viernes, 25 de noviembre de 2011

Peggy Sue, Su Pasado la Espera

Director: Francis Ford Coppola
Año: 1986 País: EE.UU. Género: Comedia/Fantasía Puntaje: 7.5/10
Interpretes: Kathleen Turner, Nicolas Cage, Barry Miller, Helen Hunt, Jim Carrey, Joan Allen, Catherine Hicks, Kevin J. O'Connor, Lisa Jane Persky, Barbara Harris y Don Murray



1985, Peggy Sue (Kathleen Turner) es una mujer que está a punto de separarse de su marido Charlie (Nicolas Cage), quien mantiene una relación extramatrimonial. Durante el proceso de separación, Peggy asiste a la fiesta de 25 años de su promoción donde se reencuentra con viejos amigos del instituto. A pesar de los buenos recuerdos, ella se encuentra muy alterada emocionalmente y cuando es elegida la Reina de la Noche sufre un ataque de corazón, cuando se despierta se encuentra de nuevo en los 60, con su ex marido siendo su novio, conviviendo con sus padres conservadores y con la posibilidad de arreglar todo aquello que le había llevado a ser infeliz en la actualidad, pero, acostumbrada a una vida independiente, la aclimatación a los 60 será más dura de lo que creía. En 1985 Coppola estaba bien necesitado de dinero, con el fracaso de “Cotton Club” (1984) nadie quería oír hablar ya de sus proyectos ambiciosos o de aventuras milagrosas. Tendría que pasar varios años a la sombra. Lo sorprendente es que con esas tres películas, empezando por esta, fuera capaz de filmar un material tan personal, tan inequívocamente coppoliano. “Peggy Sue, Su Pasado la Espera” está lejos de ser una de sus obras maestras, pero pertenece, sin lugar a dudas, a su mundo personal, y es de una solidez rocosa incontestable. Más sorprendente resulta teniendo en cuenta que era un proyecto de otro director (Penny Marshall), y con otra actriz prácticamente firmada (Debra Winger), sobre un guión primerizo de Jerry Leichtling y Arlene Sarner, al que Coppola sacó todo el jugo posible. Tanto es así que podemos afirmar que se acerca, aunque no sea capaz de igualarla, al tono de “Rebeldes” (1983), fundiéndolo con una fábula temporal (casi una parábola) que se puso de moda en aquellos tiempos, aunque con elementos más comerciales que los de Coppola, que se preocupaba más bien por la impresión anímica de una regresión temporal.



En el filme se puede encontrar cierta semejanza con “Volver al Futuro” (1985), pero sólo en cuanto a nivel primario de la historia, en la vuelta al pasado de su protagonista. En realidad, aquí asistimos al enfrentamiento de un personaje con su “yo”. Es una forma de entender el hoy: el buscar la realidad del ayer. ¿Por qué el presente es como es? ¿Por qué los hechos acontecidos no se han desarrollado como se esperaba? Peggy Sue, al igual que los protagonistas de “Fresas Salvajes” (1957) del genial Ingmar Bergman, marcha en busca de sus recuerdos y en ellos aparece como “es” hoy. Los demás personajes reencontrados se corresponden, por el contrario, con su edad en el ayer. Para Peggy Sue ni siquiera el ayer fue gratificante: su novio, marido actual de quien espera el divorcio, se nos muestra como un ser estúpido; sus amigas, integradas en el sistema, sólo esperan casarse para “tener un hogar”; el escritor progresista desea huir a un pueblecito para ser “servido” por dos mujeres... No todo es tan hermoso como se vivió. El pasado se acoge con cariño, como algo pasado. Objetivamente es un periodo triste, tan triste, al menos, como el presente. No se puede recuperar el pasado porque los hechos ya “han pasado”. El pasado y el futuro nunca funcionarán al ser sus errores propios de un presente que se niega a admitirse. No es, en verdad, como “Volver al Futuro”. Es otra cosa. Una segunda oportunidad tal vez, o un simple sueño o una alucinación, pero sobre todo un viaje emotivo y muy sobrio, en el que nuestra protagonista se verá de nuevo a sí misma yendo al instituto, peleando con su novio, cantando las canciones de los inicios de los sesenta y planteándose si realmente pudo elegir la vida que llevó hasta la regresión. Una vez más, el tema del tiempo, ineludible en Coppola. Esta vez olvida su caudal poético y cuenta directamente el paseo temporal, sin importarle la obviedad.


Porque es decididamente menor, en el polo opuesto de la ampulosidad y el vacío de “Cotton Club”, y seguramente por ello más valiosa y significativa para su autor que aquel híbrido mafioso-musical. Coppola se entrega al poderoso sentimiento de la nostalgia, como núcleo catalizador primordial de un relato que en otras manos probablemente hubiera caído en la zafiedad, y narra con una coherencia y una humildad casi tan grandes como en “La Ley de la Calle” (1983), también con mucha tristeza, como si supiera que con ella inicia unos años grises de endeudamiento. Todo arranca con una fiesta, como en “El Padrino” (1972), donde conoceremos a nuestros protagonistas. Como dije anteriormente es una fiesta de aniversario de graduación, donde se reencuentra con antiguos compañeros, y inevitablemente con su futuro ex-marido, interpretado correctamente por un joven Nicolas Cage, sobrino del director, al que estuvieron a punto de echar, como a Al Pacino doce años antes. En esa fiesta es Peggy la única que se ha puesto un vestido de los sesenta (que además le queda maravillosamente bien), y cuando la eligen reina del baile, termina desmayándose. Cuando despierta…sorpresa, es de nuevo una chiquilla. Y en ese momento nos vemos inmersos en una versión de la Norteamérica de los 60, fenomenalmente reconstruida por Dean Tavoularis, en un ejercicio de memoria tan sutil y sobria como detallista. Otra pieza de época para Coppola. El guión me parece modélico, aunque no es en modo alguno genial. Pero lo suficientemente bien escrito como para permitir una serie de ramificaciones psicológicas y existencialistas todo lo potentes que pueden ser en una tragicomedia tan ligera como “Peggy Sue, Su Pasado la Espera”. Con ella Coppola se reivindicaba como un autor que también sabía llevar (aunque sus últimas películas dijeran quizá lo contrario a los ejecutivos de los estudios) a buen puerto proyectos de encargo. Su éxito de taquilla, sino grande, fue lo suficientemente importante para que Coppola respirase tranquilo y planease su siguiente jugada.


Una de los aciertos de esta película es su ambigüedad y su capacidad fabuladora. Poco importa, por tanto, que Turner apenas cambie habiendo retrocedido nada menos que 24 años (como si cambia la caracterización de Cage o de Jim Carrey, en uno de sus primeros papeles). Hemos empezado a querer creernos lo que nos cuenten, también debido a ese tono de realismo mágico y a una espléndida fotografía de Jordan Cronenweth, que venía de filmar “Blade Runner” (1982), por ejemplo, que tiende a suavizar la luz de forma evidente, como si nos encontrásemos en un sueño, o en el sueño de Peggy. Primero llegará a casa, medio alucinada, en un bello momento fantásticamente rodado por Coppola, pues es capaz de hacernos partícipes de la nostalgia de un hogar que no conocemos, pero somos capaces de saber cómo se siente. A fin de cuentas ve a su madre joven de nuevo, y se reencuentra con su padre. Está atónita, pero intenta actuar con normalidad. ¿Es un sueño¿ ¿O el sueño fue un futuro que no se debe cumplir? Poco importa. Enseguida Peggy intentará cambiar esa vida que no le gustaba, rompiendo inmediatamente con su novio y probando cosas que a su edad le hubiera gustado probar. El filme de Coppola (aparentemente una simple comedia) insiste desde el inicio en el carácter de búsqueda interior (el espejo desde el que se inicia el filme y donde concluye reflejando a los personajes que “salen” y “entran” en el espejo), una forma de toma de conciencia que termina por mostrarse como inútil. Una total desesperanza se instaura en el acomodaticio y falso final: nada es posible cambiar, todo, siempre y por siempre, se repetirá, será igual. Para que el cambio se produzca tiene que existir una alteración del propio ambiente, de la sociedad.



Se dice que el filme es un encargo. Puede ser, pero Coppola dista mucho de tomárselo como tal. Ni está realizado con desgana ni se encuentra alejado de la estructura e ideas de sus filmes anteriores. Es, por cualquier lado que se mire, una película “made in” Coppola. En prácticamente todas sus obras se ahonda en el pasado como forma de conseguir la razón del momento actual, de conocer la inutilidad de un sistema o la mentira de un espectáculo. Mentiras sin cuento, personajes que se esconden de sí mismos, engañados por palabras, por situaciones. La verdad es difícil de alcanzar entre tanta palabrería, tanto discurso sin sentido. Peggy Sue al final se queda con lo que tiene (es lo único que realmente posee). Es decir se queda sin nada, soñando con sus hijos, como fue enseñada. A ellos añora y por ellos vuelve a la vida. ¿Qué ha sido todo en definitiva más que el ansia de morir, de huir? ¿Acaso un suicidio, un shock emocional? El dominio técnico del director es excelente. En muchos momentos asistimos a grandiosas lecciones de cine. La colocación de la cámara en la primera escena y en la final, vistas ambas a través del espejo. Precisión en el cambio de focalización al pasar de unos a otros personajes... Pero si, con todo, se duda del saber de Coppola basta con recordar todo el inicio de la película, repleta de pequeños y excelsos gestos y detalles. Peggy Sue viaja hasta el pasado creyendo que en ello (en soñar con lo que fue) alcanzará la felicidad. Es el terrible dilema que mantienen en el hoy muchos hombres y mujeres como forma de huir de la mediocridad existencial. Crudo retrato el dibujado por Coppola en este reflejo existencial de la (in)existencia. Algunas situaciones, por motivos obvios, resultan muy graciosas, pero las intenciones últimas de Coppola son bastante más elevadas, más agridulces, de lo que cabría suponer con semejante argumento. La moraleja se encuentra, quizá, en que no importa el orden de los factores, el producto no va a variar en demasía.



A diferencia de la cinta de Robert Zemeckis, donde el más mínimo cambio podía alterar el futuro con funestas (y descacharrantes) consecuencias, Coppola propone una línea del tiempo en que, a pesar de las pequeñas variaciones, el cauce tiende siempre a correr en la misma dirección, para que se cometan los mismos errores y los mismos aciertos, inseparables unos de otros. La evocación de una época está plenamente conseguida en las imágenes. Personajes y situaciones nos resultan cercanos. Los instantes aparecen remarcados por una acertada realización: la fiesta, la conversación con la madre sobre los hombres, la entrada en el “pasado” reviviendo los objetos del ayer, para comprobar cómo el paso del ayer al hoy (el salto de un tiempo a otro) no supone mucha diferencia. Compruébese, por ejemplo, en el personaje del investigador, un ser (en el ayer) exclusivamente preocupado por el dinero y que se ha transformado (en el hoy) en un rico hombre de negocios informáticos. El final del filme supone otro sueño imposible: la salida de la cámara del espejo (al principio entraba). Lo bueno de esta historia es que aunque sabemos, o creemos saber, que todo ya ocurrió, Peggy intenta cambiar su destino, y en su retorno al propio círculo, lo que hace es un reconocimiento de sí misma, de las razones que le llevaron a terminar amargada y dubitativa de sus elecciones. Y lo que en un principio es una carrera loca por cambiar el futuro, termina convirtiéndose en una aceptación de que ese futuro llegó por alguna importante razón. La conmovedora secuencia con los abuelos de Peggy, en aquella casa soñada rodeada de árboles es una aceptación parcial de que de los errores también se aprende. En definitiva una cinta imperdible, en donde veremos a un Coppola muy personal.



“Viaje al pasado lleno de ironía"

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