jueves, 12 de enero de 2012

Gran Torino

Director: Clint Eastwood
Año: 2008 País: EE.UU. Género: Drama/Amistad Puntaje: 10/10
Interpretes: Clint Eastwood, Christopher Carley, Bee Vang, Ahney Her, John Carroll Lynch, Cory Hardrict, Brian Haley, Geraldine Hughes, Dreama Walker y Brian Howe



Walt Kowalski (Clint Eastwood), es un veterano de la Guerra de Corea (1950-1953), además es un obrero jubilado del sector automovilístico que ha enviudado recientemente. Su máxima pasión es cuidar de su más preciado tesoro: un coche Gran Torino de 1972. Es un hombre inflexible y cascarrabias, al que le cuesta trabajo asimilar los cambios que se producen a su alrededor, especialmente la llegada de una multitud de inmigrantes asiáticos a su barrio. Sin embargo, las circunstancias harán que sus ideas vuelvan a replantearse al estrechar un lazo de amistad con dos jóvenes asiáticos, los hermanos Thao y Sue; No es habitual que un director estrene dos películas con sólo unos meses de margen (la anterior fue la correcta “El Sustituto”), menos aún cuando cuenta con casi 80 años y la calidad de los trabajos resulta estar muy por encima de la media. Algo llamativo y realmente destacable pero que pierde la condición de sorprendente cuando el individuo en cuestión es Clint Eastwood, etiquetado ya por los medios como “el último clásico”, no cabe duda que estamos ante un hombre de cine extraordinario, cuyo ritmo de trabajo (dice que es para mantenerse joven) está permitiendo que muchos de nosotros sigamos teniendo fe en este arte-negocio, que no está pasando precisamente por un buen momento. Además Clint Eastwood, como cuatro años antes en la impresionante “Golpes del Destino” (2004) vuelve a protagonizar una de sus películas. Una decisión que hasta ahora ha dado resultados magníficos, aunque los reconocimientos le lleguen más por su labor como director. Una decisión tomada con la plena consciencia de lo que puede aportar, sólo él, al personaje; sólo él puede darle los matices y el relleno necesario para que resulte completo, “real”, creíble en todo momento. Por cierto, se dijo que “Gran Torino” sería la última película de Eastwood ante las cámaras, pero quizá sólo era una maniobra publicitaria, pues éste ha declarado que no es cierto, que no lo ha decidido; sólo se lo quiere tomar con calma.


El protagonista de “Gran Torino” es sin duda Walt Kowalski, un hombre acabado, alguien que ya no pertenece a esta época. Tras perder a su mujer, Walt se encuentra solo en medio de un mundo en constante cambio, donde nada se hace ya a la manera que él conoce, donde los valores y la integridad que rigen su vida son motivo de risa. Su propia familia lo ha abandonado, incapaz de comprenderlo; tampoco es que él sienta gran pena por ello, valora lo que tiene, su silenciosa mascota le hace compañía, y es perfectamente capaz de mantener en perfectas condiciones su hogar (en cuyo garaje está el preciado coche que da título a la película y que simboliza todo lo que ama y respeta Walt). Sin embargo, esa casa está en un vecindario que ha dicho adiós a los norteamericanos y hola de los inmigrantes, lo que provocará los conflictos más directos e inmediatos del filme, que entre otras cosas, también habla de la familia y, más en general, de los valores de la sociedad. En un tiempo de excesiva, y aún creciente, corrección política, una película como “Gran Torino” es también, aparte de una buena película, un soplo de aire fresco, aunque es evidente que muchos no lo van a entender así. Al margen de que el filme quede reducido a una etiqueta de “thriller palomitero” (que no estaría mal, pero no es el caso), el hecho de que el protagonista, más aún con el rostro de Clint Eastwood (es decir, el de “Harry el Sucio”), empuñe un rifle y se tome la justicia por su mano es un jugoso cebo para la polémica y el rechazo por parte de los espectadores más “correctos”, mientras que los más “progresistas” probablemente la acusarán de “facha”, entre otros absurdos similares. Sí, sí, puede que te resulte divertido, pero mira lo que ha pasado con Charlton Heston, al que incluso en “revistillas” supuestamente hechas para aficionados al cine se le está recordando más por su defensa de las armas de fuego en su país (algo que, recuerdo, proviene de la constitución estadounidense) que por su memorable trabajo en el cine.



Creo que especialmente en los últimos años de su carrera, Clint Eastwood (profundizando una tendencia que en realidad está presente desde el principio de la misma) efectúa un lento y reflexivo movimiento que le ha ido conduciendo al otro lado del espejo, a la otra cara de esa imagen que a lo largo de los años ha ido moldeando el propio Eastwood. Vista así, toda su obra viene marcada por el despojamiento progresivo de los ropajes que han conformado su imagen, que es producto de su continuo cuestionamiento y por el gradual desvelamiento de sus entrañas más profundas. Eastwood ha elaborado una imagen muy estereotipada de él mismo y de su país, con magníficos resultados y con su reverso más tenebroso. El principal valor de una película como “Gran Torino” radica en que en ella este movimiento por fin concluye en el preciso otro lado, justo enfrente de su lugar de partida, en su perfecto negativo: el carácter mortuorio de la cinta es, pues, la irreversible constatación del fin de un trayecto. A lo largo de los años, Clint Eastwood ha logrado así un milagro casi alquímico: seguir manteniéndose fiel a sí mismo a medida que procedía a su propia negación. O mejor dicho, la de cierta imagen que lo acompaña, la más divulgada, esto queda patente en las emotivas últimas escenas de la cinta, donde Eastwood diseña incluso la apariencia con que será presentado a los demás por última vez, proviene de ahí, de esa oportunidad que le concede la vida de trazar, en sus últimos instantes, su imagen final, de escribir el punto final, de dar las últimas pinceladas de su autorretrato, en definitiva lo que lleva haciendo desde hace mucho tiempo el propio Eastwood, y que aquí parece alcanzar una especie de plenitud. Es así que en todo el filme seguimos a este correoso veterano, a sus insultos e ironías, a través de un relato sereno y plácido, que poco a poco se va oscureciendo, al sumergirse en los meandros de la América multirracial y multicultural que ha heredado Obama, que ha transformado un país que no se reconoce a sí mismo, gracias a sus errores y prepotencia, su identidad y su dignidad. En ese sentido, Kowalski (para colmo, descendiente de inmigrantes) es un fantasma, o un muerto viviente, incapaz de cambiar a un barrio que ya no existe, que vivirá una experiencia de redención al conocer a la comunidad hmong, que lo ayudara a enfrentarse a sus terribles demonios de una vez por todas.



Entendamos, aunque pueda resultar complejo, que una cosa es el cine y otra la vida real; entendamos, de una vez, que una cosa es lo que haga un actor en una película y otra, a veces totalmente diferente, lo que hace y piensa esa persona en su vida privada; y por último, por favor, intentemos entender que hay situaciones, tanto en el cine como en la vida real, que escapan a las convenciones, a lo establecido y a lo estrictamente razonable. A riesgo de que me dirijan a mí también uno de los ataques más injustos que se le hacen a Eastwood (quien se declara políticamente “libertario”), creo que “Gran Torino” plantea algo que para más personas de las que lo admiten es absolutamente lícito; estoy seguro que serán muy pocos los que vean esta película y no suelten (o piensen) en determinadas escenas algo así como “ve por ellos, Clint“. Y no, esto no es lo mismo que “una de cinta de Seagal”, aquí, como he señalado, se tocan muchos temas, hay muchas lecturas. Además la cinta adquiere la forma de una perfecta síntesis de la carrera de Eastwood, y el trayecto que Walt Kowalski recorre en ella es también el que Eastwood ha realizado como actor y cineasta a lo largo de casi medio siglo. Si hay un momento que me parece especialmente emocionante en esta película es aquel en que, tras contemplar las consecuencias de su conducta (para vengarse de la paliza que le dan a Thao, Kowalski había golpeado salvajemente a uno de los matones), también Kowalski queda petrificado ante la visión de Sue ensangrentada tras haber sido violada, se le cae de las manos un vaso, hecho mostrado en un revelador inserto (momento similar a aquel de “El Sustituto” en que a un policía se le cae la ceniza del cigarrillo, paralizado al enfrentarse al horror más indecible). Y esta intensa emoción proviene del hecho de que este momento supone el definitivo punto de inflexión, el momento en que, como el vaso, se hace añicos la visión del mundo a la que se ha aferrado con todas sus fuerzas el personaje. Toda una concepción de la vida derruida en un momento. No es casualidad, pues, que en la siguiente escena, cuando Kowalski se pone a dar puñetazos a diversos objetos de su cocina, consecuencia de la rabia que siente por lo ocurrido, pero sobre todo hacia sí mismo, Eastwood propine uno de sus puñetazos directamente a cámara, golpeando también ese reflejo de sí mismo situado más allá de la cámara y que lo ha seguido toda la vida como una ominosa sombra. No puede sino resultar terriblemente emocionante que un hombre de casi ochenta años muestre semejante grado de autocrítica.


Una cosa interesante de la cinta es que no es extraño que Kowalski aparezca con frecuencia en la película hablando solo (a veces con su perro), o conversando con su imagen reflejada en el espejo, o que se exprese, sobre todo al principio, a través de un gruñido que realmente sólo él escucha. Posteriormente, ya salido de su solipsismo, de su ensimismamiento en el pasado y en la culpa, Kowalski se anima a hablar, a entablar contacto con el otro, primero con el cura en su casa (Christopher Carley), luego durante la confesión largamente pospuesta, luego con Thao en el sótano, e incluso lo intenta con uno de sus hijos por teléfono. Y es que en “Gran Torino” pasamos de Eastwood hablando consigo mismo, o más precisamente, con la imagen que se tiene de él y se ofrece a los demás (diálogo que informa buena parte de su obra) a Eastwood pasando el relevo, inmolándose para transferir su herencia, cediendo la palabra. Y realmente eso es lo que queda, la transmisión de una voz genuina, como certifican las imágenes de Thao conduciendo el Gran Torino mientras escuchamos la canción homónima, compuesta e interpretada por el propio Eastwood, mientras se suceden los créditos finales. Y eso es lo que representa “Gran Torino” en la carrera de Eastwood: la culminación del precioso legado que durante último medio siglo nos ha regalado la inconfundible voz de un cineasta singular, más allá de la presencia mítica que él mismo ha personificado. Necesitamos reglas de convivencia y necesitamos aplicación de la justicia, la sociedad no puede mantenerse con la ley de la selva, pero la que rige hace agua por todas partes, y provoca situaciones escandalosas que vemos todos los días en los medios de comunicación (que cada vez informen menos es para otro debate). Necesitamos orden y justicia, pero muchos de los que deberían vigilar su cumplimiento parecen pensar otra cosa. Lo mismo que los padres, en mi opinión, tener y cuidar un hijo debería quedar en manos de personas que realmente tengan tiempo y capacidad; si no, pasa lo que pasa, los ejemplos los tenemos a diario en la calle, sólo tenemos que dar un paseo (por las noches en las apestosas plazas, por ejemplo) o abrir la ventana y echar un vistazo, con cuidado de no mantener contacto visual. La máxima de “tu libertad acaba donde empieza la de los demás” es bien sencilla, realizable y exigible.



Rendir cuentas con el pasado, pues, es el objetivo último tanto de Kowalski como de Eastwood. El pasado de su país, el pasado de su carrera e incluso el pasado de determinadas tradiciones genéricas del cine americano. No renegando de ellos sino asumiéndolos, mirándolos de frente, única forma de seguir hacia delante. La asociación del sentimiento de culpa, de la necesidad de expiar los errores del pasado, con el surgimiento de unos sentimientos paterno filiales que se creían perdidos ya y que se convierten en la mejor forma de superar ese pasado, de reescribirlo aunque sea, en cierta medida, de forma ilusoria, como esta insospechadamente película, creación de uno de “los últimos clásicos” del cine, como se ha repetido tantas veces, que probablemente el representante privilegiado y el más brillante, de la nueva generación del cine americano es Paul Thomas Anderson, lo que no se sabe bien si habla de la esencial modernidad del cine de Eastwood o del subterráneo clasicismo de Anderson; probablemente, en realidad, de lo frágil y estéril que resulta delinear semejantes fronteras. Hasta ese tramo final, en el que Kowalski se enfrenta ante todo a sus fantasmas, y en el que el mito de Eastwood se enfrenta a sí mismo, reconstruyéndolo con una dignidad indescriptible, vivimos el crecimiento de una amistad, de forma paulatina y verosímil, que comienza de manera casual gracias al desencadenante que supone el Gran Torino del título. El Gran Torino significa varias cosas dentro de la lógica de este relato. No sólo es el “mcguffin” de la película, sino que simboliza de alguna forma el pasado al que se aferra su dueño, y cristaliza una forma de expresión típicamente americana que ya no existe, y que representa un anacronismo. A medio camino entre el drama social y el western urbano, Eastwood firma una obra maestra incontestable, perfecto testamento interpretativo, conclusión de un discurso moral y estético, la dureza de sus imágenes, es como una patada en el estómago que desarma cualquier atisbo de complacencia, pero la compasión conque filma extrae lo mejor de nosotros mismos. Además conjuga con sutileza el drama, la comedia y la acción, donde propone una reflexión necesaria.



"Bello testamento y compendio de Eastwood"

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