ceguera, del asesinato, de la detención, del juicio o de la muerte. Cuando la realidad es tan brutal que no hay modo de huir de ella, encuentra la música real, que brota por primera vez de sus labios como un himno de libertad y de felicidad postrera, que nos dice: podrán matarte, pero si no quieres no podrán cambiarte. Y cuando llega el atroz pero a la vez maravilloso final del filme, un silencio desolador colma la escena, demostrando que Von Trier no sólo es capaz de hilar fino con el sonido de la música, sino también con el sonido del silencio. Pero precisamente en su radicalidad “Bailarina en la Oscuridad” encuentra su razón de ser: sí Von Trier aflojara un poco la trampa que dibuja alrededor de Selma, el filme se convertiría en un pastiche; sí Björk interpretara, por muy bien que lo hiciera, en vez de estar poseída por alguna deidad furiosa, la película caería como ridículo. Incluso traicionar el Dogma 95 funciona, especialmente, en ese terrible final que sedujo incluso al mismísimo Ingmar Bergman, que es muy escéptico con el cine de Von Trier. Sin embargo, esa misma radicalidad de la propuesta la convierte en una película sobre la que no se puede edificar, no se puede crear un nuevo cine: una película excepcional y única. “Bailarina en la Oscuridad” es uno de los filmes más bellos de los últimos tiempos, es un poema, es cine revolucionario, que a diferencia de otras películas aupadas grotescamente a los altares por consenso divino, jamás ha despertado aquiescencias ni pactos de ninguna clase, se trata de un canto a la muerte capaz de alimentar desprecio, rechazo o desdén con tanta energía como convoca la vehemencia. Esto, para mí, es síntoma inequívoco de su juventud estética, pues ya dijo un gran poeta irlandés que cuando los críticos difieren, el artista está de acuerdo consigo mismo más que nunca. Y así es, realmente. Después de haber haber traicionado, el voto de castidad del Dogma 95, Von Trier era ya un artista más libre, lúcido, generoso y trágico que nunca, lo que se tradujo en uno de los melodramas musicales más sorprendentes, inclasificables y estremecedores que pueden verse en una pantalla.



“La vida, la miseria y la muerte hecha música”

lunes, 5 de diciembre de 2011

No Direction Home: Bob Dylan

Director: Martin Scorsese
Año: 2005 País: EE.UU. Género: Documental/Musical Puntaje: 09/10
Entrevistados: Bob Dylan, Liam Clancy, Allen Ginsberg, Joan Baez, John Cohen, Mickey Jones, Bruce Langhorne, Mitch Miller y Bob Neuwirth



Martin Scorsese nos ofrece la extraordinaria historia del viaje de Bob Dylan desde sus raíces en Minnesota hasta la época de sus comienzos en los cafés del Greenwich Village, pasando por su sonada ascensión al estrellato del pop en 1966. Joan Baez, Allen Ginsberg y otros comparten sus pensamientos y sentimientos sobre el joven cantante que cambiaría para siempre la música popular estadounidense, con secuencias jamás vistas, entrevistas exclusivas y actuaciones inéditas, he aquí el retrato definitivo que los fans del mundo entero han estado esperando durante décadas: la historia jamás contada de una leyenda americana viva. En la insaciable curiosidad cultural del cineasta Martin Scorsese, que no por casualidad es uno de los más grandes artistas del último tercio del siglo XX, el cine ocupa un lugar prominente, claro, pero no superior a su pasión por la música, no es por nada que su amigo músico Robbie Robertson declaró que cuando se reúne con él en su casa, siempre le pide que baje un poco el volumen o detenga la música durante unos pocos minutos, lo que es bastante revelador. Cuando a principios de la pasada década el mánager de Bob Dylan, Jeff Rosen, comenzó a recopilar todo tipo de material audiovisual inédito, vio la posibilidad de elaborar un documental importante sobre la figura de Dylan, lo primero que hizo fue en llamar a Martin Scorsese, que todavía estaba en labores de montaje de la magistral “Pandillas de Nueva York” (2002), después de terminada dicha cinta, enseguida aceptó gustoso el proyecto, ayudando en la inmensa recopilación, que se prolongó durante cuatro años más, mientras el eminente director iba ordenando las piezas del puzzle, para hacerlo realidad el 2005. La grandeza de este documental reside en haber concebido un montaje deslumbrante que cuenta con ejemplar nitidez la odisea del chico judío, además deslumbra por la riqueza del material inédito.



De vez en cuando el destino y el azar confluyen. Vamos, que algunos proyectos parecen predestinados a hacerse realidad. Que Scorsese, que tanto ama la música, haga el documental sobre un hombre que para muchos personifica la música folk norteamericana del siglo XX, representa en sí mismo un acontecimiento cultural. Pero además “No Direction Home: Bob Dylan” es un trabajo monumental de casi cuatro horas de duración que se erige en una imprescindible lección de cine documental, por la inagotable audacia formal en la heterodoxa construcción de su mirada a uno de sus grandes ídolos, por el sorprendente empleo de la documentación, no como género de conocimiento divulgativo, sino ante todo como el medio perfecto para mostrar la belleza en estado puro, prescindiendo de la tendenciosa arma de la ficción. Tanto es así, que quizá estemos hablando de la última gran obra maestra de Scorsese como director, ya que en los últimos años sus ficciones han perdido algo de la poderosa singularidad de otras décadas. Esta cinta es una fuente de incalculable valor que enlaza mucha y personal información sobre Bob Dylan con los inconfundibles toques de dirección con los que Scorsese no nos deja de sorprender jamás. La historia está dividida en dos partes para que su larga duración no sea un obstáculo para el espectador, y mucho menos un elemento de pesadez, en ningún momento se idolatra la figura de Dylan y eso es de agradecer; el documental muestra al artista de Minnesota tal como es, con sus defectos y sus virtudes. Cabe recordar que Scorsese no es un advenedizo en el terreno de las películas sobre música popular, durante sus primeros años en el cine, se dedicó al montaje de filmaciones de conciertos, como en “Woodstock” (1970) o “Elvis On Tour” (1972), años más tarde, dirigió “El Último Vals” (1978), filme que recoge el concierto despedida de “The Band” (la agrupación de Bob Dylan), también ha sido el encargado de producir una serie de documentales sobre el blues en la que participaron como realizadores de diferentes episodios, Clint Eastwood, Wim Wenders y Charles Burnett.


No deja de ser sintomático de estos tiempos, que en los que Estados Unidos, o lo mejor de él, trata de regresar a sus orígenes, o de averiguar en qué punto perdió el rumbo, que en los últimos años tanto Scorsese como Todd Haynes, hayan invertido tanto esfuerzo y dinero en sendos proyectos sobre el músico nacido en Duluth, quien de alguna forma se ha convertido en un cronista de la pérdida de inocencia de ese país, y en todo un símbolo de sus valores más progresistas. Pero mientras el magistral “I’m Not There” (2007) trabajo de Haynes, alentaba los ecos más románticos del artista, la propuesta de Martin Scorsese, quien “se limitó” a ordenar el material previo, se acerca más a una intención lírica: la de situar al mito en sus primeros años, situar con exactitud los primeros peldaños en su escalada hacia la inmortalidad estética, y detenerse ahí, para que el espectador, ahora ya correctamente situado, pueda indagar en su trayectoria posterior. En otras palabras, Scorsese coge de la mano al espectador y le muestra de manera deslumbrante un conjunto de entrevistas e imágenes nunca vistas, y en su compañía comprendemos un poco mejor la esencia de la belleza musical y su creación. Mientras el cantautor no ignora que, con el cine, el tiempo ya ha dejado de ser lo que era; que el cine es lo más parecido a un dispositivo de la inmortalidad, capaz de revivir el momento pasado aunque sea de un modo ilusorio, pues lo único que recupera de él es un tenue reflejo sin consecuencias; la impronta precaria de uno de los lados de esa realidad, uno de los muchos posibles. El reto de “No Direction Home: Bob Dylan” es precisamente, instalarse en esa dimensión evocadora del cine y de la palabra, confiar en su poder para reconstruir una época, desde la que los pasos recorridos esclarezcan el presente del mito.



Que Scorsese no creara personalmente las imágenes que componen este trabajo, al final es poco o nada relevante, porque “No Direction Home: Bob Dylan” es un título profundamente scorsesiano, en el que la personalidad artística del cineasta, se muestra con una nitidez apasionante. La película comienza muy significativamente en 1966, fecha en la que se tomó la foto que aparecen en la portada del filme. Ese año Bob Dylan llevó a cabo una gira mundial que le llevó por casi toda Europa, en la que al mismo tiempo que constataba un éxito popular arrollador, era acusado por algunos de traidor a su estilo y sus raíces, ya que había incluido música electrónica en sus últimos trabajos. Acontecimiento anímico y social profundamente scorsesiano, por tanto, en el que el artista es amado y odiado a partes iguales y por ello se muestra más humano y quizá frágil, acentuado por el accidente que sufrió en 1967 y que tanto tiempo le mantuvo alejado ocho años de los escenarios. La escisión personal y estética de Dylan es el corazón de la película. Más allá de lo poco objetivo que pueda ser, el documental es fenomenal, pues no solo se queda con una presentación de Bob Dylan, sino que va mucho más allá, mirando los inicios del “Folk Américano” y de cierto modo muestra algunas cosas blues, muestra al Dylan que sin duda fue el músico más influyente de su generación, tanto que influencio a los mismos “The Beatles”, fenomenal como cuenta la historia de “Like a Rolling Stone”, considerada la mejor canción de todos los tiempos, la narrativa en este documental es maravillosa, ni hablemos del guión, que no era fácil de hacer, por tanto material que había que recolectar pero sobretodo darle coherencia, cosa que se logro satisfactoriamente.


Todo el trabajo de abstracción formal no se traduce aquí en la menor confusión o estilización sin sustancia que tantas veces ocurre en estos casos. Muy al contrario, Scorsese muestra los hechos con mayor sencillez y honradez que nunca, y se regodea en los aspectos más hedonistas y resbaladizos de su héroe, retratado como un coloso siempre en continua evolución, sin creerse jamás ni los halagos ni los ataques excesivos, comprometido solamente con su forma de percibir el mundo y de interactuar con él. Dylan, como Henry Hill de "Buenos Muchachos" (1990) o Newland Archer de "La Edad de la Inocencia" (1993), es un solitario, un marginado en la élite, cuyo singular punto de vista no puede ser compartido por nadie, y que por eso fascina a Scorsese, seducido siempre por los más difíciles de comprender en la sociedad, a los que ha dedicado, prácticamente, sus mayores esfuerzos creativos, quizá porque él también se siente único y porque sabe muy bien lo fácil que es distorsionar la figura de un artista mundialmente famoso. Mas como suele ocurrirle a los genios y personas fuera de lo común, Dylan aborrecía bastante la veneración que le dispensaban, no quiso ser un profeta ni dormirse en los laureles; Martin Scorsese aporta las declaraciones de muchos que fueron amigos y compañeros de Bob Dylan, como Joan Baez, que deja claro lo difícil que era convivir con él, dado sus altibajos de euforia-depresión, que le reprocha como después de cantar tantas canciones protestas durante los años de Martin Luther King y la defensa de los derechos civiles, etc. Luego no quisiera comprometerse en las manifestaciones en contra de la “Guerra de Vietnam” ni encuadrarse políticamente en la llamada "izquierda"; o sea queda resaltado que Dylan no quiso ser encuadrado y menos políticamente; se mantuvo como hombre libre celoso de su independencia existencial, se atrevió a evolucionar hacia otro tipo de música más "underground" pese al descontento del público, defraudando a propósito a muchos de sus adoradores.



Scorsese busca siempre el modo más franco de contar lo que quiere. Cuando se trata de dar voz a los entrevistados, el realizador no invisibiliza los cortes en la toma con fundidos encadenados o con planos recurso para que parezca que su testimonio se ha desarrollado en continuidad. Durante el metraje de la película, Scorsese vuelve una y otra vez sobre los conciertos en Inglaterra ya que se trata de un episodio dramático para la carrera de Dylan; la escisión entre la vocación íntima del folk y los sonidos del rock que ya había provocado los abucheos de sus seguidores en el Festival de Música folk de Newport, con amenazas de cortar los cables de las guitarras eléctricas incluidas. Es también un modo de volver sobre una preocupación temática que recorre gran parte de la filmografía de Scorsese: el conflicto entre el respeto a los códigos establecidos y la llegada de los nuevos tiempos. Y cómo el individuo supera ese enfrentamiento y termina abriéndose paso en la adversidad de una sociedad hostil. Al magnetismo de Dylan, le acompañan importantes nombres como Allen Ginsberg, John Jacob Niles, Odetta, Woody Guthrie, Webb Pierce o Hank Williams, entre otros muchos, todos ellos con su momento esencial para comprender mejor una época y un sentimiento musical, casi una forma de vivir. El cineasta italoamericano les concede su tiempo, a la vez que elabora una reflexión sobre el propio paso del tiempo, como materia primordial de su documental y del cine. Su investigación de una época tan concreta y reducida de la vida de Dylan, asaltado por documentos más recientes, es un intento por capturar un instante imperecedero, una juventud perdida para siempre. El cine otra vez como un recuerdo atesorado, pero exento de adornos nostálgicos o idealizados, preñado de verdad y de pasión. El mejor documental filmado jamás por Scorsese, lo que es mucho decir, si pensamos en joyas como “El Último Vals”, que tantos documentalistas han copiado hasta la saciedad, y no solamente en trabajos sobre conciertos musicales. Scorsese centraría sus siguientes esfuerzos en un extraño y brillante remake con el que, por fin, hizo realidad su sueño de alzarse con el Oscar a mejor director, un premio que se le debía hacía mucho tiempo.



“Dylan es dios y Scorsese su profeta”

miércoles, 12 de octubre de 2011

Cotton Club

Director: Francis Ford Coppola
Año: 1984 País: EE.UU. Género: Gangster/Musical Puntaje: 08/10
Interpretes: Richard Gere, Diane Lane, Gregory Hines, Nicolas Cage, Bruce McVittie, Lonette McKee, Bob Hoskins, James Remar, Allen Garfield, Gwen Verdon, Tom Waits, Jennifer Grey, Laurence Fishburne y Fred Gwynne



América, años veinte, en plena época de la prohibición. El Cotton Club es el Night Club de jazz más famoso de Harlem (Nueva York). Su historia es la historia de la gente que frecuenta el local: Dixie Dwyer (Richard Gere), es un atractivo trompetista que busca el éxito y cuya suerte cambia radicalmente cuando salva la vida del gangster Dutch Schultz (James Remar), así mismo la bella y soñadora novia del mafioso Vera Cicero (Diane Lane) se sentirá atraída por el músico, esto provocara que la vida de Dixie corra peligro; por otra parte Sandman Williams (Gregory Hines), un brillante bailarín negro sueña con convertirse en estrella principal de el Cotton Club. Estamos ante un claro homenaje a dos géneros clásicos: al musical y al cine de gangsters. Coppola tiene estilo de director clásico y como su amigo Scorsese, adora los años dorados de Hollywood en el que se fraguaron verdaderas obras de arte. Coppola se encanta por hacerlo de forma reverencial, por lo que todo lo que vemos tiene sensación de haberse visto ya, pero también de que las imágenes están cuidadas al milímetro. No hay nada dejado al azar. Todo tiene que ser una recreación perfecta de aquellos años y, más que lo que eran en realidad aquellos años, da la sensación de que todo tiene que ser como lo captó el cine de aquel entonces, que no es lo mismo. Los gangsters son estereotipados conscientemente, algo parecido como hicieron los Hermanos Coen en “De Paseo por la Muerte” (1990), y aunque no hay casi ni un fotograma que nos sorprenda, se ve con cariño y admirando tanto esfuerzo. “Cotton Club” es un ejemplo de que la imperfección también tiene sus encantos. Una historia que no alcanza la excepcional superioridad de “El Padrino” (1972), a pesar de compartir la autoría de Mario Puzo (quien a su vez se baso en la novela de Jim Haskins), pero que se puede percibir en sus bellos planos angulosos, el contraluz y los callejones humeantes algo distinto.


En 2002 llegó a las pantallas un filme denominado “Chicago”, debut de Rob Marshall en la dirección, que reivindicó para la taquilla los parabienes de un género tan alicaído como el musical, que cosechó todos los laureles posibles en foros críticos de medio mundo, y como colofón, que se alzó con la más preciada estatuilla dorada. Revisando “Cotton Club”, me di cuenta de que algunas de las mejores ideas contenidas en la referida “Chicago” son una copia servil de esquemas narrativos e improntas visuales que se contienen en esta efervescente y ahora olvidada película de Francis Ford Coppola. “Cotton Club” supone una veneración en toda regla a los célebres espectáculos del mítico club que da título al filme y a todos los locales de fiesta que proliferaron en el norte de Manhattan durante los años de la prohibición, los artistas, que en su inmensa mayoría eran negros protagonizaban sus espectáculos, y cómo no, de las vibrantes piezas de jazz clásico que se interpretaban en esos shows y que encandilaron a toda una generación. Partiendo de esa premisa, el filme se construye en todo momento desde una acusada teatralidad: los gangsters se retratan de una forma completamente inversa a los de “El Padrino”, incorporando y enfatizando todos los clichés con los que el arte popular los ha retratado, desde los rostros, hasta su indumentaria, pasando por esas iconográficas metralletas de cartón; algo parecido sucede con los artistas, cuya idiosincrasia farandulera se mantiene en las secuencias cotidianas (lo que ayuda a Gregory Hines a arrancarse una interpretación genial). El artificio deliberado y el glamour sostienen las imágenes y la propia historia. Ello alcanza a muchos detalles argumentales, como el hecho de que Dixie se convierta en icono del “star system” de Hollywood con un filme llamado “Mob’s Boss”, pero radica principalmente en la elaborada planificación y escenografía, véase, por ejemplo, el modo emblemático en el que se filman las secuencias de violencia, una violencia que, una vez más en Coppola, se caracteriza por su afectación y por su identificación con esos patrones narrativos clásicos a los que la película rinde tributo.


Después de un rodaje largo, complicado, muy caro y polémico (son famosas las discusiones entre Coppola y el productor Robert Evans) y finalmente una reacción en general negativa por parte de la critica, acompañada de una fría acogida en taquilla que no cubrió los gastos, hicieron de este megafilme de Coppola sea uno de los más incomprendidos y malditos de su carrera. Creo que poco a poco la crítica ha ido reconciliándose con esta película y ha ido dejando de ser considerada un capricho del genial director americano, descubriendo un filme mucho más cercano al anhelado cine de autor que siempre defendió que al simple intento de repetir el éxito de las dos primeras entregas de “El Padrino”. El tiempo ha desvelado una maravillosa obra que mezcla sin pudor una sentida honra al cine negro y al musical. Esa dualidad en los géneros de extiende al resto del filme, sacando mucho juego a las historias paralelas tanto en la narración como en las relaciones de los personajes. De esa forma de va construyendo una fascinante crónica de una época llena de contrastes en el que un negro podía ser la estrella más cotizada del Club más selecto de la ciudad pero no podía entrar a ver un espectáculo. Además es una personal reflexión sobre la familia a través de las historias paralelas y a la vez divergentes de los hermanos protagonizados por Richard Gere y Nicolas Cage. Un festín visual made in Coppola poblado de personajes perfectamente definidos y unas historias entrelazadas llenas de interés y bien desarrolladas que van formando un rico tapiz de relaciones que aportan un robusto armazón al filme. Material suficientemente bueno para recibir con éxito la labor de un Coppola absolutamente inspirado en la puesta en escena y en la construcción de unos planos de gran belleza plástica. Si hay algo que se le ha echado en cara a Coppola, no sin razón, en su carrera es su prepotencia y sus maneras de ejemplificar que estás viendo una película de Coppola. “Cotton Club” tiene auto homenajes y bromas privadas, también tiene un aura de autenticidad y armonía con lo que está haciendo. Honestidad, en una palabra.



“Cotton Club” pertenece a la lista de películas que pueden cambiar la vida de muchas personas. Además está en la lista de películas con más pérdidas millonarias que supuso la ruina de su productor Robert Evans y que hizo que Francis Ford Coppola entrara en una fortísima crisis y se refugiara en un cine más íntimo e independiente hasta que tuvo que rodar “El Padrino, Parte III” (1990) como única manera de poder recuperar un prestigio y un dinero perdido. Dado su alto presupuesto y su conocido reparto, fue considerada una superproducción que aspiraba a conquistar premios y taquilla, cosas que no consiguió. Cabe recordar que en los premios Oscar de 1984 solo fue nominada en las categorías de Mejor Dirección Artística y Mejor Montaje, como se sabe la gran triunfadora de esa noche fue “Amadeus” (1984) de Milos Forman, no está mal explicar las circunstancias que concurren en una película cualquiera, pero cuando menos hay que tener presente que lo que importa al espectador, lo que realmente le preocupa, al menos de entrada, es lo que finalmente se ve en el rectángulo mágico del televisor o la pantalla del cine, los diversos problema que tuvo para su realización taparon a la película cuando se estrenó, de manera que muy pocos llegaron a ver la película en su estreno con la asepsia necesaria. Ahora el tiempo ha pasado, aquellas circunstancias parecen superadas y “Cotton Club” empieza a poder ser contemplada como un trabajo correcto de Francis Ford Coppola (que llegó al rodaje no al principio y sí para poner un poco de orden en el caos), además al director le sirvió como un elemento para retratar una sociedad y la historia de un país tan complicado como Estados Unidos en los años veinte y principios de los treinta. Las cosas llegan hasta donde llegan, no más. Pero es lo de menos, contemplar “Cotton Club” es sumergirte en una ambientación artística de lujo con algunos de los mejores decorados y vestuarios que se recuerdan sobre ese periodo histórico. Coppola nos recuerda que la belleza del cine puede ampararse en la prestidigitación y el engaño, siempre que se posea el talento para arrancar a las imágenes una fuerza tan espectacular como la que contenían los arrebatos líricos de “Golpe al Corazón” (1982), sobre todo en las secuencias musicales del “Cotton Club”.



Podremos debatir acerca de los motivos de su fracaso comercial y del desencanto de Coppola. De tantas horas de trabajo sin apenas reconocimiento. Las razones que mueven al público a aplaudir desaforadamente una obra o a dedicar a su autor la pitada más ensordecedora nunca han estado demasiado claras. Por influir, influye la propaganda, la política y hasta acontecimientos puntuales que luego la historia olvida. Pero aquí en pleno siglo XXI. “Cotton Club” ha logrado en mi lo que con toda seguridad su director perseguía, sumergirme en un mundo de sensaciones mezcla de vida, ambiciones, intereses, violencia y sobre todo música. Esa música de jazz que riega como un buen vino el excitante manjar nocturno del Cotton Club. Lo novedoso en este trabajo es que se altera de manera imperceptible pequeñas convenciones. Coppola tomando como referente el cine de gangsters, incluye un elemento inaudito en este género acostumbrado de versar sobre capos de la mafia: la mirada de las víctimas. El cine aquí es una especie de “cuarto poder”, una manifestación capaz de denunciar de forma ingrávida los abusos del mundo del hampa, y la música, una herramienta de seducción que permitió a los afroamericanos transformarse en referentes culturales y acceder a espacios a los que estaban vedados. El proceso se vuelve más intenso en 1930, donde los actores de la comunidad de color obtienen pequeños espacios de poder y emprenden una apropiación del barrio, un proceso que fue denominado el “Renacimiento del Harlem” que consistió en la expansión de una cultura afro y de un mayor control territorial de éste, explicado en el filme a través de la formación y organización de mafias negras. No existen protagonistas claros, sino que narra las andanzas de un elenco de variopintos personajes a través del tiempo. Lo hace con ritmo y elegancia, sin que el filme decaiga en sus más de dos horas de duración. La teatral puesta en escena es magistral, que teletransporta al espectador a esa noche americana donde cohabitaron artistas, mafiosos, cabareteras y demás fulanos nocturnos, todos ambiciosos por ascender en su escala social.



Me es imposible destacar un actor o una actriz en un elenco formidable. Todos cumplen a la perfección y ajustan su interpretación a lo que de ellos se exige como integrantes de un maravilloso ballet cinematográfico. Todo encaja y tiene su sentido en un filme donde la música es tan natural como las pistolas, hay encontramos a un sorprendente y joven Richard Gere que encarna muy bien a Dixie (cabe destacar que en algunas secuencias, él verdaderamente toca la trompeta), Gregory Hines esta notable como el soñador Sandman Williams, estos dos personajes entremezclan sus vidas porque hasta entonces solo existían en el paralelismo de la música, casi todos los actores tienen tablas y eso se nota, pero precisamente hay una quien más destaca, una joven y hermosa Diane Lane, que borda su papel de chica del gangster, aportando más de lo que se le supone a una mujer florero, y no nos olvidemos también de la destaca participación de Nicolas Cage...En cuanto a la dirección, nada nuevo, Coppola apuesta por el clasicismo sin florituras y el filme gana en enjundia con ello, dirección concisa y espacio libre para el lucimiento de unos actores que se encuentran cómodos en sus roles. Como dijimos anteriormente la fotografía y la coreografía de los bailes están cuidadas al detalle y se agradece, ya que se disfruta con ambas, además la banda sonora de John Barry es formidable. Guión previsible pero efectivo en el que alguien que tenga un poco de noción de cine negro sabe como acabara todo. “Cotton Club” significa en la carrera de Francis Ford Coppola una nueva inmersión en un género cinematográfico que le apasiona y sobre el que dio sus primeros pasos como director, el musical. Y además fue una película de rodaje difícil… Parece que se ha puesto cada vez más de moda entre la crítica cinematográfica y los comentaristas de televisión hablar más que sobre las películas sobre las circunstancias de producción de éstas (sobre si en ella se ha invertido tanto o cuanto; sobre si tal o cual actor se lió con tal o cual actor o actriz del equipo o sobre si el productor se negó a soltar un dólar más cuando apenas quedaban dos días para terminar el rodaje). En definitiva, un homenaje sincero a dos géneros y dos horas de entretenimiento para aquel que quiera que le cuenten una historia de forma sencilla y sin alardes sin renunciar a cierta calidad cinematográfica.



“Coppola inconmensurable”

miércoles, 6 de julio de 2011

Golpe al Corazón

Director: Francis Ford Coppola
Año: 1982 País: EE.UU. Género: Romance/Musical Puntaje: 8.5/10
Interpretes: Frederic Forrest, Teri Garr, Nastassja Kinski, Raúl Juliá, Rebecca de Mornay, Tom Waits, Lainie Kazan, Harry Dean Stanton y Allen Garfield



Las Vegas, Hank (Frederick Forrest) y Frannei (Teri Garr), es una pareja que está a punto de celebrar su quinto aniversario de noviazgo, pero tienen una discusión y se van cada uno por su lado, encontrándose con las dos personas de sus sueños: él se encuentra a una bella artista de circo (Nastassja Kinski) y ella a un hombre bohemio que comparte sus sueños (Raúl Juliá). Y en este punto ambos se encuentran con el terrible dilema ¿más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer? ¿Se irá ella a Bora Bora con el pianista, y él se quedará con la bella circense? En realidad la intriga y la historia, es lo de menos, aunque la película comienza con una carga de diálogo importante, lo que trasciende de "Golpe al Corazón" es la forma que tiene Coppola de contarlo. Lo que existe detrás de esta producción es la historia de un sueño y de un exorcismo. Coppola en 1982, recién salido del psiquiátrico que fue el rodaje de su magna obra “Apocalipsis Ahora” (1979), buscó darle otro sentido y dirección a su nuevo proyecto, partiendo de patrones más sencillos y menos ambiciosos en cuanto a la historia, todo ello retratado dentro del marco de un musical, con la ayuda de un guión previo que fue modificado por el director (transcurría en Chicago y no había música). No fue así en el caso de la manera de rodar y mostrar las imágenes, tomando como referencia los antiguos patrones televisivos, con cámaras rodando a la vez, todo ello en un megaestudio dividido en varios escenarios donde transcurre el relato. De todas formas, viniendo de Coppola, “Golpe al Corazón” es un filme singular y único que causa una impresión en el espectador.



La ambición visual es la nota predominante en la mente del director, y esa ambición y ese deseo de crear una historia simple le crean grandes problemas, al menos en su presupuesto, ya que en el rodaje parece que se olvidó un poco de qué quería contar y eso le pasó factura al mostrarla a los críticos. ¿Pero es “Golpe al Corazón” una mala historia? Para nada. Simple, mil veces vista pero bien narrada y con estupendos actores, lo que Coppola mostró a los críticos fue una historia incompleta y esta fue machacada sin piedad; por mucho que luego fuera completada y bien montada, su destino era el olvido en las taquillas. Centrémonos en la película “Golpe al Corazón” es una historia de amor en crisis, que busca revitalizarse en una noche loca, y dejar de vivir en la monotonía y aburrimiento. La forma que se produce este renacer es mediante la separación de la pareja, provocado por el hastío, la desgana y la falta de alicientes; donde cada uno encuentra a la persona de sus sueños y hace replantear su vida y su futuro en ese mismo instante. La intención original de Coppola era homenajear el cine musical de los años 30 y 40, creando un gran espectáculo, pero al mismo tiempo experimentando con el cine. Para conseguir este efecto de cine de otro tiempo Coppola decidió, primero, filmar en el mismo formato usado en ésas décadas. En cuanto a la manera como enfocó el musical fue única y propia de Coppola: en lugar de ser los actores los que cantaran, las canciones expresarían sentimientos de los protagonistas pero serían cantadas a modo de voz en off, expresando el interior de los personajes pero sin que éstos lo verbalicen.



Coppola, dentro de la sencillez del guión con personajes corrientes, crea magia donde la alegría impregna cada escena y los sueños pueden cumplirse. Un claro culpable de que esto suceda es Vittorio Storaro, con un trabajo fotográfico sensacional que acompaña un trabajo de cámara revolucionario, empleando técnicas innovadoras que hacen de Las Vegas un lugar de fantasía y que sin duda es el principal reclamo en esta producción. Este relato no deja de tener ciertas coincidencias con la vida del propio director. Coppola estaba atravesando una acentuada crisis matrimonial con su mujer, que finalmente vio evitar el naufragio, igual que en el filme. Además, fue Las Vegas la ciudad donde realizador y compañera habían contraído matrimonio. En este sentido, el filme aborda varios problemas conyugales, como la demora en sacar a la luz detalles insondables, los peligros de la rutina y el desgaste físico, la honestidad de una pareja o el sacrificio para mantener una relación a flote. El aspecto experimental de la cinta se centra en dos aspectos: su realización y su manera de enfocar el musical. Coppola utilizó entonces un novedoso sistema de “Video Feedback” con el que podía ver las tomas rodadas recientemente y editar la película al momento, en lugar de esperar a que el laboratorio revelase el filme. Esto le permitía trabajar y experimentar con la edición de la cinta de manera continuada. Este sistema en el cual Coppola fue un pionero ahora es estándar y es usado de manera general por todos los cineastas. La película puede tocar al espectador a través de su música y sus personajes, despertando una respuesta emocional canalizada a través de las composiciones dependiendo claro del viaje emocional que haya experimentado el espectador.



Francis Ford Coppola siempre creyó que las nuevas tecnologías eran una herramienta perfecta como vehículo expresivo del séptimo arte. Según sus propias palabras, él creía que la tecnología podía aportar una nueva dimensión en la sensibilidad de las historias narradas. Éstas debían ser explotadas puesto que eran nuevas y se desconocían sus posibilidades estéticas. Esta creencia es la que explica a la perfección la existencia de un filme como “Golpe al Corazón” dentro de su filmografía. El ingente gasto empezó con una minuciosa reconstrucción de Las Vegas en estudio, con el diseñador Dean Tavoularis en cabeza, quien logró un trabajo insuperable. La intención de Coppola, seguramente llevado por el cansancio después de las duras condiciones de rodaje que tuvo que padecer en su anterior película, era que el producto tuviera un aspecto artificioso, casi teatralizado, aunque siempre realzado con sus cánones estéticos. De hecho, el filme se abre y se cierra con la presencia de un telón, como si de una obra de teatro se tratara. Francis Ford Coppola siempre ha atendido a su corazón, tratando de superarse a sí mismo, de dar lo mejor de sí, de marcarse sus propios límites. “Golpe al Corazón” es una plasmación de todo esto. Para rodarla Coppola decidió traer sus estudios Zoetrope a Los Ángeles, tras comprar unos terrenos. Allí pensaba rodar sus películas como se hacía en los años cuarenta. Estaría todo bajo control, sin depender de las inclemencias climatológicas. Los actores y actrices serían de reparto y podrían colaborar en las siguientes películas que Coppola rodara. Todo esto se nos cuenta en los extras del DVD de más de dos horas de duración, recomiendo visionarla.



Todos los planos, composiciones y movimientos de cámara en esta película tienen una razón de ser. Todo es simbólico, todo es eternamente onírico, todo está medido. La forma en la que una escena pasa a otra sin cortar la cámara es una auténtica virguería que permite hallazgos visuales que aportan, sorprendentemente, emotividad a la historia. Historia, por cierto, narrada por una suerte de coro griego, que explica los sentimientos de los personajes. Hay, sí, un par de números musicales genuinos, con baile, música, alegría, pero lo importante de la película es que toma un tema "pequeño", sencillo y le da un envoltorio de cuento de hadas. Y Coppola emociona con ello, con escenas impresionantes como la del aeropuerto, que es una fusión cromática para la recreación de espacios y atmósferas llamativas, así como de conceptos alegóricos: el amarillo era el color de la acción, el azul era el del descanso y el dedicado al personaje de Hank, el rojo se reservaba para Frannie...Coppola también apostó por los juegos visuales con sus personajes, el montaje en paralelo para la narración evolutiva de sus dos protagonistas y el uso y abuso de largos planos secuencia. Las intenciones grandilocuentes de Coppola eran tales que cortejó a Gene Kelly, nada más y nada menos, para que se hiciera cargo de las coreografías del filme pero el mítico actor, en parte por su avanzada edad y en parte porque temía el peso de tamaña responsabilidad, declinó la oferta, por lo que fue finalmente Kenny Ortega, quien hoy se encarga de los musicales Disney, quien diseñara los pasos de baile para esta odisea. De todas formas, viniendo de Coppola, “Golpe al Corazón” es un filme singular y único que causa una impresión en el espectador, ya sea negativa o positiva, pero duradera.



Un elemento crucial que hace que el montaje sea dinámico y se cree una simbiosis perfecta entre las imágenes y la historia en “Golpe al Corazón”; es la música creada por Tom Waits y que es conjuntamente interpretada por Crystal Gayle en la cinta. En este caso no tenemos una banda sonora orquestal o uniforme, sino un conjunto de canciones originales creadas por el músico que adornan momentos oníricos que se producen entre los actores (esas luces de neón que hacen creer a Frank ver la cara de Leia en ellas y que luego es acompañado por un número musical donde la Kinski derrite los corazones de cualquier persona que la ve). Las letras tienen incidencia en la historia y siguen en paralelo las acciones de los protagonistas. Como decía antes, la sencillez bajo un manto de imaginación y creatividad. El tiempo es un juez implacable y ese tiempo le da a este filme las virtudes que siempre se debieron reflejar. Sin ser una película perfecta, “Golpe al Corazón” es un trabajo con riesgo y calidad, con escenas que encandilan por su energía y colorido. Coppola buscó limpiar su alma después de su anterior trabajo con un filme distinto, un viaje tranquilo y sin quebraderos de cabeza, que hechizara al espectador y le hiciera creer que los sueños se pueden recrear. Desgraciadamente, el público dio la espalda y el dinero invertido hizo que Coppola viviera un endeudamiento que marcó su posterior carrera. En estos tiempos de muchos musicales, a mi modo de ver, vacíos y faltos de estilo tanto visual como narrativo, Coppola nos dejó un trabajo diferente, atractivo y lleno de interés que muchos deberían descubrir.



"Una arriesgada, original y lírica película que habla de la pérdida del amor”

domingo, 10 de abril de 2011

Goshu, El Violoncelista

Director: Isao Takahata
Año:
1982 País: Japón Género: Animación/Musical Puntaje: 7.5/10
Productora:
OH Production

Esta es la historia de Goshu, un joven violoncelista profesional, que durante los ensayos para un gran recital que esta por venir, su preparador se enfada con él porque no está tocando suficientemente bien. Es tal la resignación que el propio Goshu parece ya no sentir nada por la música. Por suerte, encontrará unos amigos muy especiales: un gato, que lo ayudara a entender el sentimiento de la música, un cuco, que le mostrara la importancia de la practica y la perfección, el ritmo un tejón y la ternura un ratoncito. Gracias a ellos Goshu aprenderá el verdadero sentido de la música, convirtiéndose por fin en un fantástico intérprete. Antes de emocionarnos con “La Tumba de las Luciérnagas” (1988), Isao Takahata dirigió esta pequeña película producida por un modesto estudio de animación. El director, precedido por la gran fama adquirida gracias a las series de televisión “Heidi” (1974), “Marco” (1976) y “Ana de las Tejas Verdes” (1979), se embarcó en esta película que en poco más de una hora narra una fábula sencilla pero muy bien contada. Además esta cinta fue la última película de Isao Takahata antes de la creación del ya mítico Studio Ghibli que fundo con otro monstruo de la animación nipona como es el inigualable Hayao Miyazaki.

En la cinta destacan, por supuesto y como en casi todos los filmes de Ghibli, los diseños y las animaciones de los animales que le van visitando, comenzando por un cómico gato que arranca sonrisas con cada segundo que sale en pantalla, es realmente la estrella de la cinta, continuando con un pájaro, un pequeñísimo y abrazable mapache y finalmente una rata con su cría enferma. Con unas bases tan sencillas como su animación (bonita, aunque quizás no demasiado brillante para una industria japonesa ya bastante desarrollada a principios de los 80) el filme basa su atención en una delicada sensibilidad expresada gracias a las múltiples composiciones de música clásica que acompañan y se interpretan a lo largo del metraje, lo que casi le valdría el "falso" calificativo de musical. El gusto de Takahata por lo mínimo, lo intangible pero emocionante está patente de manera sutil en “Goshu, El Violoncelista”, donde sin ningún tipo de artificio logra una película bastante redonda y sin pretensión alguna. Tan sencilla pero tan bonita, que no necesita más para convertirse en una pequeña joya de la animación, de esas que andan por ahí escondidas y de las que faltan muchas para analizarlas.

Desde luego la moraleja de la cinta es noble e invita a no bajar nunca los brazos en la consecución de los objetivos trazados, además de resaltar que muchas veces lo que para nosotros es inútil puede tener mucho valor para otros sin que nos demos cuenta. Aunque el trazo de los dibujos no es una maravilla, sí que son coloridos, por ello el diseño y el acabado de los personajes y escenarios resultan frescos y agradables a la vista. “Goshu, El Violoncelista” es una mágica y emotiva historia sobre el poder de la música y de la naturaleza. Recordemos que en el año 82 películas como esta manifestaban que la animación japonesa tenía mucho que aportar y contar, demostrando a veces, por no decir la mayoría de las veces, una mayor dedicación y esmero por sus historias, sus personajes, sus mensajes, o sus ambientaciones, que el resto del cine de animación mundial. En el filme todo parece narrado con una innegable linealidad durante gran parte de la trama. La galería de animalitos que van pasando por casa de Goshu, no parecen a priori, si no dan mucho juego a la historia, que reclama más nuestra atención en referencia a ese otro hilo narrativo, que es el de la situación de Goshu respecto a la orquesta y su director.

Al ver a un personaje luchando por ser mejor en lo que hace, seguro pensaríamos que la trama se sustentaría en el sufrimiento para lograr ese objetivo, pero la cinta no deja de ser divertida, el desfile de criaturas que acuden al “maestro” Goshu para disfrutar de su música y sus lecciones (aunque a Goshu no le parezca serle muy agradable las visitas) poco a poco, veremos cómo, no solo están relacionadas ambas situaciones, sino la extrema belleza que finalmente cobrarán las dos. Isao Takahata, se esmera en concentrarse en su línea, su cinta destila una innegable nostalgia y preciosidad por los ambientes rurales, los plácidos paisajes campestres. Nos muestra el conflicto entre el mundo urbanístico y el rural (tema que retomara en su filme “Pompoko”) presentando este último como un refugio, dotado de una terapéutica magia que nos regenera y nos mantiene en equilibrio; y el primero como el que corrompe cualquier cosa pura que con él entra en contacto, como en este caso, la música, o al menos, la vivencia respecto a ella que tiene Goshu, nuestro protagonista. Son los animales, representantes de ese mundo apegado a la naturaleza, los que le hacen ver el verdadero valor de su arte.

Toda la trama se resume en eso, y es que evidentemente aquí lo que importa es la música, creada por Michio Mamiya con temas orquestados y algún guiño a compositores clásicos, encontrándonos incluso una pieza de Beethoven. La admiración al compositor alemán es clara, esto se puede ver en el cuarto de Goshu que tiene en una de las paredes el retrato del creador de la Novena Sinfonia. En definitiva, "Goshu, El Violoncelista" es una interesante forma de ver cómo podría la naciente Ghibli dar lugar a un musical agradable pero en absoluto cautivador. Como dije anteriormente, aunque la animación está a años luz de películas con muchos más años encima, esta cinta cumple su objetivo y además entretiene bastante, gracias en parte a su escasa duración (apenas 63 minutos), que logra que nunca se nos haga pesada y aburrida. Recomendada para los seguidores y amantes de la actual y la vieja Ghibli, como esta humilde servidora lo es. Además para los que quieran ver los inicios del creador de la sobrecogedora "La tumba de las luciérnagas".



“Preciosa, pero sencilla fábula ambientalista”

domingo, 13 de febrero de 2011

Escuela de Rock

Director: Richard Linklater
Año: 2003 País: EE.UU. Género: Comedia/Musical Puntaje: 08/10
Interpretes: Jack Black, Joan Cusack, Mike White, Sarah Silverman, Joey Gaydos, Miranda Cosgrove, Maryam Hassan, Kevin Alexander Clark, Rebecca Brown, Robert Tsai y Caitlin Hale

Dewey Finn (Jack Black), es un apasionado músico de rock que es despedido de su banda, y para conseguir dinero se hace pasar por su compañero de cuarto, aceptando un trabajo como profesor temporal en una prestigiosa escuela primaria. Desde luego Finn no está capacitado para dar clases, y sus alumnos empiezan a sospechar el fraude, pero en un arranque de inspiración, él decide crear un grupo de rock con los niños, para participar en un concurso de bandas en el que podría ganar un jugoso premio. Los niños resultan ser buenos músicos, e inspirados por Finn descubren la rebelión y la exultación de la libertad que forman el auténtico espíritu del rock. Sé que hay mucha gente que crítica a Black diciendo que sólo puede interpretar un papel: el de él mismo. Y tal vez tienen razón, se sabe que sobreactúa mucho en los filmes donde participa, pero creo que con eso basta para convertirlo en uno de los mayores talentos cómicos de la actualidad. Igual que Jim Carrey, la comedia que Jack Black interpreta no se basa tanto en los chistes que proporcione el guión, sino en el modo como los ejecuta, integrándolos a su excéntrica personalidad y presencia física. Ahora, con todas esas advertencias fuera del camino, puedo decir que "Escuela de Rock" es la mejor película en la que Black ha participado, y que, además, fue una de las comedias más divertidas que se ha podido ver en el año 2003.

En manos de un equipo creativo menos hábil, esta simple historia podría haber sido una intolerable y empalagosa película que explotara la fiebre musical de moda. Pero en manos de un director y escritor reconocidos por su trabajo en el cine independiente, ha resultado ser una cinta muy graciosa y entretenida, que a la vez rinde tributo al legado musical de décadas pasadas y que inspira a las nuevas generaciones a rechazar lo que las empresas multinacionales les quieren vender como música. El director Richard Linklater recibió algunas críticas cuando decidió hacer "Escuela de Rock". Sus obras previas (como "Slacker", "Despertando a la Vida” y la extraordinaria "Antes del Amanecer") lo habían elevado a la categoría de genio independiente, y el aceptar hacer una comedia familiar para uno de los grandes estudios (Paramount) significó para muchos que Linklater estaba traicionando sus raíces. Lo mismo se podría decir del excelente guionista Mike White, que con "Chuck and Buck", "Orange County" y "The Good Girl" demostró tener una sensibilidad inteligente pero accesible, creando personajes a la vez únicos y familiares, con los que la audiencia se puede identificar. Sin embargo, estas acusaciones de encasillamiento no tienen fundamento. "Escuela de Rock" es ciertamente una amable comedia familiar, pero se distingue por una sutil veta subversiva que caerá muy bien a niños y adultos cansados del condescendiente producto fílmico que por lo general se produce para este mercado.

En realidad, se puede decir que "Escuela de Rock" es una película algo gamberra que desarrolla su argumento con una comicidad más propia de "Los Simpson" que de la saga de "Mi Pobre Angelito". Sus creadores van directos al grano y no pierden el tiempo en inútiles presentaciones, por lo que transcurridos diez minutos de su metraje ya nos encontramos al protagonista en plena faena y dispuesto a llevar a cabo sus planes: adoctrinar a una serie de niños de una escuela para gente de clase alta en aquello que es su verdadera pasión, esto es, el rock. Por supuesto, este filme precisa de cierta complicidad con el espectador, y desde luego lo disfrutarán mucho más aquellos que tengan cierta pasión por este tipo de música. Sin embargo, el resto de los mortales, entre los que me incluyo, encontrarán en "Escuela de Rock" un sano divertimento que, además, incorpora una solapada crítica a ciertos modelos de educación excesivamente formalistas y que tienden a humillar al alumno y a despreciarlo si éste no consigue buenas notas, en vez de intentar apoyarlo para que consiga sacar adelante aquella asignatura en la que no destaca. En este sentido está bastante bien reflejado cómo Dewey Finn se va ganando la confianza de la clase, conociendo para ello la personalidad y las aptitudes de cada uno de sus integrantes y generando así en su carácter una seguridad que muchos antes no tenían (es el caso de una niña que en principio se muestra tímida de participar en el "proyecto" de su alocado profesor).

Más aún, el tono travieso y desafiante de la cinta la hace todavía más fresca e innovadora, aún cuando la trama bordee frecuentemente en convencionalismos ideológicos de identidad, autoestima y amistad. Pero no hay que negar que Jack Black es el motor que hace girar y dar vueltas a la cinta al ritmo del rock. Un rock presente por medio de canciones de míticos grupos consolidados (se puede escuchar a The Clash, Metallica, Kiss, Cream, AC/DC, Led Zeppelin, The Who, The Doors, etc.) y de otras compuestas por el mismo Black e interpretadas por su peculiar banda. Black da vida a un adulto venido a menos que de repente se encuentra en la obligación de lidiar con una clase de alumnos a los que inspirará su amor por alguna cosa. Esta premisa se ha utilizado en incontables ocasiones a lo largo de la historia del cine. Normalmente son productos destinados directamente a televisión, dramones de lágrima fácil y redenciones finales. "Escuela de Rock" está cortada por este mismo patrón, pero su puntito gamberro y la sinceridad de su relato hacen que sobresalga por encima de todas ellas. "Escuela de Rock" es una buena comedia, y eso ya es decir mucho, que en ningún momento cae en el sentimentalismo barato tan propio de este tipo de producciones. A través de un metraje muy bien montado, de menos a más (¡y qué más!), la cinta no sólo se limita a divertir al espectador, sino que le hace testigo y, más importante, cómplice de su juego. Y la ferviente pasión que siente y transmite el personaje por el rock es tan sólo una muestra de una entrega y sacrificio encomiables, ejemplo auténtico de amor por la música.

Recordarán este papel que Jack tenía en "Alta Fidelidad" (2000), por su amor a la música y por su personalidad un tanto agitada. Y es que este personaje está construido especialmente para este actor. Vago rockero algo desequilibrado que va pegando gritos y saltos por ahí. Y a todo esto, pues si han seguido su carrera, habrán notado cómo le gusta a Black hacer guiños con los ojos, ese gran clásico. Pero aparte del actor principal, factor a tener muy en cuenta en el conjunto de este filme, la película también se defiende por sí misma. Los niños en general están fenomenales, y la película nos premia con algunos números musicales realmente notables. Los personajes están muy bien construidos, y en caso de odiar con todas nuestras fuerzas a Jack Black, siempre podremos disfrutar con la más que efectiva Joan Cusack, que hace de la directora estricta, esta comedia sin Jack Black no hubiese tenido la gracia que tiene ni a mil años luz de distancia , no me la imagino con ningún otro cómico del macrocosmo Hollywoodense ya que es una historia previsible y se hubiera quedado en simplemente una película más para pasar el rato y punto, pero con Jack Black trasciende ignorando lo típica que pueda ser porque el le da una chispa inigualable. Una comedia que no se debería infravalorar por ser una historia predecible, sino saber detectar en ella una gran interpretación, un gran tributo musical y por supuesto el objetivo que tiene que es hacer reír que lo cumple a las mil maravillas, que más se puede pedir.

"Escuela de rock" es, por tanto, una comedia que sorprende por exhibir un humor que no se basa en la risotada fácil, sino en la sonrisa sutil, algo de agradecer teniendo en cuenta las múltiples cintas que se estrenan hoy en día y que toman al público por tonto con sus vacuidades .Pero que no suene a lección de filosofía "Escuela de Rock" es una carta de amor al rock y al espíritu que aún persiste en quienes se rehúsan a vender sus convicciones y opiniones. Y por si fuera poco, sirve como una fantástica plataforma para dar rienda suelta a Jack Black, consagrándolo como importante figura de la comedia contemporánea. Esta es una de esas películas que será disfrutada tanto por padres e hijos, con el beneficio potencial de servir como punto común para la unión de ambas generaciones. La película es entretenida, aunque tampoco sea ninguna maravilla cumple su función y se ve con una sonrisa de principio a fin. El argumento es bastante predecible y manoseado a estas alturas, pero se agradece que se alejen de sensiblerías varias porque oportunidades tenían. Y sorprendentemente, a pesar de que hay muchos niños en la película, no despiertan furias asesinas como sería lógico pensar, sino que te caen hasta bien. Una estupenda banda sonora y el genial Jack Black hacen que esta película merezca la pena.



“Una comedia sincera y divertida”