martes, 29 de noviembre de 2011

Sword of the Stranger

Director: Masahiro Ando
Año: 2007 País: Japón Género: Animación Puntaje: 08/10
Productora: Estudio Bones



Japón medieval en pleno reinado de la dinastía Sengoku, un samurái llamado Nanashi, que significa "sin nombre", salva a un niño llamado Kotarou y a su perro Tobimaru en un templo abandonado, Kotarou no tiene familia y es perseguido por una misteriosa organización militar de China, por lo que el niño contrata a Nanashi como guardaespaldas, el samurái ha abandonado su nombre junto a su pasado, ha "sellado" su espada debido a un suceso pasado que lo atormenta en forma de pesadillas. El encargado de perseguir a Kotarou es un hombre llamado Rarou, que pertenece a la organización de origen chino y que esta bajo las ordenes de un anciano llamado Byakuran, aunque, a diferencia de sus compañeros, Rarou no posee un concepto de "Rey", solo busca luchar contra el más fuerte. Una de las aportaciones más notables de la épica japonesa al cine contemporáneo es probablemente la figura del samurái, popularizado en occidente a través de el manga y el anime, el samurái descasta por representar un feroz individualismo frente a las estrictas normas sociales que regían las acciones del guerrero, una estampa que casi podríamos calificar de romántica. Algo de esa nostalgia hay en el primer largometraje del animador Masahiro Ando y el Estudio Bones, creador de la popular serie “Fullmetal Alchemist” (2003), “Sword of the Stranger” es una dicotomía a la modernidad y a la tradición, que parece haberse trasladado también al apartado técnico, sin obviar que los estudios japoneses son únicos a la hora de mezclar animación tradicional con CGI. En este sentido, la productora animada que la produce ofrece en su primera película autónoma una realización notable.



La primera toma de contacto es engañosa. Apenas la de una de tantas películas ambientadas en el Japón feudal consistentes en dos talentos destinados inequívocamente a enfrentarse en una épica batalla final, en la que median multitud de peleas de mayor o menor cuantía o importancia que suceden hasta la finalización de su metraje. Sin embargo, lenta pero inexorablemente, “Sword of the Stranger” avanza poco después hacia unos extremos que van mucho más allá de la simple lid entre dos portentos de la esgrima. La cinta es toda una reivindicación de la superioridad militar y combativa del Imperio del Sol Naciente en mitad del consabido y tradicional duelo mantenido entre China y Japón por la hegemonía de Asia, que mantenían dos planteamientos tan diferentes como contrapuestos en aquella era: la primera con numerosos avances científicos y una diplomacia de cuya importancia han quedado pocos lugares a la duda y la segunda anclada en un agobiante feudalismo y un férreo cerco a las influencias extranjeras que sólo se levantará en plena era Meiji, durante la segunda mitad del siglo XIX. En cuanto lo personajes podemos aclarar que Kotarou es un niño que debe aprender a valerse por si mismo de un momento a otro. Al momento de conocer a Nanashi, hace todo lo posible por demostrar que es una persona totalmente autosuficiente. A medida que avanza el metraje, el espectador se entera de la historia del pequeño y ve como este evoluciona bajo el cuidado de Nanashi. El samurái por su parte, también evoluciona durante el transcurso de la película; en un principio se muestra como un hombre más bien egoísta cuyo pasado no está demasiado claro. En el último tramo de la cinta se explica el porqué del errático comportamiento de Nanashi, al mismo tiempo que se ven los frutos de su relación de amistad con Kotarou. Ambos son personajes con carencias a nivel emocional, por lo que el lazo que los une se asemeja al existente entre un padre y un hijo.


En relación a la época exacta en la que se desarrollan los hechos, estamos en plena era Sengoku (1467 hasta 1568), un periodo histórico caracterizado por las tensas relaciones entre ambas potencias merced a los estragos de los wako (piratas japoneses) en las costas dominadas por los Ming, que llevaron a éstos a prohibir hasta en dos ocasiones el comercio con sus tradicionales enemigos nipones. Ante esta situación, no cabe sino decir que de la primera a la última muerte que podemos contemplar está claramente destinada a ilustrar la hegemonía de los guerreros nipones frente a sus adversarios Ming que inicialmente miran con desprecio el territorio que invaden, aunque finalmente no les queda sino reconocer el valor y el coraje de los samuráis y sus peculiares costumbres y formas de concebir el combate. Este enfrentamiento puede apreciarse incluso en las armas, entre las cuales cabe destacar la katana permanentemente enfundada de Nanashi. Todas esas pinceladas no sirven, sin embargo, para explicar ciertos detalles que, si bien podrían constituir ciertas licencias narrativas, no dejan de ser chocantes. En cuanto a los villanos de turno, todos están motivados por sus ambiciones personales; algunos desean eliminar el dominio Ming en la zona, otros la vida eterna, o algunos como Rarou, el villano principal de la cinta, solo desean encontrar un rival a su altura. La verdad es que no se da mucha información con respecto a los habilidosos soldados Ming, ni como Rarou terminó trabajando para el Emperador Chino. Lo que si llama la atención es que tanto Rarou como Nanashi son extranjeros. Esto se suma al cuidado que puso el director al momento de diferenciar la cultura china de la japonesa (de hecho el filme está hablado en japonés y chino mandarín). Estos detalles probablemente responden al deseo del director de construir una historia que rompiera las barreras del lenguaje, y que fuera atractiva tanto local como internacionalmente. Al mismo tiempo, el director prefiere entregar una mirada imparcial del conflicto entre ambas naciones, retratando a los chinos como hombres obsesionados con la ciencia y la espiritualidad al servicio de sus gobernantes, y a los señores feudales japoneses como hombres ambiciosos cuyo único interés es el dinero y el poder.



Reflexiones históricas al margen, nos encontramos sin duda ante toda una demostración de buen hacer por parte del Estudio Bones; diseños planos y sobrios pero contundentes y llamativos fondos llenos de acetatos en sus colores; planos efectistas y luchas rápidas y emocionantes. El apartado técnico es sobresaliente y en todo momento consigue envolver al espectador en un ambiente bélico muy pocas veces visto en unos años en los que las curvas de Haruhi Suzumiya y que decir de la banda sonora que la acompaña, que generalmente esta constituida por melodías que van acorde a cada escena del filme. Su animación es soberbia, movimientos cuidados y fluidos sin exagerar, siempre apuntando a la mayor expresividad de los personajes, cada personaje deja al descubierto de forma concreta su propia personalidad en su aspecto visual. Sabemos cual es el tipo duro, cual es el personaje desinteresado, se puede decir que se nota algo cliché en algunos personajes, pero no se dejen engañar, mas de una vuelta de tuerca siempre encontraremos algo más detrás de la visual de los personajes, un ejemplo claro, Nanashi, nuestro protagonista, como dije anteriormente los fondos son soberbios, magníficamente detallados y cuidados ayudan a una composición equilibrada de las escenas, sin sobresalir sobre los personajes, pero aun así si se les presta atención uno queda absorto por tremendo detalle y cuidado. En conjunto, la obra es toda una experiencia visual, podemos ver el sello del estudio de animación por todos lados en este aspecto, ya que el estudio a demostrado ser muy cuidadoso en los aspectos gráficos de sus obras, ya sea dando atmósferas originales y cuidadas, así como momentos de animación únicos desde tremenda acción hasta momentos típicos, y todo esto esta multiplicado por demasía en esta producción. En cuanto a su desarrollo, el guión sigue un desarrollo perfecto y equilibrado. Los personajes están perfectamente presentados, su personalidad es desde un principio atractiva y evolucionan de forma creíble en cuanto a su relación, sin que en ningún momento se levante esa constante aura de misterio que envuelve por ejemplo la historia de Nanashi o el origen incierto de Kotarou.



Los combates en “Sword of the Stranger” son simplemente espectaculares, cuidados hasta el extremo en materia de realismo y detalles. Aquí no vas a ver escenas típicas de anime de tipos superfuertes o con extraños poderes, y un festival de espectacularidad en cuanto a lo extremo de las peleas…bueno, vas a ver un festival de espectacularidad en cuanto a lo extremo de las peleas, pero de una forma demasiado excelente. Las peleas están coordinadas de tal forma que se deja entrever una coreografía posiblemente realizable por personas, no exagera en cuanto a potencia o habilidad, sino que se tiene muy en cuenta el limite que puede tener un humano, por otro lado los detalles en cuanto a técnica de combate están pulidos al limite, golpes, poses, avances, bloqueos, todo esta embebido por un cuidado de lo realista que es muy fuerte. Se nota el estudio detallado sobre movimientos y artes marciales para lograr coreografías perfectas a la hora del combate, sorprender al espectador por lo espectacular de las mimas, y no buscar la exageración para lograr una buena impresión. No puedo, sin embargo, obviar una evidencia como es la de la extrema crudeza de muchas de sus escenas. En este último caso, las mutilaciones y la generosidad a la hora de mostrar sus estragos en las carnes serán constantes. En cierto modo confieso que alguna de sus escenas se vuelve particularmente desagradable debido a la constante presencia de sangre y miembros amputados que inundan el paisaje. A ello hay que añadirle las escenas de torturas que, si bien no son demasiadas, no hacen sino agravar esta circunstancia de cara a las mentes más sensibles. En otras palabras, estamos ante una película destinada exclusivamente a un público adulto es difícil que a estas alturas una cinta de este tipo presente una propuesta por completo original. “Sword of the Stranger” está fuertemente influencia por el cine de samuráis de Akira Kurosawa, aunque si presenta un ritmo narrativo y una estructura más propia del cine hollywoodense. La historia se desarrolla de manera bastante lineal, evitando caer en complicaciones innecesarias, lo que ayuda a que la cinta no se vuelva en ningún momento tediosa.



El director se preocupa de mantener ocultas las razones por las cuales los Ming están persiguiendo a Kotarou, siendo este el misterio principal que presenta el filme. Más allá de esto, “Sword of the Stranger” no presenta grandes sorpresas, lo que no influye mayormente en el resultado final de la cinta. Terminado de ver esta obra, un filme poco conocido, pero del que no desmerece nada si lo comparo con los grandes clásicos del anime, aunque es en su tramo final donde todas esas emociones fluyen y se conjugan para ofrecer uno de los finales más espectaculares y violentos del cine en los últimos años. La sangre estalla y cubre de golpe, todas las escenas de peleas, en una espiral de violencia que se acrecienta a cada minuto del filme, una violencia cruel, indigna e inmoral, las escenas donde la muerte se hace la dueña, son grotescas (muchas de ellas) y sin ningún pudor ni censura. Es un filme que combina sabiamente el cine de samuráis, el cine de aventuras, el de acción y con un elemento fantástico. Peso a esto último, conviene recordar que vivimos en una época en la que todo se resuelve con una protagonista sensual, unos temas pegadizos para los openings y los endings y una avalancha de merchandising en forma de posters, videojuegos, figuritas, etc. En medio de tanta mediocridad, siempre es bueno que de vez en cuando salga un producto que mantiene una cierta dignidad argumentativa…algo que todavía permita afirmar que en Japón se hace anime y no meras extensiones animadas de campañas publicitarias. En definitiva es unna película entretenida, emocionante y cautivadora que, pese a ciertos detalles de dudoso gusto, no cabe sino aplaudir como una de las mejores películas de los últimos años en la animación japonesa. Con su opera prima Masahiro Ando deja patente un profundo amor no solo por el dibujo animado, sino también por un género cinematográfico más referenciado que practicado en los tiempos que corren. Al igual que le ha sucedido a muchos westerns modernos, su cinta que va a medio camino entre la visceralidad y el homenaje no termina de encontrar su lugar, pero la espectacularidad técnica y los recursos artísticos de que se vale dan como resultado un notable anime.



"Una buena animación, argumento y desenlace"

viernes, 25 de noviembre de 2011

Peggy Sue, Su Pasado la Espera

Director: Francis Ford Coppola
Año: 1986 País: EE.UU. Género: Comedia/Fantasía Puntaje: 7.5/10
Interpretes: Kathleen Turner, Nicolas Cage, Barry Miller, Helen Hunt, Jim Carrey, Joan Allen, Catherine Hicks, Kevin J. O'Connor, Lisa Jane Persky, Barbara Harris y Don Murray



1985, Peggy Sue (Kathleen Turner) es una mujer que está a punto de separarse de su marido Charlie (Nicolas Cage), quien mantiene una relación extramatrimonial. Durante el proceso de separación, Peggy asiste a la fiesta de 25 años de su promoción donde se reencuentra con viejos amigos del instituto. A pesar de los buenos recuerdos, ella se encuentra muy alterada emocionalmente y cuando es elegida la Reina de la Noche sufre un ataque de corazón, cuando se despierta se encuentra de nuevo en los 60, con su ex marido siendo su novio, conviviendo con sus padres conservadores y con la posibilidad de arreglar todo aquello que le había llevado a ser infeliz en la actualidad, pero, acostumbrada a una vida independiente, la aclimatación a los 60 será más dura de lo que creía. En 1985 Coppola estaba bien necesitado de dinero, con el fracaso de “Cotton Club” (1984) nadie quería oír hablar ya de sus proyectos ambiciosos o de aventuras milagrosas. Tendría que pasar varios años a la sombra. Lo sorprendente es que con esas tres películas, empezando por esta, fuera capaz de filmar un material tan personal, tan inequívocamente coppoliano. “Peggy Sue, Su Pasado la Espera” está lejos de ser una de sus obras maestras, pero pertenece, sin lugar a dudas, a su mundo personal, y es de una solidez rocosa incontestable. Más sorprendente resulta teniendo en cuenta que era un proyecto de otro director (Penny Marshall), y con otra actriz prácticamente firmada (Debra Winger), sobre un guión primerizo de Jerry Leichtling y Arlene Sarner, al que Coppola sacó todo el jugo posible. Tanto es así que podemos afirmar que se acerca, aunque no sea capaz de igualarla, al tono de “Rebeldes” (1983), fundiéndolo con una fábula temporal (casi una parábola) que se puso de moda en aquellos tiempos, aunque con elementos más comerciales que los de Coppola, que se preocupaba más bien por la impresión anímica de una regresión temporal.



En el filme se puede encontrar cierta semejanza con “Volver al Futuro” (1985), pero sólo en cuanto a nivel primario de la historia, en la vuelta al pasado de su protagonista. En realidad, aquí asistimos al enfrentamiento de un personaje con su “yo”. Es una forma de entender el hoy: el buscar la realidad del ayer. ¿Por qué el presente es como es? ¿Por qué los hechos acontecidos no se han desarrollado como se esperaba? Peggy Sue, al igual que los protagonistas de “Fresas Salvajes” (1957) del genial Ingmar Bergman, marcha en busca de sus recuerdos y en ellos aparece como “es” hoy. Los demás personajes reencontrados se corresponden, por el contrario, con su edad en el ayer. Para Peggy Sue ni siquiera el ayer fue gratificante: su novio, marido actual de quien espera el divorcio, se nos muestra como un ser estúpido; sus amigas, integradas en el sistema, sólo esperan casarse para “tener un hogar”; el escritor progresista desea huir a un pueblecito para ser “servido” por dos mujeres... No todo es tan hermoso como se vivió. El pasado se acoge con cariño, como algo pasado. Objetivamente es un periodo triste, tan triste, al menos, como el presente. No se puede recuperar el pasado porque los hechos ya “han pasado”. El pasado y el futuro nunca funcionarán al ser sus errores propios de un presente que se niega a admitirse. No es, en verdad, como “Volver al Futuro”. Es otra cosa. Una segunda oportunidad tal vez, o un simple sueño o una alucinación, pero sobre todo un viaje emotivo y muy sobrio, en el que nuestra protagonista se verá de nuevo a sí misma yendo al instituto, peleando con su novio, cantando las canciones de los inicios de los sesenta y planteándose si realmente pudo elegir la vida que llevó hasta la regresión. Una vez más, el tema del tiempo, ineludible en Coppola. Esta vez olvida su caudal poético y cuenta directamente el paseo temporal, sin importarle la obviedad.


Porque es decididamente menor, en el polo opuesto de la ampulosidad y el vacío de “Cotton Club”, y seguramente por ello más valiosa y significativa para su autor que aquel híbrido mafioso-musical. Coppola se entrega al poderoso sentimiento de la nostalgia, como núcleo catalizador primordial de un relato que en otras manos probablemente hubiera caído en la zafiedad, y narra con una coherencia y una humildad casi tan grandes como en “La Ley de la Calle” (1983), también con mucha tristeza, como si supiera que con ella inicia unos años grises de endeudamiento. Todo arranca con una fiesta, como en “El Padrino” (1972), donde conoceremos a nuestros protagonistas. Como dije anteriormente es una fiesta de aniversario de graduación, donde se reencuentra con antiguos compañeros, y inevitablemente con su futuro ex-marido, interpretado correctamente por un joven Nicolas Cage, sobrino del director, al que estuvieron a punto de echar, como a Al Pacino doce años antes. En esa fiesta es Peggy la única que se ha puesto un vestido de los sesenta (que además le queda maravillosamente bien), y cuando la eligen reina del baile, termina desmayándose. Cuando despierta…sorpresa, es de nuevo una chiquilla. Y en ese momento nos vemos inmersos en una versión de la Norteamérica de los 60, fenomenalmente reconstruida por Dean Tavoularis, en un ejercicio de memoria tan sutil y sobria como detallista. Otra pieza de época para Coppola. El guión me parece modélico, aunque no es en modo alguno genial. Pero lo suficientemente bien escrito como para permitir una serie de ramificaciones psicológicas y existencialistas todo lo potentes que pueden ser en una tragicomedia tan ligera como “Peggy Sue, Su Pasado la Espera”. Con ella Coppola se reivindicaba como un autor que también sabía llevar (aunque sus últimas películas dijeran quizá lo contrario a los ejecutivos de los estudios) a buen puerto proyectos de encargo. Su éxito de taquilla, sino grande, fue lo suficientemente importante para que Coppola respirase tranquilo y planease su siguiente jugada.


Una de los aciertos de esta película es su ambigüedad y su capacidad fabuladora. Poco importa, por tanto, que Turner apenas cambie habiendo retrocedido nada menos que 24 años (como si cambia la caracterización de Cage o de Jim Carrey, en uno de sus primeros papeles). Hemos empezado a querer creernos lo que nos cuenten, también debido a ese tono de realismo mágico y a una espléndida fotografía de Jordan Cronenweth, que venía de filmar “Blade Runner” (1982), por ejemplo, que tiende a suavizar la luz de forma evidente, como si nos encontrásemos en un sueño, o en el sueño de Peggy. Primero llegará a casa, medio alucinada, en un bello momento fantásticamente rodado por Coppola, pues es capaz de hacernos partícipes de la nostalgia de un hogar que no conocemos, pero somos capaces de saber cómo se siente. A fin de cuentas ve a su madre joven de nuevo, y se reencuentra con su padre. Está atónita, pero intenta actuar con normalidad. ¿Es un sueño¿ ¿O el sueño fue un futuro que no se debe cumplir? Poco importa. Enseguida Peggy intentará cambiar esa vida que no le gustaba, rompiendo inmediatamente con su novio y probando cosas que a su edad le hubiera gustado probar. El filme de Coppola (aparentemente una simple comedia) insiste desde el inicio en el carácter de búsqueda interior (el espejo desde el que se inicia el filme y donde concluye reflejando a los personajes que “salen” y “entran” en el espejo), una forma de toma de conciencia que termina por mostrarse como inútil. Una total desesperanza se instaura en el acomodaticio y falso final: nada es posible cambiar, todo, siempre y por siempre, se repetirá, será igual. Para que el cambio se produzca tiene que existir una alteración del propio ambiente, de la sociedad.



Se dice que el filme es un encargo. Puede ser, pero Coppola dista mucho de tomárselo como tal. Ni está realizado con desgana ni se encuentra alejado de la estructura e ideas de sus filmes anteriores. Es, por cualquier lado que se mire, una película “made in” Coppola. En prácticamente todas sus obras se ahonda en el pasado como forma de conseguir la razón del momento actual, de conocer la inutilidad de un sistema o la mentira de un espectáculo. Mentiras sin cuento, personajes que se esconden de sí mismos, engañados por palabras, por situaciones. La verdad es difícil de alcanzar entre tanta palabrería, tanto discurso sin sentido. Peggy Sue al final se queda con lo que tiene (es lo único que realmente posee). Es decir se queda sin nada, soñando con sus hijos, como fue enseñada. A ellos añora y por ellos vuelve a la vida. ¿Qué ha sido todo en definitiva más que el ansia de morir, de huir? ¿Acaso un suicidio, un shock emocional? El dominio técnico del director es excelente. En muchos momentos asistimos a grandiosas lecciones de cine. La colocación de la cámara en la primera escena y en la final, vistas ambas a través del espejo. Precisión en el cambio de focalización al pasar de unos a otros personajes... Pero si, con todo, se duda del saber de Coppola basta con recordar todo el inicio de la película, repleta de pequeños y excelsos gestos y detalles. Peggy Sue viaja hasta el pasado creyendo que en ello (en soñar con lo que fue) alcanzará la felicidad. Es el terrible dilema que mantienen en el hoy muchos hombres y mujeres como forma de huir de la mediocridad existencial. Crudo retrato el dibujado por Coppola en este reflejo existencial de la (in)existencia. Algunas situaciones, por motivos obvios, resultan muy graciosas, pero las intenciones últimas de Coppola son bastante más elevadas, más agridulces, de lo que cabría suponer con semejante argumento. La moraleja se encuentra, quizá, en que no importa el orden de los factores, el producto no va a variar en demasía.



A diferencia de la cinta de Robert Zemeckis, donde el más mínimo cambio podía alterar el futuro con funestas (y descacharrantes) consecuencias, Coppola propone una línea del tiempo en que, a pesar de las pequeñas variaciones, el cauce tiende siempre a correr en la misma dirección, para que se cometan los mismos errores y los mismos aciertos, inseparables unos de otros. La evocación de una época está plenamente conseguida en las imágenes. Personajes y situaciones nos resultan cercanos. Los instantes aparecen remarcados por una acertada realización: la fiesta, la conversación con la madre sobre los hombres, la entrada en el “pasado” reviviendo los objetos del ayer, para comprobar cómo el paso del ayer al hoy (el salto de un tiempo a otro) no supone mucha diferencia. Compruébese, por ejemplo, en el personaje del investigador, un ser (en el ayer) exclusivamente preocupado por el dinero y que se ha transformado (en el hoy) en un rico hombre de negocios informáticos. El final del filme supone otro sueño imposible: la salida de la cámara del espejo (al principio entraba). Lo bueno de esta historia es que aunque sabemos, o creemos saber, que todo ya ocurrió, Peggy intenta cambiar su destino, y en su retorno al propio círculo, lo que hace es un reconocimiento de sí misma, de las razones que le llevaron a terminar amargada y dubitativa de sus elecciones. Y lo que en un principio es una carrera loca por cambiar el futuro, termina convirtiéndose en una aceptación de que ese futuro llegó por alguna importante razón. La conmovedora secuencia con los abuelos de Peggy, en aquella casa soñada rodeada de árboles es una aceptación parcial de que de los errores también se aprende. En definitiva una cinta imperdible, en donde veremos a un Coppola muy personal.



“Viaje al pasado lleno de ironía"

domingo, 20 de noviembre de 2011

Los Idiotas

Director: Lars Von Trier
Año: 1998 País: Dinamarca Género: Drama Puntaje: 08/10
Interpretes: Bodil Jorgensen, Jens Albinus, Troels Lyby, Nikolaj Lie Kaas, Louise Mieritz, Henrik Prip, Luis Mesonero, Knud Romer Jorgensen y Trine Michelsen



Un grupo de jóvenes reunidos en una casa de campo tienen como objetivo explorar los nebulosos límites de la idiotez humana como metáfora de la búsqueda de un orden superior, llámese Dios o Estado, a través de la irreverencia o de la anarquía más o menos organizada, la meta de esta gente es ahondar en la condición humana y como esta puede ser el punto de partida para agudas y profundas reflexiones o idioteces, lo que está claro es que esta película no mueve a la indiferencia, para ello utiliza el personaje de Karen (Bodil Jorgensen), una mujer introvertida y solitaria que se ve inmersa en una de las “performances” con las que el grupo pretende enfrentarse mediante la idiotez a las convenciones sociales y que termina uniéndose a la causa. El famoso manifiesto Dogma 95 fue firmado el lunes 13 de marzo de 1995 por Lars Von Trier y su amigo Thomas Vinterberg. En este documento ambos realizadores daneses proclaman su interés por buscar la restauración de una cierta "inocencia perdida" en gran parte del cine actual, al que acusan de volverse de espaldas a la realidad mientras propugnan la recuperación de algunos de los parámetros de los movimientos cinematográficos rupturistas de los años sesenta. Para llevar a cabo su particular cruzada, elaboraron un "voto de castidad" compuesto por, no es casualidad, diez mandamientos que todas las películas adscritas al movimiento deberían cumplir, y que, en principio, tratan de despojar al cine de artificios con objeto de que las historias sean lo más cercanas posible a la realidad. Sin embargo, tanto Von Trier como Vinterberg tardaron tres años en presentar sus primeros trabajos Dogma, y el primero incluso realizó antes “Contra Viento y Marea” (1996), una película que, si bien pudiera considerarse como pre-dogmática (por el uso de la cámara en mano en pos de cierta apariencia pseudo-documental), no cumple ninguna de las normas autoimpuestas por estos autoproclamados nuevos paladines de la inocencia cinematográfica.



La distancia que impone Dios/Von Trier hacia sus personajes resulta más efectiva en “Los Idiotas” que en ninguna otra de sus películas. Es por ello que la inmensa broma consigue cobrar, al menos durante algunos tramos del metraje, un sentido moral, mas no por burlarse de las convenciones cívicas y las relaciones personales, sino porque desvela la inmensa estulticia de una civilización empeñada en ensalzar valores que fomentan la irresponsabilidad y el empequeñecimiento espiritual de los ciudadanos. La fingida idiotez de los protagonistas es un medio de obtener múltiples ventajas sociales... Ya no se trata, efectivamente, de jóvenes idealistas con ganas de emprender cambios en el mundo, sino de ciudadanos que se desenvuelven con total descaro en los límites impuestos por un nuevo orden caracterizado por la ordinariez. No hay que confundir, aunque no se descartan similitudes, una película como “Los Idiotas” con productos de adorno como "Jackass”, serie televisiva de fama efímera en la que se realizaban pruebas efectistas y primitivas buscando una reacción escandalosa del espectador ante tan dudosas transgresiones. Al contrario, Von Trier aborda con absoluto rigor la estupidez de los hechos que se suceden en su filme y, en lugar de intentar escandalizarnos con ellos, nos ofrece la (hipócrita, cuando no abiertamente ridícula) reacción de las personas "normales" ante semejantes desmanes, constatando así la simpleza de la tipología humana producto del neo-capitalismo contemporáneo, y conquistando su obra una dimensión política insólita tanto en películas anteriores como en las que siguieron configurando su filmografía. “Los Idiotas” es excesiva, desde su supuesto de partida y hasta el final. Como casi todas las aventuras que emprende su afamado director, parte de una premisa que puede enervar o epatar; no en vano, Lars Von Trier quiere cambiar las reglas del juego en cada película, compartir contigo la pasión que siente por el cine, deslumbrar, presumir de ser el primero en intentar esto o aquello. ¿Es honesto? Bueno, si no les pedimos ya honestidad ni a nuestros políticos ¿por qué hacerlo con los artistas?



“Los Idiotas” parece ser un filme poco apropiado para la ya comentada cimentación de una imagen espectacular que suele emprender Von Trier con cada nueva película. De hecho, se trata de uno de sus trabajos menos difundidos y estudiados, puede que porque las dosis de grandilocuencia exhibicionista son menores que las contenidas en otros títulos manifiestamente "mayores" de la filmografía del director (casi todos los demás). En todo caso, y pese a no carecer de interés, queda clara la imposibilidad de considerar seriamente esa "vuelta a la inocencia" que Von Trier intenta atribuirse una y otra vez, cuando en realidad la suya es una de las miradas más perversas e incluso humillantes del cine contemporáneo. Los protagonistas de “Los Idiotas” han llegado a la curiosa conclusión de que sumergiéndose en la estupidez pueden sobrellevar mejor su existencia. Disfrutan, cuál actores amateurs en plena performance callejera, de las reacciones que suscitan en los demás. De lo desplazado y fuera de lugar que se siente el personal cuando alguien a su lado se comporta... conforme a un patrón desconocido, ilógico. Von Trier se mueve en la cuerda floja de lo admisible. A mucha gente le pareció intolerable que se tomase la rienda suelta, quizás, algo que después de todo no es sino un “handicap” que padecen ciertas personas (la idiocia, no confundir con la idioticia congénita de otros). De acuerdo, el propio director enfrenta a sus personajes de ficción con esa realidad (nada agradable), organizándoles un encuentro con gente que padece una disminución real en sus facultades intelectuales. Y sus protagonistas se sienten, por primera vez, profundamente incómodos. Porque, evidentemente, la cosa no tiene gracia. No puede tenerla. Es a partir de ahí donde las sonrisas que en un principio nos pudiesen despertar las acciones gamberras de estos señoritingos comienzan a congelarse, trocándose en mueca, en rictus expectante. ¿Qué lleva a una persona normal a regodearse en la anormalidad? ¿No tendrán también estos alguna carencia emocional y espiritual?



Cuando el apologista Stoffer (Jens Albinus), guía espiritual del grupo, les propone retos cada vez más osados, más radicales, menos divertidos. La exploración de estos límites culmina en la polémica escena de la orgía, una danza pagana en la que el sexo, una de las pocas experiencias que nos enfrenta abiertamente a nuestra aparcada condición de mamíferos más o menos domesticados, resulta doloroso por lo vacíos que demuestran estar sus practicantes... siempre he mantenido que es este uno de los momentos más genuinamente tristes y hermosos del cine de Von Trier. El acto sexual trivializado no logra igualarlos, sino que aumenta la distancia insalvable entre muchos de ellos; seguido de ese instante de soledad suprema del que emergen algunas preguntas demasiado importantes. El mayor placer obtenible tiene como epílogo una cierta sensación de hastío. De resaca. De hartazgo. Entre el grupo de idiotas destaca la última persona en incorporarse: la cándida y algo alelada Karen. Esta mujer siempre ausente se deja atrapar por estos sectarios seductores, por estos niños de papá que buscan nuevas sensaciones al amparo de la tolerancia ajena. Aunque se niega a hacer "espasmos", observa a los otros con creciente orgullo y satisfacción. Para todos, en mayor o menor grado, la idiotez es una manera de evadirse. Nunca acaban de creerse ese papel que defienden, porque en ningún momento aceptan de verdad vivir al margen de la sociedad, llevar las premisas hasta sus últimas consecuencias. Para ellos es un divertimento, no mucho más sofisticado que aquellos de los que disfrutaba la oligarquía romana de “La Dolce Vita” (1960), un pasatiempo, un modo de despedir una adolescencia prolongada antes de agachar la cabeza y volver a sus empleos, familias y preocupaciones cotidianas. ¿Es una película para idiotas? En parte sí, porque realmente todos lo somos; las personas somos ignorantes, en muchas ocasiones estúpidas, como bien decía la frase: “solo sé que no sé nada”, pues por mucho que aprendamos, siempre será una ínfima parte del todo, el inalcanzable conocimiento. Si bien es cierto que hay grados dentro de la idiotez, Lars Von Trier no tiene problemas en meterse con todos, una de las razones por las que molesta a muchos, pero en ese “todos” también se incluye, y hace bien, pues ha demostrado que es capaz de reírse de sí mismo, algo muy sano y recomendable.


Karen adopta al grupo como su nueva familia: es la única que tiene todo el derecho del mundo para sumergirse en la idiotez, incapaz de salir de ese estado de shock en que la sumió una experiencia insoportable para cualquier madre. Sólo al final, cuando la comunidad decida disolverse y asistamos al retorno de Karen a lo que en otro tiempo fue su hogar, entenderemos cuán valiente ha sido esta mujer. Las desoladoras razones de esa "amabilidad de los extraños" de la que siempre había dependido. Interrogado por la actividad del grupo, Stoffer, el líder del grupo, señala que lo que cada cual hace en la comunidad es buscar a “su idiota interior”. En efecto, la actividad central del grupo es “hacer el idiota”, es decir, dar rienda suelta a sus deseos y a su imaginación bajo la apariencia de ser disminuidos psíquicos. Hacer el idiota es por tanto, una manera de romper el sentido de la vida ordinaria. El que no es un idiota, aparentemente no tiene problemas de sentido en su vida. Se despierta y sigue su rutina diaria sin que todo aquello le parezca absurdo: se despertará con el despertador, irá a trabajar, seguirá las normas morales y de cortesía correspondientes, etc. En cambio, cuando todo esto se nos vuelve absurdo, cuando se abre una distancia radical e insalvable entre la vida que llevamos y la vida que querríamos llevar, cuando esta vida que llevamos no consigue movilizarnos, cuando no consigue inflamar nuestro deseo de vivir, entonces, cuando ya nada tiene sentido y cuando no hay motivo por el que levantarse ni actuar, se necesita de algo que rompa con ese sinsentido y vuelva a prender nuestro deseo. Es el momento de ir en busca de lo que nos vuelva a poner en marcha. Precisamente, buscar el idiota interior es, de alguna manera, volverse un idiota, es decir, olvidar el sentido común, olvidar la moral y el lenguaje ordinario, tan gastado y fosilizado, para reencontrarnos con nuestros deseos, los cuales ya casi habíamos olvidado. Hacer el idiota nos expulsa de esa lógica que se ha tornado absurda para nosotros, haciendo que la vida recobre un sentido. De esta manera, la vida vuelve a encontrar un resorte que le impulsa a actuar.



En cualquier caso, no hemos de olvidar que nuestro grupo de amigos está dolido con la sociedad. Dicho ataque, por tanto, también supone su particular venganza. De alguna manera, mediante la ironía, se trata de distanciarse y elevarse por encima de esa vulgaridad sinsentido que tanto dolor les inflige. Por eso a veces, parecerá que hacer el idiota es reírse de la gente. Empero, no es verdad. Hacer el idiota es la manifestación de la impotencia que surge en la experiencia de no poder cambiar ese mundo que los atormenta. Es un ataque que intenta romper con el velo bajo el que se camufla todo ese absurdo llamado “moral”. Lo que pasa es que dicho ataque, es un ataque desesperado, que si bien hace evidente lo absurdo de la realidad, no logra que toda esa gran mentira se venga abajo. Por eso, en su propio expresarse se desespera y se carga de cierta violencia contra aquellos que reproducen ese mecanismo ciego. No obstante, hacer el idiota no busca burlarse de nadie, sino que persigue romper con el sentido establecido, para que de tal forma, pueda aparecer un sentido nuevo y más auténtico, con el que la vida pueda recobrar su impulso vital y por fin, llegar a vivir. Hacer el idiota es por tanto, una expresión desesperada, que en plena sociedad, manifiesta a su manera la repulsa e insatisfacción que aquélla y su propia vida les produce. Por otro lado, dentro de la colectividad del grupo de amigos, hacer el idiota les permite expresar sus deseos más locos sin ningún tipo de vergüenza. Pueden llegar a decir aquello que mediante las palabras no se atreverían a formular. Es en ese marco como haciendo el idiota (sólo algunos, otros no), en numerosas ocasionas, todo el grupo se fundirá en un multitudinario abrazo. En otras, simplemente, hacer el idiota le permitirá a algunos expresar el sincero y cálido afecto que sienten los unos por los otros. “Los Idiotas” quizás te parezca un malsano ejercicio de sadismo o una inverosímil muestra de estupidez colectiva, pero no hay que negar que es una obra transgresora y valiente, vale la pena verla.



"Subversivo y provocador experimento"

miércoles, 16 de noviembre de 2011

¡Agáchate Tonto!

Director: Sergio Leone
Año: 1971 País: Italia/EE.UU. Género: Western Puntaje: 08/10
Interpretes: Rod Steiger, James Coburn, Romolo Valli, Maria Monti, Rik Battaglia, Franco Graziosi, Antoine Saint-John y David Warbeck



Juan Miranda (Rod Steiger), un vulgar ladrón mexicano, y John Mallory (James Coburn), irlandés veterano del IRA y experto en explosivos, se conocen en México, y planean trabajar juntos robando bancos, o al menos eso es lo que cree Miranda. Un día dinamitan lo que Miranda creía que era un banco local, y que resulta ser una prisión para revolucionarios, Mallory ya lo sabía, pues es uno de los activistas en pro de la Revolución Mexicana. La explosión libera a un sinnúmero de rebeldes que estaban presos y ambos se convierten en héroes de dicha revolución, poco tiempo después, las tropas del gobierno, comandadas por el Coronel Gutiérrez (Antoine Saint-John), comienzan a seguirles los pasos. Sergio Leone llegó desde Italia para cambiar el western y de paso los códigos clásicos del cine hollywoodiense en general con la desmitificación por la bandera. Es el fin de los cowboys de rectitud moral, modales impecables y apariencia inmaculada para dejar paso a antihéroes sucios, malhablados y descreídos que dan bandazos dentro de un mundo confuso y violento, con recursos formales y anticipados, que muchas veces bordean el exceso y que dejaran notable huella en la cinematografía posterior. Y todo ello acompañado en la parte musical por el complemento perfecto de ese cine innovador: las partituras de Ennio Morricone, que también puede que muchas veces reñidas con el buen gusto, pero nadie puede negar que son novedosas e inimitables. Sergio Leone fue todo un visionario del séptimo arte. Amado y odiado a partes iguales, su estilo de hacer cine no dejó a nadie indiferente. Para los clasicistas se trataba de un bastardo de las catacumbas de la Serie B, mientras que para la nueva generación era un genio de los pies a la cabeza que había llegado más alto que John Ford. Podemos compararlo como el Quentin Tarantino del cine sesentero, para entender su importancia y su imagen en la historia del cine moderno.



Cada vez que se da una lista de las obras maestras de Sergio Leone, se suele dejar fuera a “¡Agáchate Tonto!”, y aún no encuentro el por qué. Se reconocen siempre los méritos de “La Trilogía del Dólar", cuando “¡Agáchate Tonto!” es también parte de una segunda trilogía que esta conformada por “Érase Una Vez en el Oeste” (1968) y “Érase Una Vez en América” (1984), digo esto más que nada porque es una película ambigua, extraña y ni siquiera se puede calificar como una película de género, porque tiene lugar durante la Revolución Mexicana. También probablemente su infravaloración se deba a la existencia de varias versiones de la película, con diferentes títulos, y cada una con omisiones que impiden entender la historia. Sin duda el gran tema del filme es la revolución y esto se puede ver en la mejor escena de la película, tanto técnicamente como en el modo fiero en que Leone retrata a las altas esferas del poder. El director nos muestra a la clase alta como una caterva de sepulcros blanqueados, que esconden el miedo al populacho, la hipocresía religiosa y moral. La dama de alta sociedad critica aquello que en el fondo parece desear, y su marido pierde su altanería a la vista del primer cañón. Justo antes de que Leone nos presente al irlandés John, el director nos ha colocado directamente ante la lucha de clases, el germen de la revolución. El rebaño está dirigido por unas esferas corruptas y anquilosadas y adaptadas a un sistema injusto y atroz. En el fondo los ricos saben esta gran verdad. Por eso temen al pueblo, a la revolución, a Emiliano Zapata y a Pancho Villa. Por eso se aferran al poder, y responden al levantamiento con brutalidad. En definitiva, el ocaso de la dictadura mexicana que muestra Leone tiene reminiscencias del ocaso de Benito Mussolini. Del mismo modo, la relación entre Juan y el dinamitero John es totalmente quijotesca. Tras un pequeño intercambio de balas y dinamita, los dos parten hacia Mesa Verde, el sueño dorado de Juan, Mesa Verde es el lugar donde hay un banco repleto de oro, un banco donde el padre de Juan fue apresado en un intento frustrado de atraco. Por eso Juan ve en John el vehículo perfecto para lograr su objetivo.



“¡Agáchate Tonto!” se inicia muy al estilo Leone, con un primer plano de una meada sobre una colonia de hormigas. ¿Una metáfora de la opresión de los poderosos, o simplemente la forma ideal de presentar al sucio e inmoral Juan Miranda? La lucha de clases pronto quedará todavía más patente cuando Miranda se suba como pasajero a una diligencia de lujo. Descalzo, sucio y maloliente, Miranda contrasta claramente con el resto de pasajeros, un puñado representativo de las altas esferas: empresarios, políticos, la Iglesia. Los pasajeros debaten sobre la condición de los pobres y los desheredados. De planos medios pasamos a primeros planos de los rostros. La gente bien debate, opina, despreciando a las clases bajas. Un silencioso Juan se convierte en convidado de piedra a un diálogo de ricachones. Juan se convierte pronto en el bufón, en la prueba científica de los argumentos. No sabemos todavía si es un simple o se esconde tras la piel de cordero. Los planos cada vez son más cortos. La cámara se centra en las miradas, las bocas. Unas bocas que vomitan palabras vacías, reflexiones heredadas como si fueran latifundios, mientras engullen comida sin parar. Un empresario norteamericano clama contra los negros. Otro ricachón se burla de Juan. Su mujer se escandaliza pensando en cómo las familias pobres fornican en las noches con otros familiares y ovejas, en unas oscuras orgías incestuosas. El cura trata de mostrarse comprensivo, más por su condición que por su verdadera naturaleza. Tras sus palabras se esconde la vieja hipocresía eclesiástica. Si los personajes de Leone eran ambiguos, aquí tenemos a dos tipos quienes resulta algo difícil calificar de héroes. Miranda es un cobarde que sólo piensa en su propio provecho, que ignora que en su país está en medio de una revolución, mientras que Mallory es un fugitivo que ha acabado en una revolución distinta a la suya. Ninguno de los dos me resultó particularmente simpático, pero a medida que la película nos deja conocer a los personajes más, conseguí entenderles, sin que realmente se rediman.



Leone propuso tener a Jason Robards y Eli Wallach como protagonistas, pero la United Artists quería nombres grandes. Se habló también de incluir a Malcom McDowell y Clint Eastwood en el proyecto. El director se reunió también con Sam Peckinpah para qué dirigiera el filme, pero el norteamericano se echó atrás, finalmente el propio Leone se sentó tras las cámaras, lo cual no era de extrañar, pues al fin y al cabo había estado implicado en el desarrollo del guión y del proyecto desde el principio. Para interpretar al ladrón mexicano Juan Miranda (papel que Leone había querido para Wallach) el estudio propuso a Rod Steiger, a quien Leone le dio el visto bueno. Difícilmente podía pasar por mexicano, pero desde luego era un buen actor. Para interpretar al ex-miembro del IRA John Mallory, Leone contactó una vez más a James Coburn, con quien había querido trabajar desde los días de “Por Un Puñado de Dólares” (1964). Coburn tuvo sus dudas, pero tras pedir consejo a Henry Fonda, acabó aceptando. Pero hay que acotar que la película nos cuenta la historia paralela a lo que describe Miranda: los intelectuales (como Mallory o el doctor Viega) aunque ciertamente la organizan y facilitan, la revolución en realidad no es una lucha de ideales, sino una serie de luchas individuales, con motivaciones personales. Miranda es un héroe por accidente, sus "hazañas" son actos egoístas que da la casualidad que benefician a la revolución de Emiliano Zapata. La revolución también es una serie de desigualdades: en los enfrentamientos no vemos ninguna batalla, sino un bando masacrando al otro, que apenas tiene oportunidad para la defensa. La andadura de nuestros personajes tiene lugar en medio de la convulsión de la revolución, una revolución que importa poco a Miranda, y que conmueve (aunque no lo parezca) a un John que ya vivió la suya en Irlanda. Pero al igual que el escudero Sancho, Juan se verá influenciado y subyugado por el ideario de John y por las circunstancias. Y donde digo circunstancias quiero decir represión brutal del Estado. Una represión que viene, de nuevo, de lo contemporáneo, de la propia vida de Leone; no es difícil, al ver ciertas escenas, cambiar México por el gueto de Varsovia en el 44. La tropa de élite prusiana en el filme no es casual.



Probablemente esta película, que podría haber acabado en un fracaso absoluto en manos de otro director, se salva porque detrás de la cámara se encuentra un genio como Sergio Leone que consigue, en medio del batiburrillo en el que a menudo amenaza con convertirse "¡Agáchate Tonto!" da bastantes muestras de su talento y de su don único para hacer cine. De este modo, el director consigue al menos ofrecer al espectador cuatro o cinco momentos a la altura del resto de su filmografía. Sólo por esos momentos merece la pena ver la película. Los flashbacks en los que John, se dedica a rememorar su pasado en Irlanda me recuerdan, en su aire nostálgico y melancólico, a la posterior "Érase Una Vez en América". La cinta posee la clásica estética feista del realizador romano, donde el humor siempre está presente, donde la fuerza de las imágenes deja escenas muy buenas, con un fluido ritmo que hace que no llegues a aburrirte en su extenso metraje, donde la misoginia es notoria, ejemplo la sucia violación, consentida del principio, y donde la música es un guionista capaz de rellenar silencios de modo portentoso, el genial Ennio Morricone deja un trabajo colosal, es de las que se te quedará para siempre, es un majestuoso catalizador de emociones, capaz de dibujar el clima tragicómico del relato, hermosísima, Leone tenía en Morricone el mejor de sus colaboradores. Lo más fascinante de "¡Agáchate Tonto!" es su interpretación de lo que es una revolución, así lo denota un dialogo de la cinta: “La revolución, la revolución. Yo sé muy bien cómo empieza. Llega un tío que sabe leer libros, y va donde están los que no saben leer libros, que son los pobres, y les dice ¡Ha llegado el momento de cambiar todo, aquí va haber un cambio! Y los pobres van y hacen el cambio. Luego, los más vivos, los que leen libros se sientan alrededor de una mesa, y hablan y comen, hablan, hablan y comen, y mientras ¿qué fue de los pobres diablos? Todos muertos”.



De todos los filmes que rodara Leone desde su primer western “¡Agáchate Tonto!” es seguramente el más olvidado de todos. Cuando hablamos de Sergio Leone siempre acudimos a sus primeros trabajos, a “Érase Una Vez en América” o nos acercamos hasta “Érase Una Vez en el Oeste”. Quizás sea porque la película no era tan grandilocuente como sus filmes anteriores, o porque no era el western que el público pueda esperar, o tal vez porque falló en los Estados Unidos. Pero "¡Agáchate Tonto!" tiene, al fin y al cabo, el pulso de Leone: sus escenas de fuerte contenido visual y su humor escatológico, sus personajes de doble lectura y doble moral, flashbacks recurrentes (inspirados en esta ocasión en la obra de John Ford), la violencia y el sexo sucio y rápido, su pesimismo misántropo y los originales planos con curiosos movimientos de los actores y divertidas sorpresas (véase, la escena del vagón de tren). Todo lo que hizo grande a Leone y nos entusiasma a sus fans está ahí, pero quizás de modo más disperso, o tal vez de modo más indirecto. "¡Agáchate Tonto!" no es una obra menor, pero sí una obra diferente, cuya historia de hombres poco heroicos (no sólo en el sentido normal del término, sino también en el sentido del antihéroe del cine leoniano) tal vez no sea un directo en la cara como sus tres primeros westerns, o un potente y bello crochet en la mandíbula, o un ciclópeo mafioso. De hecho, al final la historia acaba siendo una especie de fábula sobre la cara y la cruz de la revolución y de los ideales. Además, un montaje no muy afortunado fomenta esta sensación de encontrarnos ante una historia desbalanceada. En este último western, Leone da rienda suelta a todos los vicios y virtudes que le caracterizan, empezando con un inicio un tanto dubitativo y pasado de tuerca que se sostiene por el gran duelo interpretativo de los protagonistas: un torrencial Rod Steiger y el siempre efectivo James Coburn, pero la función mejora y se compensa progresivamente a lo largo del metraje, más centrada en el conflicto bélico en el que los protagonistas se ven inmersos convirtiéndola en una gran cinta; con todo lo que eso supone hay que verla. Si eres fan de Sergio Leone y no la has visto, ¿a qué esperas?



“Opulento y ambicioso western del maestro”

domingo, 13 de noviembre de 2011

Zack y Miri Hacen una Porno

Director: Kevin Smith
Año: 2008 País: EE.UU. Género: Comedia Puntaje: 7.5/10
Interpretes: Seth Rogen, Elizabeth Banks, Jason Mewes, Gerry Bednob, Traci Lords, Katie Morgan, Craig Robinson, Tom Savini, Jeff Anderson, Brandon Routh y Justin Long



Zack (Seth Rogen) y Miri (Elizabeth Banks) son dos amigos que se conocieron en el instituto y a los que les cuesta afrontar la edad adulta, pues a sus veintitantos años, se ven inmersos en deudas, para hacer dinero rápido deciden montar una empresa para grabar porno amateur con sus amigos, mientras rueden las películas, descubrirán que sentían algo más el uno hacia el otro que la platónica amistad que les había unido hasta ahora. Muchos catalogaron a esta cinta como “la resurrección de Kevin Smith”, a mi parecer esto no es así, solo se trata de una buena cinta de Smith, “Zack y Miri Hacen una Porno” es una película sorpresivamente previsible. Denota la vuelta de un director que en sus tiempos sabía jugar con los tópicos de una generación urbana dedicada al fanzine y al merchandising, y que se perdió irremisiblemente en productos sonrojantes como "Padre Soltero" (2004). Pero aun así con “Zack y Miri Hacen una Porno” Smith vuelve a rescatar ese espíritu de un estereotipo social relativamente reciente en nuestras sociedades, pero afincado de manera definitiva: el de aquel para el que la vida consiste en un espectáculo y se convierte en un chiste casero, que además es todo aquello de lo que aún no se ha hecho una película. Kevin Smith es un tipo listo, consciente del agotamiento de su fórmula personal, ha echado mano de la inagotable máquina de oro que es Judd Apatow para dar un necesario soplo de aire fresco a su cine, sin renegar por ello de sus obsesiones y discursos (a su vez muy parecidos a los de Apatow). Así esta cinta de Smith podría colar perfectamente como secuela de "Ligeramente Embarazada" (2007) no sólo por su reparto, si no por una similitud a veces excesiva en su argumento (o por lo menos, moraleja), humor, cameos, tratamiento según temáticas e incluso diálogos.


El principio de la cinta es duro pues recuerda, o al menos intenta remedar, el estilo Apatow. No hay diálogo que no gire en torno a los genitales, aficiones y ocupaciones sexuales, llegando a resultar cansino, como resulta en general cualquier diálogo repetitivo, sólo es aliviado por la extraordinaria química que desprenden Elizabeth Banks y Seth Rogen. Porque sí, queridos lectores: “Zack y Miri Hacen una Porno” es la prueba patente y descarnada de que un hombre no tiene que ser guapo para resultar atractivo. Que Rogen ejerza de galán de comedia y encima salga triunfante del aprieto es algo que debería hacer reflexionar a los metrosexuales de toda la vida. La gracia de su personaje, basada en el humor y la seguridad en sí mismo, le convierten en un activo romántico de primer orden aún e incluso cuando pronuncia frases como "se me han quemado los pelos de los huevos". Elizabeth Banks se ve disminuida en ocasiones por el tono que desarrolla Smith, obligándole a pronunciar unas frases que si bien ya quedan mal en el agreste físico de Rogen, a duras penas cuesta creerse que dos seres humanos puedan mantener ese tipo de conversación continuamente. Gracias a los benditos puntos de giro, pronto se entra en materia y cuando los protagonistas deciden realizar un porno amateur para saldar sus deudas, es en ese momento que Smith manda a tomar viento a la moda, utiliza la foto de Apatow y empieza a hacer lo que mejor se le da: recrear el estilo "geek". Aunque tal vez todo este discurso caiga en saco roto, y sea injusto decir que Smith bebe del productor de "Super Cool" (2007), cuando en verdad sea éste quien quizá le deba absolutamente todo a su actor fetiche, Seth Rogen. Y ya se sabe que si A es igual a B y B igual a C...vamos, que si una cosa queda clara de todo este batiburrillo es que hay un nombre que brilla con luz propia (como siempre) y ese no es otro que el del rollizo actor.



Evidentemente, los actores suponen un gran acierto para el correcto funcionamiento de “Zack y Miri Hacen una Porno”, pero sería injusto olvidarnos de la labor de Kevin Smith, guionista imparable cuando está en forma, como demuestran no sólo sus películas. Caracterizado por coquetear siempre con el mal gusto y evitándolo a última hora (aunque también cayendo en él, en algunas ocasiones), sus mejores películas se caracterizan por diálogos tan picantes como naturales o incluso “freaks”, en los que el cineasta aprovecha para dar rienda suelta a sus inquietudes sobre las relaciones, los jóvenes, las drogas, la cultura underground y el sexo. Recordemos el memorable discurso de Superman y Lois Lane y su imposibilidad de mantener relaciones íntimas. Haciendo gala de una madurez inaudita en él pero propia de su edad, en “Zack y Miri Hacen una Porno” Smith ha logrado un equilibrio muy cercano a la perfección entre la ordinariez y el buen gusto, entre el humor y el corazón, la gamberrada y la madurez. Porque otra de las grandes virtudes de su propuesta radica en que si bien se trate abiertamente de sexo, haya escenas de alto contenido erótico con desnudos integrales tanto femeninos como masculinos (esto último, otra apatowada más) y momentos de caca-pedo, nunca da la sensación de estar viendo un sucedáneo de "Road Trip" (2000) y otra gamberrada más a lo "Jay y Bob el Silencioso Contraatacan" (2001), sino más bien de una comedia romántica pensada y sentida como, qué curioso, "Ligeramente Embarazada". Claro que también está ahí, al acecho, la consabida dosis de comedia romántica al uso de nuestros días, disfrazando sus intenciones más almibaradas bajo la adecuada capa de acidez y burrada de trazo grueso…pero que no por eso deja de estar ahí (una patente, por cierto, que ha conseguido monopolizar Judd Apatow, hasta el punto de que uno le busca en los créditos sorprendido de que no ande por ahí.



No cabe duda que uno de los grandes atractivos de cine porno es su aspecto paródico del cine convencional. De hecho es posible que ese sea su único atractivo (aparte de lo evidente). La parafernalia que toda la troupe, integrada entre otros por la mismísima Traci Lords, monta para rodar "La Guarra de las Galaxias", con todas las líneas disparatadas haciendo juegos de palabras como "Ano Solo" hacen que la película despegue completamente. Es en ese momento cuando el humor deja de estar basado en sonrojar a las abuelitas de la audiencia con registros de tipo gamberros y se comienza a explorar situaciones cómicas de verdad. Comedia que no hace más que crecer hasta la conclusión del filme. Ahora bien, dejando a un lado las situaciones divertidas derivadas del rodaje del vídeo, como dijimos anteriormente el eje central de la trama es una comedia romántica como la copa de un pino. Y quizá esa es la parte más floja del guión ya que cuando la trama pasa su acto central, la historia va teledirigida y muchas veces parece de libro de recetas. Si algo tenia “Mi Pareja Equivocada” (1997) es que pese a ser una historia similar, la estructura no se dejaba encorsetar por la obligación de acabar con todo el mundo feliz y en su sitio, si no que dejaba el final abierto a varias interpretaciones. “Zack y Miri Hacen una Porno” es más bien convencional en ese sentido lo que en mi opinión le resta frescura al conjunto. Pero quizá lo más evidente es la evolución de Smith como director. Aquí se ha preocupado de mimar momentos concretos de la narración, y sorprende con movimientos de cámara muy expresivos que facilitan la comprensión de los sentimientos de los personajes. Que Kevin Smith no es Scorsese dirigiendo, es más que sabido. Que jamás nos deleitará con diálogos tarantinescos o con profundas metáforas a lo “Matrix” es también más que sabido. Que Kevin Smith es un maestro en hacer interesante lo cotidiano y divertido lo anodino es un hecho. No es una película pensada para cinéfilos, ni para sabiondos, ni para gente culta, es humor asurdo, te puede gustar o no.



Si hay un caso en el que un debut fulgurante termina pesando como un encasillamiento, ése debe de ser el de Kevin Smith. Su ópera prima, “Clerks” (1994), se convirtió en todo un símbolo de los noventa, y el santo y seña de una generación curtida a los sones del grunge y de los inicios de la desilusión por la incapacidad de acceder a una seguridad que parecía prolongar la adolescencia. Y claro, esa enorme sombra se ha cernido sobre prácticamente todo lo que ha hecho después. Y lo peor es que las comparaciones, en general, nunca han sido demasiado favorables a sus nuevas propuestas. Aún así, hay que reconocer que, cuando vuelve a lo que mejor sabe hacer, Kevin Smith gana. Y en “Zack y Miri Hacen una Porno” hay suficiente dosis de ese Smith como para que la película transcurra con una saludable mala leche y diálogos que podrían ser los firmados por un Woody Allen formado en la cultura de los cómics, la serie B y los largos atardeceres de centro comercial. El momento cúspide de la película es, sin lugar a dudas, la secuencia en la que Zack y Miri, hacen el amor, por primera vez, delante de las cámaras. Les digo de verdad que pocas veces se ve una situación tan bien llevada. Como es preparada la coyuntura creando las expectativas, cómo está rodada y montada, como incluso es aliviada con toques de humor porque de no ser así posiblemente algún que otro espectador estallara con tanta tensión romántica/sexual no resuelta que se resuelve...vaya, que sólo por esa escena y por ver lo que virtuosismo detrás de una cámara, merece la pena ver esta cinta. Aquí Smith parece estar mucho más cómodo, y pisar un terreno lo suficientemente conocido como para no tropezar… o para que lo más comercial, convencional y previsible no termine hundiendo el conjunto. Desde luego, no estamos ante un título inolvidable, pero sí uno que nos arrancará alguna que otra sonrisa. Además, veremos los perfiles de un mundo que marcó nuestra memoria cinéfila. Y ya saben: la nostalgia también juega su papel en esto de sentarse en una butaca y disfrutar de una película.



Y así, sin ser una gran película, “Zack y Miri Hacen una Porno” sí que termina funcionando como un buen entretenimiento, en gran parte por lo ajustado de las interpretaciones, empezando por un Seth Rogen que cada vez consolida más su estatus cómico, y una Elizabeth Banks que no le va a la zaga. Su química acaba haciendo que la historia (por otro lado de manual, por más que las referencias al sexo oral y anal se entrecrucen una y otra vez en los largos diálogos marca de la casa) se sostenga. Y es lo que explica que el rodaje de su escena de sexo, uno de los pilares de la cinta y que incluye uno de sus mejores gags verbales, acabe por reforzar el filme. No faltan las referencias cinéfilas y mitómanas de Smith (a “Star Wars”, al aluvión de lo que todavía hay gente que sigue denominando “subcultura”), con momentos tan jocosos como convertir a Brandon Routh (el protagonista de la fallida “Superman returns: El regreso”) en… ¡un actor porno gay! Y cómo no, el universo de los que ya son treintañeros y aún no han comenzado lo que se supone que es la vida, atrapados en empleos precarios y un consumismo infantil que nunca les deja levantar cabeza. Acompañando a la pareja protagonista, una pléyade de secundarios (fantástico Justin Long, como siempre) cuyos personajes les recordarán los mejores momentos de Kevin Smith. Y que quede claro, un desnudo frontal de Jason Mewes, también conocido como "Jay". Curioso que toda esta banda trabaje prácticamente en exclusividad con Smith. Una película divertida, que mejora claramente cuando se libra de la última tendencia repelente, cosa que pasa pronto, afortunadamente, es una comedia romántica en el sentido más ortodoxo de la expresión y que para ello se vale de un medio tan heterodoxo como "el cine porno". Una buena experiencia para aquellos que no tengan reticencias ante ciertas temáticas/posturas. Recomendada para gente que cree que el atractivo sexual se lleva por dentro.



"Divertida, romántica pero cruda a la vez”

domingo, 6 de noviembre de 2011

Cartas desde Iwo Jima

Director: Clint Eastwood
Año: 2006 País: EE.UU./Japón Género: Bélico/Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Ken Watanabe, Kazunari Ninomiya, Tsuyoshi Ihara, Ryo Kase, Shido Nakamura, Hiroshi Watanabe, Yuki Matsuzaki y Takumi Bando



En los inicios de 1945, los ejércitos norteamericano y japonés se vieron las caras en Iwo Jima. Décadas después, varios cientos de cartas son desenterradas del suelo de esa inhóspita isla, las cartas ponen cara y voz a los hombres que allí lucharon, era una época en que los soldados japoneses eran enviados a Iwo Jima sabiendo que, con toda probabilidad, ya no regresarían. Al mando de la defensa se encontraba el extraordinario general Tadamichi Kuribayashi (Ken Watanabe), cuyos viajes a Norteamérica le han revelado la naturaleza inútil de la guerra, pero también le han proporcionado un conocimiento estratégico sobre cómo hacer frente a la imponente armada norteamericana que se aproximaba por el Pacífico. Sin más defensa que la pura voluntad y las rocas volcánicas de la propia isla, la táctica sin precedentes del general Kuribayashi transformó lo que se preveía como una derrota rápida y sangrienta, en casi 40 días de combate heroico e ingenioso. A Clint Eastwood no le bastaba con brindarnos la magnífica “La Conquista del Honor” (2006) para retratar la contienda de Iwo Jima, en plena postproducción de aquélla se le ocurrió la idea de contar la misma historia desde el punto de vista japonés, logrando con ello tener un más amplio campo de visión sobre los horrores de la guerra en general, y no ofrecernos únicamente el lado americano, algo a lo que estamos ya demasiado acostumbrados. Y que conste que el primer filme es totalmente antiamericano, ya que Eastwood, una vez más, retrata lo que le parece repulsivo de una contienda y sus consecuencias, aunque para ello tenga que criticar a su propio país. “Cartas desde Iwo Jima” es la otra cara de la moneda, y la que ha salido ganando a “La Conquista del Honor”, dada la escasa repercusión que ha tenido, además la apuesta es arriesgada en todos los aspectos, ya que el filme de Eastwood es una obra atípica mire por donde se mire, totalmente a contracorriente, sin la más mínima concesión al público, acostumbrado a otro tipo de cine, salvo en Japón, claro, donde la película se ha saldado como un estruendoso éxito comercial.


En los últimos dos decenios, Clint Eastwood ha transformado la tarea de cineasta en un oficio de compromiso moral, en el que siempre desde una mirada conservadora, ha analizado las grietas del sistema estadounidense, de la forma en que ha escrito su historia a conveniencia. Al igual que en “Los Imperdonables” (1992), en donde la heroicidad era un mito, es decir, algo creado a posteriori, en el díptico dedicado a la batalla de Iwo Jima, Clint Eastwood opera de igual forma, con la idea de denotar que en una guerra hay dos bandos con razones diferentes, pero éstas no son la clave, el sentido se encuentra en que en ambos bandos hay seres humanos que, muchas veces por azares de la vida, se han visto en un conflicto que poco les podía importar. Hay que señalar que en esta aventura de desmitificar una historia escrita por los vencedores, Clint Eastwood la aborda con valentía tomando un episodio de la Segunda Guerra Mundial (de una guerra victoriosa para Estados Unidos) y no, por ejemplo, de la guerra de Vietnam, acto que hubiera sido mucho más simple. A su edad y sabedor de que cada película que filma ha de tener un valor en sí misma, Clint Eastwood rueda “La Conquista del Honor” para desmitificar la gloria de una batalla ganada y “Cartas desde Iwo Jima” para humanizar una batalla cruenta, para hacer notar, en tiempos en que la violencia parece ciega, no es solo acabar con un pasado sino con potencial futuro de la persona fallecida. Además “Cartas desde Iwo Jima” es intimista, llena de diálogos casi eternos, en escenas casi minimalistas protagonizadas simplemente por dos soldados. El filme es enormemente contemplativo, haciendo hincapié en dichas conversaciones, que son las que nos hacen ir conociendo mucho más a los personajes. Y por supuesto están las famosas cartas, que los soldados van escribiendo cuando tienen tiempo, y que casi siempre van destinadas o a sus parejas o a sus familias más cercanas. Única y exclusivamente es el espectador el testigo de lo que ponen esas cartas, un acierto por parte de Eastwood y su guionista, la japonesa Iris Yamashita, que logra un guión mucho más completo que el de “La Conquista del Honor” en lo que a las relaciones de los soldados se refiere, funcionando mucho mejor en algunos aspectos, como por ejemplo, los flashbacks.



Además, Clint Eastwood huye de los referentes temporales más cercanos como “Rescatando al Soldado Ryan” (1998) o “La Delgada Línea Roja” (1998), para construir su díptico mediante la asunción de unos códigos genéricos definidos, en este sentido “Cartas desde Iwo Jima” opera como la otra cara de “Arenas Sangrientas” (1949) y se aleja del horror impostado de “Rescatando al Soldado Ryan” (no hay más que señalar que Eastwood comienza “La Conquista del Honor” de forma parecida a la película de Spielberg, pero nunca realizaría una trampa como la que ejerce Spielberg cuando engaña al espectador con el punto de vista de “Rescatando al Soldado Ryan”, haciendo balancear el tono de la película entre la memoria, el recuerdo de unos hechos vividos, que configurarían la primera persona, la mirada subjetiva, y la historia mostrada, equivalente a la tercera persona), y huye de la búsqueda del paraíso terrenal, que no existe para Eastwood, en islas vírgenes en el que se adentra Terrence Malick en la estupenda “La Delgada Línea Roja”. Dos razones hicieron de la isla de Iwo Jima un eje clave de la contienda bélica. La primera razón, estratégica, era la necesidad de Estados Unidos de poseer un lugar cercano a Japón en donde su aviación pudiera aterrizar y repostar. Iwo Jima tenía dos aeródromos y una instalación de radar, cuya destrucción facilitaría el bombardeo de Japón. La segunda razón, de carácter ideológico, era el hecho de que apoderarse de Iwo Jima era conquistar una parte de Japón, con el consiguiente efecto desmoralizador hacia sus enemigos nipones. Hacer una película de guerra para demostrar su absoluta falta de sentido acarrea dos problemas esenciales, cinematográficamente hablando. El primero tiene que ver con la carencia de originalidad y sorpresa: ya hay mucho trabajo realizado sobre este asunto. El segundo, más indirecto, tiene que ver con un estado actual del mundo, porque evidentemente no bastan los numerosos llamados y campañas en contra de las guerras para que éstas dejen de existir como una alternativa posible de resolución de un conflicto entre países, civilizaciones o seres humanos. El hombre evidentemente no aprende y una película, una sola mirada, no es herramienta suficiente. Probablemente esto haya influido en Clint Eastwood a la hora de decidirse a realizar dos largometrajes y dos miradas sobre una misma batalla, es allí donde tiene ya algunos puntos ganados.



Sólo en cierto momento, Eastwood cede el testigo a sus personajes, en cuanto a la lectura de una carta se refiere. Sin desvelar nada, es uno de los momentos más bellos del filme, tan inesperado como lógico, y en el que una vez más queda clara la admiración de Eastwood hacia el western. Y ahora que hablo de western, aprovecho para decir que sorprendentemente, “Cartas desde Iwo Jima” parece un western en toda regla. Esos personajes solitarios, alejados de su hogar, mordiendo el polvo en algunos casos, remiten constantemente hacia las claves del género y su romanticismo. Así pues, podríamos decir lo mismo de su actor principal, un inmenso Ken Watanabe, que proporciona simple y llanamente una de las mejores interpretaciones del año, que injustamente no ha sido valorada por los críticos. Watanabe se convierte en el alter ego de Eastwood, de la misma manera que los actores que protagonizan las películas de Woody Allen cuando éste sólo las dirige. Su personaje está lleno de humanidad y misterio, y logra algo que no lograba “La Conquista del Honor”, que el espectador empatice enseguida con el protagonista. Y por supuesto, en los momentos finales, Eastwood lo reviste con ese tenebrismo tan personal de sus obras, marca casi obligada de la casa. Esa es otra de las diferencias de este filme con su versión americana. El hecho de que estos personajes nos llenen más, y conectemos más con ellos, hacen que mostremos más interés por ellos y sus respectivas historias. Incluso podemos decir que algunos sobresalen por encima del resto, como por ejemplo le ocurre al personaje llamado Saigo, al que da vida un joven Kazunari Ninomiya, y que está sencillamente espléndido, sirviendo de nexo de unión entre los demás personajes, incluido el de Watanabe. Ninomiya protagoniza uno de los momentos más emotivos del filme, cerca del final, y uno de los pocos en los que suena la maravillosa música de Kyle Eastwood y Michael Stevens, que se acerca a lo compuesto por Clint Eastwood para algunas de sus películas, pero perfeccionándolo, y haciendo una banda sonora fácilmente recordable y llena de emoción. Eso sí, suena vigorosamente en contadas ocasiones, ya que la película procura en todo momento no caer en el sentimentalismo, aunque lo que nos está contando es terrible y emotivo. Pero es una emoción contenida, que te corta la respiración, y como sólo los grandes maestros saben mostrar.



“Cartas desde Iwo Jima” se revela como una apuesta personal de Clint Eastwood. Su audacia formal, rodada en tonos tan apagados que a veces parece que asistimos a una película en blanco y negro, en donde abunda la oscuridad, el hecho de que esté hablada en japonés, es una muestra de la posibilidad que ofrecía esta película al público estadounidense de mostrar la necesidad de enfrentarse con una realidad que no han querido analizar o desmitificar, y con un presente en el que su país, de forma arbitraria, invade países y encarcela e incomunica a centenares de prisioneros sin juicio alguno. Para el público japonés “Cartas desde Iwo Jima” es un acto de redención, pero Eastwood no escatima la crítica a una moral obsoleta, la que produce que muchos mueran en nombre del emperador y su divinidad y la obsolescencia de un sistema de valores jerárquico en donde no todas las vidas valen lo mismo. El momento en que un grupo de soldados japonenses decide, en una escena espeluznante, suicidarse haciendo explotar granadas junto a su cuerpo lo atestigua. Con tonos sombríos, y una creciente claustrofobia, asistimos a una batalla en donde el enemigo, ahora el bando aliado, no está representado, pero a la vez es algo más que un ente desconocido. Debido a la presencia japonesa, encerrados en un alambicado juego de túneles para no ser vistos y protegerse, estos túneles se manifiestan como la imposibilidad de mirar hacia afuera, debido a los continuos bombardeos que sufren, de saber en donde se encuentra el enemigo, y de que éste pueda aparecer por sorpresa. Eastwood se marca otro tanto en su carrera como realizador, componiendo la que probablemente sea la película más arriesgada de toda su filmografía. Primero por filmarla enteramente en japonés, segundo, por alejarse de toda forma convencional vista hasta ahora, y tercero por optar por un tratamiento seco y duro, que hará que muchos espectadores no logren entrar en la historia. Personalmente para mí es un completo acierto. Eastwood, una vez más, haciendo lo que le viene en gana, sin tener en cuenta al público. Y como siempre, con esa tranquilidad que le caracteriza, esta vez mucho más que en otras ocasiones, tomándose su tiempo para contar las cosas, y haciendo un análisis de lo que supone una Guerra, casi inédito. Las batallas, que hay bastantes a lo largo de la película, están mostradas con un realismo casi espeluznante, muy alejado de su obra anterior, y siendo prácticamente innovadoras. En ellas, salvo en contadas ocasiones, jamás vemos al bando contrario, ya que sólo intenta mostrar las consecuencias personales en el bando del que somos testigos de los hechos.



Todo el filme es lo mismo que hacía en “La conquista del Honor”, pero mucho más cruel, más directo, más terrible. Eastwood enlaza esas secuencias con las largas conversaciones entre los soldados, y los recuerdos de cada uno, sin que decaiga el interés ni un sólo instante. Para ello se vuelve más clásico que nunca, y esta vez no tendremos que compararlo con su admirado John Ford, pero sí podríamos quitar paralelismos con el cine de Yasujiro Ozu, uno de los grandes del cine japonés, y al que Eastwood se acerca irremediablemente en esta película. Es impresionante comprobar como un director tan americano como Eastwood, se vuelve totalmente oriental, y con sumo respeto y admiración, nos brinda un filme totalmente asiático en el concepto, pero con esos toques personales tan característicos de su cine. Sobre ese eje temático, “Cartas desde Iwo Jima” se desarrolla en una narración lineal, salvo unos breves flashbacks que recaen sobre el pasado de algunos de los protagonistas, que discurre con el clasicismo del denominado como el “último de los clásicos”, con una perturbadora claustrofobia que recuerda a las cintas bélicas de Anthony Mann, una seca violencia que entronca con Sam Fuller, la mirada intensa y equidistante de John Ford, la fuerza en la puesta en escena de las batallas provenientes de Akira Kurosawa, para acabar con la serenidad de Yasujiro Ozu. No hay en ella espacio para las florituras visuales, la cámara siempre está donde debe de estar para informar al espectador y no para engañarle o desorientarle, el montaje es preciso y minucioso, sin permitir florituras, los planos tienen esa duración determinada que nos permite ver y comprender el horror de lo que sucede ante nuestros ojos, y no como, muchas veces sucede, para que imaginemos pero no veamos, y así no reflexionemos sobre la crudeza de los hechos. Todo ello, para construir una película honesta, ejemplar, modélica, un ejemplo de entereza ética que impide cualquier maniqueísmo, cualquier escapatoria. “Cartas desde Iwo Jima” muestra como se puede convertir una película que no es más que la sucesión de acontecimientos de una larga y cruenta batalla, en una reflexión sobre lo absurdo de la mitificación de la palabra “patria” y “héroe”, y sobre la brutalidad de la guerra, de cualquier guerra. Una nueva gran obra en la carrera de un cineasta, capaz de renovarse a cada nuevo trabajo que hace.



"Apoteosis de emociones"