domingo, 30 de octubre de 2011

Hard Eight

Director: Paul Thomas Anderson
Año: 1996 País: EE.UU. Género: Drama/Thriller Puntaje: 7.5/10
Interpretes: Philip Baker Hall, John C. Reilly, Gwyneth Paltrow, Samuel L. Jackson, Philip Seymour Hoffman y F. William Parker



Sydney (Philip Baker Hall) un misterioso apostador sexagenario encuentra a un joven llamado John (John C. Reilly), sentado cerca de un restaurante y le ofrece un cigarrillo y un café, cuando Sydney se da cuenta de que John está tratando de conseguir dinero suficiente para el entierro de su madre, le ofrece llevarlo con él y hacer dinero en los casinos, escéptico al principio, John termina aceptando. Dos años más tarde, cuando todo parece andar bien, aparece Clementine (Gwyneth Paltrow), una camarera y ocasional prostituta dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero. “Hard Eight” es el primer largometraje del director estadounidense Paul Thomas Anderson, quien nos deja un buen sabor de boca en su debut, además de darnos una pizca de cine elegante, algo muy raro para un principiante. La película no es un thriller al uso, ya que usa un ritmo extremadamente pausado al que parece que le cuesta arrancar hasta que le llega su momento. En “Hard Eight” ya se nota claramente la esencia de sus trabajos posteriores: planos largos con movimiento de cámara, elegancia sin alardes y sobriedad en la puesta en escena, excesivo mimo al guión y notables interpretaciones, que le han catapultado a ser uno de los directores más interesantes y prometedores del panorama actual. Con un presupuesto paupérrimo, una experiencia extraída de sus cortometrajes y un curso que le brindó el taller de realización del Sundance Institute y sin haber cumplido los veintiséis años, Anderson realizó un filme simple, interesante y bien estructurado, donde la sencillez y lentitud suponen credibilidad y la complejidad se encuentra en el interior de esos personajes solitarios.


El escritor y director de “Hard Eight” es una imagen madura y segura, tiene un conocimiento sólido de los fundamentos del cine, es por eso que Anderson no sigue ciegamente el camino que Hollywood le da, pero esto se vera en sus posteriores cintas como “Boogie Nights” (1997) y “Magnolia” (1999), pero “Hard Eight” ya es una prueba más que notable de que su carrera prometía, añadiendo dosis de drama y humor negro, la cinta es una historia de redención y venganza en un paraíso de seres marginados y al borde del abismo, y narrada con credibilidad y con apunte psicológico en cada uno de sus protagonistas, especialmente la fría relación paterno-filial que se establece entre Sydney y John que conducirá a un secreto cada vez más revelador con la llegada del chantajista Jimmy (Samuel L. Jackson). “Hard Eight” sigue un esquema muy propio del cine independiente norteamericano; con una brillante ambientación (el interior de los casinos o el oscuro exterior de las calles), muy constante en las películas policíacas. Pero Anderson no lo pone fácil; invita al espectador a ser atraído por una atmósfera y unos personajes absorbentes, lo que da al filme un aire de teatralidad sugerente, elaborado a partir de un argumento sencillo pero escrito con mucha ambición. “Hard Eight” no es ninguna obra maestra, ni tampoco lo pretende. Aún así, tenemos el privilegio de asistir a un excepcional retrato de personajes errantes, supervivientes de una vida que no querrían. La sutil narrativa de Anderson permite que nos volquemos de lleno en los infortunios de estos perdedores, que nos empapemos con la ternura, el amor o el paternalismo, aquí expuestos, pero también con el dolor, el desgarro o la pesadumbre que azotan a nuestros protagonistas. El cineasta sabe moverse, como pez en el agua, dentro del género con el que ha decidido debutar, controlando y utilizando con temple los recursos que tiene a manp. Consigue con maestría enmascarar el “leit motiv” del filme, brindándonos, casi para el postre, una escena que capta, como pocas, la esencia de esta fatalista historia.



Como suele ocurrir en las creaciones de bajo presupuesto, tienen dos opciones: el éxito o el fracaso de la película, y creo que la cinta de Anderson va por la primera opción, porque Anderson sabe aprovechar muy bien a cada uno de los personajes principales, cada intérprete aportar algo de mérito para el producto terminado. Hall, se presenta como una figura de unidad y difusor de la sabiduría en general y da vida a Sydney con una facilidad discreta, en el rostro arrugado de este personaje, no solo se ve la consideración y la preocupación, sino la sensación de que él ha estado aquí antes, después de haber cumplido su condena, Sydney ahora puede sentarse y pensar en los demás, tomar el tiempo para observar a la gente, verlos jugar y tal vez mostrar su verdadero yo. El que está bajo su mirada paternal es John, hábilmente interpretado por Reilly, que maneja su lenguaje corporal magistralmente, en un principio Sydney cae en espiral de desconfianza hacia él, pero poco a poco pasa a la confianza. El vínculo entre Sydney y John da “Hard Eight” su forma y su corazón. A pesar de tener menos funciones, Paltrow y Jackson dan de lo mejor de sí en la pantalla, teniendo una inusual confianza en sus interpretaciones. Al igual que Hall y Reilly, ambos comprenden el método de Anderson, que pesca con caña las interpretaciones de sus actores, de tal manera que los personajes se comportan como se podría esperar. Básicamente “Hard Eight” se toma su tiempo sobre el desarrollo personal, negándose a forzar el ritmo con la mecánica de la trama, y el elenco reaccionan bien a este tratamiento. Con esta cinta, Anderson nos cuenta una historia de almas perdidas, desgraciados sin rumbo cuya máxima meta en la vida es la del devaneo por la misma, vagando de un lugar a otro cargados de remordimientos y de soledad. Sus personajes son tan tristes que no dudan en aliarse con cualquier desconocido para poder dar un poco de sentido a su existencia.



Como dijimos anteriormente uno de los aspectos más logrados de la película es precisamente la caracterización de ese Sydney, que es un personaje pulcro, directo, elegante y siempre con la respuesta adecuada partiendo desde sus labios, es todo un enigma de principio a fin. El admirable trabajo de Philip Baker Hall, que eleva su rol a la categoría de icono clásico, es un estilo de formas que se compenetran con armonía dentro de un formato con un cargado sabor a cine negro. Es sólo con algunos puntos de la historia que Anderson se tropieza, haciéndola reiterativa a veces, es evidente que en esos puntos flácidos es mejor dejarlo a la imaginación del público, y que este lo resuelva a su manera, el problema es que Anderson tiene que terminar de alguna manera la historia, después de haber capturado su atención en las primeras escenas, porque en la mayor parte de la película te preguntas ¿Cual es la importancia de Sydney en la historia?, es decir, donde hay un método donde explicar esta pregunta. Cuando viene la explicación, es un poco decepcionante. Sin embargo y curiosamente, esto no es hace caer el hilo conductor de la cinta. La importancia de la motivación de Sydney se desvanece a medida que nos adentramos en la historia, sustituido por una cierta simpatía hacia los otros personajes, un deseo de entender y ver cómo su vida funciona, sólo se convierte en menos importante. El apartado musical está comandado por el compositor Jon Brion y el cantante Michael Penn. El otro elemento sonoro que aporta al metraje se encuentra en el “chill-out”, prueba de ello esta la presencia del blues con el maravilloso tema “Sydney’s Doesn’t Speak”, que acompaña una de las mejores escenas de la película. Además podemos encontrar otros estilos, que dan lugar a unas partituras pausadas, armoniosas e intrigantes que encuentran su alternativa en una pieza que recuerda a las mejores melodías que se suelen (o solían) componer para películas del Oeste: la sencilla y preciosa “Leaving the City”.



Paul Thomas Anderson con esta cinta ya daba muestras de su asombroso talento en la puesta en escena, con un estilo pausado e hipnótico. Los diálogos y las situaciones son creíbles e intensos, los personajes hacen gala de una gran humanidad y veracidad. Consigue mantener la atención del espectador en todo momento creando un clima de tensión y angustia, más allá de la forma en que encaja la historia, en la parte técnica Anderson trabaja con su fotógrafo Robert Elswit, que demuestra un sutil estilo visual, que radica en la función de la cámara y su lugar en el gran esquema de cosas, con esta técnica Anderson sostiene el marco de una aparente eternidad, que mantiene un control sobre la tensión y la incertidumbre. En el otro extremo se encuentra el “Steadicam”, un dispositivo que Anderson aparentemente adora, hay una escena increíble en uno de los casinos, donde la cámara sigue Sydney mientras camina a su mesa de juego. Vemos las luces, los apostadores, de vez en cuando el enfoque pierde la vista de Sydney, entonces naturalmente la cámara es levantada lentamente, es una pieza exquisitamente elaborada y el brillo de la sala es ideal, Anderson sabe lo que quiere y sabe cómo conseguirlo. Esta es claramente la película del estudio de caracteres que previamente Anderson ha realizado con paciencia, el pulimiento del guion puede revelar la dignidad de su cine, la dependencia, la amistad y sobretodo las cualidades humanas. Sin duda sus pasos son medidos al milímetro. Pero hay que reconocer que “Hard Eight” no será para todos los gustos, pero no podemos negar que en el contexto del guión Anderson se acercan a la perfección. En definitiva es una gran película, cuyo hilo conductor es un personaje protagonista con un estilo que merecería reproducirse en otras cintas por la perfección de su dibujo, su lograda atmósfera y magnífica dirección completan el resto de este melancólico y oscuro relato de pobres diablos que buscan una luz al final del túnel. Recomendable paro los aficionados a este director.



"Templado y elegante filme negro contemporáneo"

martes, 25 de octubre de 2011

El Aviador

Director: Martin Scorsese
Año: 2004 País: EE.UU. Género: Biopic/Drama Puntaje: 08/10
Interpretes: Leonardo DiCaprio, Cate Blanchett, Kate Beckinsale, Alec Baldwin, Alan Alda, Willem Dafoe, Jude Law, John C. Reilly, Gwen Stefani, Ian Holm, Brent Spiner, Rufus Wainwright, Amy Sloan y Danny Huston



Howard Hughes (Leonardo DiCaprio), es un hombre que con el poco dinero que heredó de su padre se trasladó a Hollywood, donde amasó una gran fortuna. Fue uno de los productores más destacados del cine americano durante las décadas de los treinta y los cuarenta y llegó a ser dueño de la RKO Radio Pictures. Pero Hughes, además de productor, fue un gran industrial y comerciante que desempeñó un importante papel por sus innovaciones en el mundo de la aviación. Orson Welles dejó bien claro en 1941 que todo tiene un precio y que el poder acaba pasando factura. Charles Foster Kane (William Randolph Hearst, para ser más precisos) finiquitaba sus días recluido en la mansión Xanadú, clamando por los años perdidos, por un tiempo en que jugaba en la nieve totalmente despreocupado y en el que "Rosebud" únicamente era una palabra escrita en un trineo. El Howard Hughes de Martin Scorsese y el guionista John Logan, por su parte, abre los ojos al mundo desde sus propias obsesiones, con el deletreo incesante, compulsivo de un vocablo que marcará el devenir de su historia: "cuarentena". Al igual que en “El Ciudadano Kane” (1941), la palabra se convierte en un referente íntimo que define, a la par que transforma, una personalidad bañada en el materialismo, mucho más compleja de lo que su visión externa puede aparentar. Este empleo del término como motor fundamental tanto en la estructura narrativa como en la descripción psicológica de un personaje mantiene una doble vertiente por parte de Scorsese: por un lado, la reafirmación de la extrema cinefilia del cineasta ya que, amén de la evidencia directa a la obra maestra de Welles, el hecho de que “El Aviador” se desarrolle en la época dorada del clasicismo hollywoodiense es suficiente motivo para que Scorsese construya su particular homenaje al período. Por otro lado, la delimitación íntima de un personaje, cuyas obsesiones personales quedan perfectamente descritas con una palabra, tal y como los más insondables deseos de Kane quedaban expresados con otra.


“El Aviador” repasa, así, la faceta pública, profesional y personal de Hughes, sus triunfos y fracasos, deteniéndose con especial atención en su carrera como director, tras dilapidar tiempo y dinero con la cinta “Hell’s Angels” (1930), lanzó a la fama a Jane Russell en “El Forajido” (1943), enfrentándose a la censura produjo “Scarface” (1932) de Howard Hawks, en sus logros en el terreno de la aeronáutica, como piloto e ingeniero diseño revolucionarios prototipos, batió récords de velocidad, y se hizo cargo de la TWA, siempre estuvo marcado por las rivalidades con la competencia a causa del monopolio de la Pan Am en las aerolíneas comerciales y las oscuras trabas gubernamentales, y en sus relaciones amorosas con las mujeres, subrayando los affaires que mantuvo con Katharine Hepburn, quien le dejó por Spencer Tracy, pero por quien guardaba un gran respeto dada la complicidad que los había unido, y con una Ava Gardner comprensiva pero con reparos. Siempre sin dejar de lado la perspectiva de una enfermedad que mermaba la vida de este controvertido genio loco, apasionado y vulnerable, rodeado de gente y sumido en su trabajo, pero en el fondo solo, imponiéndose constantes retos para no perder el rumbo. En definitiva, es una de esas historias que nos recuerdan al común de los mortales, haciendo las veces de trillado consuelo para la mayoría, que los ricos también lloran y que el dinero no compra la felicidad. “El Aviador”, por tanto, debe entenderse, sobre todo, como el esbozo de una personalidad que, progresivamente, se va cerrando en sí misma. Más que un fresco sobre una etapa histórica, o un retrato quizá demasiado compasivo de las clases más poderosas, el filme de Scorsese queda conscientemente centrado en los paraderos internos de Hughes. Y es aquí donde radica su mayor acierto, así como su mayor hándicap. Mediante el soberbio trabajo de interpretación de Leonardo DiCaprio, la película disecciona de forma tan meticulosa como consecuente los progresivos problemas mentales del magnate, con un acierto digno del mejor Scorsese. Haciendo del montaje una herramienta fundamental en la dosificación de los diversos estados (una edición más serena en las manías higiénicas iníciales y un ritmo acelerado en la explosión de locura que centra el filme), al autor de “Casino” (1995) lo único que parece interesarle es la descripción de un carácter inestable, el descenso a unos infiernos que nada tienen que ver con los de sus anteriores personajes, el declive mental de Hughes es una respuesta altiva contra el mundo que le rodea, un grito de rebeldía contra una comunidad de la que, más por interés que por gusto, tiene que formar parte. Ante ello, resulta imprescindible la secuencia de la comida con la familia de Katharine Hepburn, en la que Hughes tiene perfecta adecuación social, pero no puede evitar la sensación de hallarse extremadamente incómodo. La perfecta metonimia que los Hepburn representan en esta escena, define la idiosincrasia de unos estratos sociales, que despiertan el inconsciente rechazo de Hughes.


Además es una virtuosa reconstrucción de un hombre y su época, la cinta va trazando ese poema de ampulosidad operística de esplendor aventurero a través de la mirada de un personaje caótico y revolucionario, próvido amante con agitada vida sentimental. Pero, ante todo, deteniéndose en sus litigios personales contra un periodo de absolutismo político, social y en el mundo del cine. Tres apartados que sirven a Scorsese para exponer su dominio de la narrativa en secuencias que tienen como protagonistas a un Louis B. Mayer que menosprecia a un ambicioso Hughes, cuando éste pide dos cámaras más para incorporarlas a las 24 que ya tiene para "Hell’s Angels", el enfrentamiento en los despachos de la MPAA contra Joseph Breen, que dirigió el sistema de censura de Hollywood y en su final, el brillante planteamiento del juicio en el que Owen Brewster pretende hundir al magnate en beneficio de Juan Trippe, dueño de la todopoderosa Pan Am. Todo ello evidencia una personalidad inabarcable, movida de forma desbordante por la pasión de la ambición y el talento. Pero en la vida sentimental de Hughes, el cineasta y su guionista han preferido concentrar este aspecto en la relación más importante de su vida; la que estuvo a punto de acabar en boda con Katharine Hepburn, ilustrado en uno de los momentos más románticos del cine de Scorsese, mientras Hughes observa pilotar a Hepburn y consciente de su escrupulosidad, mira la botella de leche de la que acaba de beber la actriz para, sin miedo, sorber con la seguridad de haber encontrado un alma gemela, una inconformista como él que comprende sus paranoicas manías, aunque, como reconoce el personaje de Hepburn poco después, “Howard Hughes es demasiado Howard Hughes”. Scorsese encuentra en esta generosa producción, que oscila entre el aliento épico, el drama intimista, el melodrama romántico, la comedia socarrona y la reconstrucción más glamourosa del Hollywood dorado, una oportunidad inmejorable para dar rienda suelta a todo su talento técnico tras las cámaras, combinando planos abiertos, cerrados, picados, contrapicados, travellings y juegos de encuadre con absoluta intencionalidad. No sólo domina el pulso de la narración, apoyándose en el dinámico y efectivo montaje de su habitual colaboradora Thelma Schoonmaker, las casi tres horas de duración resultan del todo amenas y substanciosas, sino que compone, con magistral pericia, algunas secuencias memorables, ya sea cuando se propone trasladar la demencia de Hughes en imágenes, su hundimiento en reclusión o su percepción paranoica de la realidad, ya sea cuando escenifica las acrobacias de las naves en el aire, incluido ese aparatoso accidente que casi le cuesta la vida.


Asimismo, la labor de otros colegas recurrentes, como Dante Ferretti al frente del diseño de producción, Robert Richardson en el apartado fotográfico, realzando los colores digitalmente para obtener el cromatismo del Technicolor propio de aquella época, y el despliegue del vestuario creado por Sandy Powell, logran una puesta en escena lujosa, elegante, acorde con la exquisitez de los ambientes y los tiempos en que se movía Hughes. En lo que se refiere a la banda sonora, las composiciones originales de Howard Shore comparten espacio musical con canciones propias de la primera mitad del siglo XX. "El Aviador" es el vehículo idóneo para que Martin Scorsese haya podido componer eso que tanto tiempo llevaba buscando: una entusiasta oda de amor al cine clásico, al viejo Hollywood, con una cuidada reconstrucción estética y argumental. Rebelde y kamikaze no sólo en el aire, sino también en el cine, en la vida y en el amor, la figura de Hughes es englobada en esta película en un próspero lapso de tiempo para el millonario, ubicándose tan sólo en sus dos décadas más gloriosas, ya que si bien podría haber recogido numerosos capítulos de su abrumadora biografía, Scorsese ha preferido destinar el metraje a sus logros, parte de su enajenación creciente y al taxativo viaje al tormento de un personaje problemático, de esos que tanto fascinan al director. No estamos, por tanto, ante un biopic, ni mucho menos ante una hagiografía, ni siquiera se ocupa "El Aviador" en desglosar los episodios más importantes de su vida como poderoso magnate, amante o aviador, sino que Scorsese y John Logan sitúan este periodo fraccionándolo a lo largo de un viaje interno, de la lucha de un hombre contra sus infiernos. Un viaje a la cima del mundo que tiene como regreso un amargo tránsito a una habitación solitaria y mugrienta. Como su propia vida, inmersa en un concepto enfermizo, a modo de virus que coartaba su colérica propensión al aislamiento, Hughes se enfrentó a todo aquello que pudiese romper sus ambiciones y deseos, con un apego a la trasgresión de los cánones de su época, de un modo obsesivo, como todo en Hughes. En ese sentido, el filme muestra un personaje atormentado e inadaptado por su forma de ser, aislado debido a una sociedad que no le comprende, por lo que Hughes no está muy lejos de los representados en Travis Blickle, Henry Hill, Jake La Motta o Jesucristo, pues todos ellos unen sus caminos en un sendero de perdición, entre la paranoia y la desalentada lucidez de una confusión gradual.


Posiblemente si Howard Hughes hubiera muerto en uno de sus aparatosos accidentes de avión, habría sido recordado como un mito, como aquellos que viven intensamente y dejan un bonito cadáver. Al no ser así, Scorsese disecciona un recorrido que transcurre del mito a la caricatura, del héroe mediático a un personaje grotesco víctima de sí mismo, recluido en un apartamento, torturado por sus propios delirios de grandeza. Una estructura que no abandona Scorsese con esa insurrección de Hughes en el juicio final, mostrando su mayor brillantez y saliendo airoso de sus acusaciones cuando parecía que su locura y manías habían acabado por devorarle. Y lo hace centrado en una historia de dobles sentidos y perspectivas, bajo las que subyace la enérgica imaginería de uno de los grandes clásicos. Para Leonardo DiCaprio el reto de interpretar a Hughes le podría, a priori, haber quedado muy grande, debido, en gran parte, a la invitación al histrionismo que conlleva dar vida a un personaje en constante declive, pero el resultado es un espléndido trabajo de contención encomiable, tanto en la interpretación de los arrogantes éxitos de Hughes, como en su degeneración psíquica, su sordera y los problemas de identidad. DiCaprio deja emerger el lento intimismo de un hombre enfermo, atrapado por sus fobias, sus malsanas obsesiones y ese miedo que le conduce de forma inevitable a locura y la soledad. Del resto del reparto sobresale la exactitud y el riesgo con la que la gran y luminosa Cate Blanchett aborda un papel tan difícil como es el de dar vida en una interpretación conmovedora, con los amaneramientos y sofisticación de la gran impulsiva e indócil Katharine Hepburn. John C. Reilly, el sobresaliente Alan Alda y un cada vez mejor Alec Baldwin componen minuciosamente los apoyos de DiCaprio. No se puede decir lo mismo de la pobre Kate Beckinsale, que sale un tanto desafortunada en su recreación de Ava Gardner. Mejor suerte corren Gwen Stefani, Jude Law y Kelli Garner al realizar prácticamente un cameo. Scorsese, al que se ha intentado equiparar en minuciosidad y arrojo al mismísimo Howard Hughes, observa a lo largo del filme a su personaje con la perspicacia, la compasión y, hasta cierto punto, la admiración necesaria para concebir una película que, más allá de su grado de "encargo", es una cinta donde cada rasgo, cada plano y la disposición narrativa con la que lo aborda se identifica.



Finalmente, “El Aviador” se perfila como una obra sobresaliente por su envergadura, los recursos y la extensión de su metraje que ayudan a una buena coordinación, casi se diría que inmaculada, además con una prestancia y una realización meritorias. Sin embargo, se echa de menos a aquel Scorsese que, en el pasado, asumía riesgos y reinventaba los géneros, y al que tal vez el fracaso en los Oscar que se llevó con “Pandillas de Nueva York” (2002), le hayan hecho caer, en esta ocasión en una ortodoxia y una complacencia, “El Aviador” es una película académica, en el sentido más encorsetado de la palabra; poco representativa de su ingenio, creo que es demasiado clásica para un personaje que rompía moldes, eso es lo único que se le puede reprochar a este notable filme y con ello vuelvo al principio, con otro retrato de un magnate ambicioso y despiadado como el que Orson Welles forjó en "Ciudadano Kane", es allí donde Welles demolió a conciencia todas las reglas escritas y no escritas sobre cómo debía realizarse una película, y nos ofreció una obra revolucionaria que cambió la concepción del cine, Scorsese ha decidido aprovechar "El Aviador" para dar toda una lección de clasicismo, en una película a ratos perversa pero que habrá provocado no pocas sonrisas de felicidad en sus productores, seguros de poder vender bien este estupendo producto. Curiosa paradoja ésa de retratar a un hombre que se complacía en romper las reglas y rechazar el "no puede hacerse" con una obra tan sumamente académica. No es, por tanto, una película narrativamente innovadora como pueden serlo otras obras de Scorsese, pero no se puede negar que da gusto ver a este grandísimo director poniendo toda su habilidad al servicio de una historia contada con todo el glamour y la grandeza que tanto escasean en el Hollywood actual. Sus concesiones a la comercialidad harán de esta radiografía sesgada un entretenido producto para la mayoría, pero dejará con hambre a aquellos que conocen el potencial creativo de Scorsese, y por tanto, saben que pueden exigirle más compromiso artístico. Empero, la película no queda exenta de algún que otro problema, a priori intrascendente, aunque acaban por evitar que “El Aviador” alcance el nivel que sus múltiples aciertos apuntan. Una de las mayores virtudes de Scorsese consiste en describir a un personaje en todos sus flancos en apenas una secuencia; la omisión de ciertos detalles de la biografía de Hughes, tales como su furibundo anticomunismo o su turbadora relación con Jean Peters también hubieran complementado y otorgado una mayor variedad de matices a la película, pero han quedado lamentablemente obviados por Scorsese y Logan. Aun así, “El Aviador” no vive de personajes secundarios ni de elementos no planteados. La película es un deslumbrante ejercicio de estilo que revela a un Scorsese mucho más contenido que de costumbre, un verdadero regalo de alguien sabedor del significado de la palabra "cine".



"Asombrosa película, hecha como se hacían antes las películas"

sábado, 22 de octubre de 2011

Red Social

Director: David Fincher
Año: 2010 País: EE.UU. Género: Biopic/Drama Puntaje: 09/10
Interpretes: Jesse Eisenberg, Andrew Garfield, Justin Timberlake, Armie Hammer, Joseph Mazzello, Max Minghella, Rashida Jones, Brenda Song, Rooney Mara, Malese Jow, Trevor Wright y Dakota Johnson



Una noche de otoño del año 2003, Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg), alumno de Harvard y un genio de la programación, se sienta delante de su ordenador y empieza a desarrollar una nueva idea. Lo que comenzó como un pequeño medio de comunicación en la universidad pronto se convirtió en una revolucionaria red social: Facebook. Seis años y 500 millones de amigos después, Mark Zuckerberg es el billonario más joven de la historia. Pero a este joven el éxito no le ha traído más que complicaciones personales y legales. Vivimos en el siglo XXI. Hasta ahí todo bien ¿no?, necesitamos que nos quieran o que los demás piensen que los demás nos quieren, tenemos que mostrar que somos listos y que tenemos buen gusto, ansiamos ser reconocidos en todas las vertientes y variantes que esa palabra aglutine, queremos ir a fiestas tremendas, sonreír junto a ellos, demostrar que somos únicos entre tanta gente, ser ocurrentes, estar a la última, saber hasta lo que nos puede hacer no querer saber más, apostar si la chica que te gusta tiene novio, si ya te borraron de la lista de amigos en la que nunca fuiste realmente un amigo y adivinar si alguien te echó de menos el fin de semana pasado, infinitos infinitivos que esconden el pulso cansado de una sociedad que dejó de comunicarse debido al ruido que provocaba sus comunicaciones. Aceptar por fin que estás solo y que es domingo y que hoy no hay ninguna chica que quiera ir contigo a un restaurante, luego a tomar una copa y tal vez después a compartir risas, lambrusco, almohada y sudor. Al ver el cartel de la cinta, uno no recuerda películas cuyos anuncios destaquen únicamente, los nombres de su guionista y su director, “Red Social” es una de ellas, y con razón. Porque no cuesta rastrear en sus fotogramas una prodigiosa simbiosis total entre el texto escrito por Aaron Sorkin (el inolvidable creador de la extraordinaria serie “The West Wing”) y la plasmación en imágenes de David Fincher, que consigue el prodigio de que lo mostrado en pantalla nunca vaya a simple remolque del aluvión de información de los diálogos, sino que incorpora, a las líneas de los personajes, el soporte perfecto para que todas las sugerencias contenidas se desplieguen.


Partiendo del libro “Multimillonarios por Accidente” de Ben Mezrich, el director de “Zodíaco” (2007) salta con insultante dominio del relato con tonalidad de realismo mágico inspirado en F. Scott Fitzgerald, a la adaptación de esta historia (también) sobre la gestación de nuevos ricos. “Red Social” fundamentalmente habla del poder y de la expansión en un sistema que conecta dos elementos básicos como el lenguaje y la emoción; de cómo la sofisticación del primero (a través del poder) es capaz de disfrazar la vulnerabilidad del segundo creando una herramienta emocional dirigida a ramificar un poco de nuestros interruptores en el espacio virtual. El relato de esa creación, como el de la modernidad, es una tragedia. En “Wall Street” (1987), Oliver Stone nos hizo aceptar como axioma que la ambición es buena, sobre todo cuando el capitalismo salvaje no conoce un enemigo eficaz (si acaso, él mismo) que frene las fluctuaciones de la bolsa. Más de veinte años después, Sean Parker continúa el mantra que popularizase el personaje interpretado por Michael Douglas. Lo importante es amasar capital lo más rápido posible, porque lo “cool” no es tener un millón de dólares, sino un billón. He aquí una curiosa mutación: el capitalismo salvaje de finales de los 80 abraza la realidad virtual con la promesa de permanecer en la cúspide más tiempo del que permite el mercado de valores. Porque, a diferencia de la caprichosa mecánica de la bolsa, Facebook es un estilo de vida que continuará funcionando a través de futuras implementaciones. La crisis de los países desarrollados no limita el desarrollo del capital emocional. Al contrario, exige la expresión de ese malestar creando grupos, actualizando perfiles o manifestando el estado actual de las cosas. La crisis es la condición de posibilidad del capitalismo emocional salvaje: siempre necesitamos un espacio donde volcar nuestras experiencias cotidianas, es por eso impactante ver a Zuckerberg el billonario más joven del mundo, retratado impecablemente vía su homólogo en la ficción, como un rico sin mucho interés por el dinero, siempre inmerso en códigos de programación y reacio al contacto social y fiestas que sí son de la devoción de perspicaz consejero Sean Parker (acertado Justin Timberlake).


La historia de “Red Social” es por encima de todo, el relato de un abandono. Erica (Rooney Mara) deja a Mark porque está cansada de aguantar su comportamiento atípico. Y Mark traiciona a Eduardo (Andrew Garfield), su amigo, porque envidia algo que sólo podrá conseguir a través de Facebook: la aceptación. De hecho, el drama del filme consiste en los intentos de su protagonista de no resignarse a aceptar su falta de conexión con la realidad, con las personas y sus emociones. La tragedia se mueve a través de los mecanismos dramáticos que Mark utiliza para resistirse a la verdad, buscando una certeza imposible, para encubrir su deseo de disponer de habilidades sociales bajo una interfaz que permita entrar en conexión con todo ese terreno vedado: la sociedad. La alienación social de Zuckerberg, algo tiene que ver con un anhelo de aceptación que contrasta salvajemente con el casi millón de agregados que luce en su perfil. Jesse Eisenberg, sin abandonar su favoritismo por cierta vertiente “nerd”, se muestra inmenso y entendedor de la estrecha relación entre inteligencia, soledad y rencor de su personaje. Fincher, por su parte, deconstruye el sentimiento a través de una narración en “flashback”, que recapitula desde la mesa donde demandantes y demandado se reúnen, alternando vigorosos duelos dialécticos con hedonistas capítulos universitarios en los que el portento visual del realizador y la inspirada música de Trent Reznor y Atticus Ross consiguen perfecta amalgama. La realidad del éxito y de la felicidad verdadera queda cuestionada por Fincher, como es el caso de la amistad aparente levantada sobre palabras vaciadas de contenido y subidas a golpe de un “click”. Frente a unos hombres que se mueven a ritmo de impulsos, dos mujeres (el resto son maniquíes de compañía) que se erigen en el sentido común que les falta a todos ellos: la mencionada Erica y la abogada del juicio, las únicas con los pies en la tierra y que entienden el sentido de la amistad. Una constelación de millones de amigos virtuales y sólo algunos de verdad para un genio creativo desorientado, porque la realidad se le ha ido de las manos y se ha quedado colgado de la red. En este sentido, Fincher es implacable y rompe la película en numerosos fragmentos sin perder claridad narrativa y manteniendo el tono alocado de la historia, con tantas subtramas como puntos de vista se ofrecen para dirigir esa naciente empresa que, por momentos, amenaza con destruir la paz social.


Todos sentimos la necesidad de expresar nuestras emociones de manera personal o bajo el anonimato. Este texto sería un ejemplo de ello, como también lo sería cuestionar su objetivo y mis intenciones. Hay que buscar la clave de “Red Social” en las mismas coordenadas que la mencionada “Wall Street”: ¿Por qué la ambición es buena? ¿Por qué y para qué tener miles de amigos en Facebook? ¿Por qué la historia de su creación implica un relato de dolor? Basta recordar que en el filme de Oliver Stone la falta de escrúpulos de Gordon Gekko le conducía a ingresar en prisión. Sin embargo, en la película dirigida por David Fincher sucede lo contrario; la falta de escrúpulos de Mark le conduce a encabezar las listas de jóvenes multimillonarios y al reconocimiento social. ¿Significa eso que estamos ante otra clase de capitalismo mejor aceptado? Significa que estamos ante uno de los mejores retratos del estado de salud de nuestro tiempo, en el que el triunfo se mide a través de la necesidad. Si Don Draper anunciase Facebook, diría que se trata de un estilo de vida; por eso y bajo esa premisa Facebook es la comunicación adecuada para nuestros tiempos, por tanto, de una herramienta necesaria para nuestro desarrollo humano. En “Red Social” todo va a velocidad de vértigo, como la vida de su protagonista y la propia expansión de Facebook entre los internautas. Desde el inicio, David Fincher imprime a los acontecimientos e imágenes un ritmo tan endiablado como el de las ideas que asaltan la mente del joven informático de Harvard. No hay tiempo que perder para hacerse con el mercado ni tampoco para ser uno de los amigos de esa red social, donde hay que estar presente. La vida pasa muy deprisa y se corre el riesgo de quedarse atrás, y por eso todo vale…sólo hay que pulsar una tecla y agregarse al club virtual (o darse de baja). Fincher no hace únicamente un biopic de Mark Zuckerberg como creador de Facebook, sino que levanta la radiografía de una sociedad que necesita manifestarse y que le presten atención, que es frágil en su estructura y efímera en sus relaciones, y que muchas veces parece desorientada en su búsqueda de éxito…caiga quien caiga.



“Red Social” también narra la arquitectura de una idea, no cesa de ofrecernos apuntes y pequeños detalles para subrayar el impacto de nuestra vida interior en la génesis de una obra. Apenas cuesta imaginar Facebook como la gran fábrica de explotación de los sentimientos, en tanto se nutre de la actualización constante del estado de sus usuarios; en otras palabras, se define a partir de la vida de los otros, no de la suya propia. En esa definición hallamos el auténtico drama de la historia urdida por Aaron Sorkin: Mark es otro vampiro, como los ladrones de ideas o los “brokers” desalmados del parqué de Wall Street. Pero es una clase de vampiro más sofisticado, un vampiro cuya gran creación es, al mismo tiempo, el testigo de su dolor, de su falta de vida; el recuerdo de que ese sentimiento durará para siempre: la imposibilidad de vivir una vida en sus propios términos, porque su lenguaje, su mundo, todo él está construido a partir de experiencias ajenas, estados ajenos (nos gusta o nos disgusta) y emociones ajenas. Y es a través de esa distancia desde donde observamos la personalidad hermética de su creador, un veinteañero que vigila celosamente el estado de su creación mientras, en su soledad, se cuestiona por qué no puede hacer lo mismo, la realidad, en definitiva, no se actualiza o reforma a la misma velocidad con la que un perfil lo hace tecleando F5. Por encima de la complejidad de la recreación de los primeros estertores del nacimiento de Facebook y de las opiniones que los implicados puedan tener desde la vida real, la propuesta triunfa desde su mismo planteamiento, centrado en equilibrar el aspecto meramente informático/críptico con el desarrollo de los componentes humanos de la historia; Zuckerberg idea una comunidad mundial, al margen de fronteras, cuando en realidad puede contar sus amigos con los dedos de una mano. Inteligente, genial, egocéntrico, posiblemente difícil de encajar en las distancias cortas, germina su obra a partir de un desencanto amoroso y una idea ajena (inferior, pero ajena a pesar de todo), escondiendo su trágica soledad personal, intrínsecamente atada a su compleja moralidad (reniega de los anunciantes, pero los celos le dominan), que dinamita sus relaciones hasta puntos altamente dramáticos en sus consecuencias vitales.



Buenas interpretaciones de Jesse Eisenberg y de Andrew Garfield como pareja protagonista, entre la genialidad obsesiva del nerd y la inocencia juvenil del financiero. No faltan momentos de comicidad, especialmente en torno a los gemelos Winklevoss, por ejemplo en su encuentro con el rector, ni tampoco temas para la discusión, como ese derecho a la propiedad intelectual y la ética. Pero, sobre todo, tenemos la necesidad de establecer relaciones sentimentales. Con “Red Social”, Fincher ha definido el tormento y el éxtasis de una generación que no duda en abrazar la tecnología como una extensión necesaria de su identidad, aunque el trasvase entre realidad y realidad virtual diluya aspectos fundamentales de nuestro “yo” (ahí está la filmografía del malogrado Satoshi Kon para atestiguarlo), uno de esos aspectos fundamentales es el que caracteriza este despiadado retrato del creador de Facebook: cómo la necesidad de alcanzar un objetivo nos hace olvidar el camino que elegimos para alcanzarlo. La diferencia con respecto a otras historias es que sus protagonistas apenas son post-adolescentes que empiezan a intuir lo complicado que es vivir en el mundo. De ahí, precisamente, el énfasis que pone Fincher en no dejar correr ninguna pieza de este complejo entramado emocional que supone el desarrollo de Facebook. Cada nuevo paso en la consolidación del producto significa una nueva pérdida en nuestra interacción con la realidad, un nuevo salto hacia una red (sin red de seguridad) en la que disipar eficazmente los defectos, errores y problemas como arquitectos de nuestro futuro. Ahí está el drama de esta maravillosa película: El conflicto no sólo está en sufrir o no, en explorar o en explotar; el conflicto está en lo poco tolerantes que somos a la frustración. Mark crea Facebook para darse otra oportunidad en un entorno en el que el fracaso nunca tendrá el mismo eco, (podrá borrarse, editarse, modificarse, y tantas cosas como sean necesarias) que en su desafortunada relación con Erica. Y en ese movimiento en falso está la definición de una generación cuya mejor crónica es “Red Social”. En fin, que podrían hacen valer a esta cinta como precioso memorándum de las condiciones de entrada a una futurible sociedad de la desconexión.



“Una película espléndidamente hecha"

jueves, 20 de octubre de 2011

Summer Wars

Director: Mamoru Hosoda
Año: 2009 País: Japón Género: Animación/Ciencia Ficción Puntaje: 08/10
Productora: Madhouse Studios



“Summer Wars” está ambientada en Japón en un futuro próximo, donde se ha creado la ciudad virtual de OZ, accesible desde casi cualquier dispositivo (móviles, consolas, televisores, ordenadores). Muchísima gente alrededor del globo tiene su avatar en OZ, donde se puede relacionar con otros, realizar compras (de productos reales o virtuales), jugar o realizar gestiones administrativas. Kenji Koise, un estudiante de secundaria superdotado para las matemáticas, está trabajando durante el verano en el mantenimiento de los sistemas de OZ, tras perder en un concurso de matemáticas, quedara muy enojado, pero esto pasara cuando Natsuki Shinohara, la chica más popular del instituto, le pide que le acompañe de vacaciones a la casa de su familia en Nagano. Una vez allí descubre que la familia de Natsuki es una familia noble cuyo linaje se remonta al siglo XVI y no conserva mucho dinero pero sí la enorme casa familiar en el campo, donde se reunirá todo el clan para celebrar el 90 cumpleaños de su matriarca, la abuela de Natsuki. Pero los problemas comienzan cuando Natsuki le pide que simule ser su novio para tener contenta a su abuela. Mientras está allí, recibe un enigmático mensaje para descifrar un código que le intriga. Cuando lo descifra, descubre con espanto que ha ayudado a una inteligencia artificial a burlar la seguridad de OZ, desencadenando un ataque al sistema que hará que millones de usuarios pierdan su cuenta y que la propia seguridad mundial peligre. Pero afortunadamente no estará sólo en la batalla que se desencadena, la familia de Natsuki le dará su apoyo. “Summer Wars” es la segunda película de Mamoru Hosoda desde que se convirtió en freelance y abandonó la compañía Toei, donde había trabajado en la serie de “Digimon”. “La Chica Que Saltaba a Través del Tiempo” (2006), fue su debut como independiente, consiguiendo muy buena acogida de público y crítica, por ella recibió 23 premios en distintos certámenes, entre ellos "El Premio Anima't" a la mejor película de animación en el "Festival de Sitges" del 2009. “Summer Wars” cuenta con el mismo equipo creativo y está producido por el mismo estudio, Madhouse, uno de los más pioneros del Japón.



“Summer Wars” tiene dos tramas; en una se plantea el ataque a la red OZ y en la otra se cuenta la dinámica de una familia grande. Cada una es interesante y está muy bien construida por separado, pero la principal virtud de la película es que logra unirlas perfectamente, sin fisuras. En la película el director reivindica la humanidad en un mundo tecnificado, el encanto del encuentro personal contra las relaciones virtuales del presente. Hablamos de una obra maestra cuando la épica del discurso no ahoga nunca ninguna de las historias íntimas, y en tanto que ambos mundos confluyen perfectamente en armoniosa unidad. Montada a modo de comedia ligera en su primer acto, poco a poco se va introduciendo (de fondo) a un subtrama de la que acaba alimentándose todo el filme: el mundo virtual pasa a ser el real, los problemas comienzan cuando un "hacker digital" ataca la seguridad del sistema. El problema es que todo el mundo, las empresas y organizaciones forman parte de dicha red social: imagínense algo como Google, un sistema desde el cual a través de cuentas de administrador puede variarse el sistema de tráfico de la ciudad, la comunicación (tele, radio, prensa), etcétera. Los efectos se dejan sentir al instante: los semáforos de todo el mundo se comienzan a volver locos, las bolsas de valores del mundo están totalmente fuera de control, los satélites GPS son manipulados totalmente al azar… se comienza a vivir un caos en el mundo real. Lo que la películas animes actuales consiguen por la vía de la estética, en cuanto a disolución de las fronteras entre animación e imagen real, Hosoda lo consigue por la vía de la narrativa, en un ensamblaje perfecto. Un perfecto mecanismo de reloj que fluye con inusual serenidad, sin que haya ningún elemento que cruja. Es una película ideal para romper prejuicios y que puede atrapar a un público de todas las edades.



La trama familiar es la gran protagonista de “Summer Wars”; la familia, liderada por una abuela carismática, es retratada de forma entrañable y creíble. El guión mezcla con gran habilidad el retrato de las tensiones familiares con la trama global de la amenaza a OZ, conduciendo a un más que satisfactorio final en que se resuelven ambas cosas. La familia tiene una importancia capital en la cultura japonesa, por ello las historias de familias vistas en su conjunto son uno de los temas recurrentes del cine japonés; han sido cultivadas desde todos los ángulos posibles, desde muchos géneros distintos y por los más variados cineastas. En “Summer Wars” se nos describe una antigua familia noble, que participó en multitud de guerras, perdiendo muchas pero orgullosa de siempre haber luchado con todas sus fuerzas. Actualmente no tienen mucho dinero y nada de noble; sus miembros viven dispersos por Japón y la mayoría son de clase media. Lo único que queda del esplendor familiar es su casa de campo en la prefectura de Nagano espléndidamente diseñada por Yougi Takeshije, colaborador habitual del Studio Ghibli. Takeshije ha creado una casa que es un personaje en sí mismo, grande, apacible, perfectamente integrada a los cielos azules y verdes montañas de la región. Aunque la historia parece muy geek, el mundo de Oz y la forma en que es contada están dirigidos al público en general, por lo que se puede disfrutar a la perfección sin necesidad de ser un erudito en menesteres de internet. Además, los personajes están perfectamente definidos: Kenji de plano es un chico sin mucha experiencia, pero Natsuki y su numerosa familia se llevan las palmas por tan diferentes personalidades y por la forma en que cuidan y ven por los demás miembros. No sorprende que la lucha contra el virus del mundo virtual sea emocionante, ni que el amor surja de encontrar la confluencia de los ideales personales y no de la atracción física.



La red OZ, a diferencia de muchas otras vistas en otras películas, es creíble. Ofrece una interfaz con el usuario agradable y sencillo, es fácil de usar y puede accederse desde casi cualquier dispositivo. Su sistema de avatares y la construcción de los fondos de la ciudad son también buenas ideas; en conjunto es fácil pensar que si llegara a implementar en la realidad cuando la conexión de banda ancha inalámbrica y el “cloud computing” sean un hecho, podría tener éxito. Esto contribuyó en mi caso a engancharme más a la trama. Dejando de lado la credibilidad, visualmente los diseños de los escenarios y de los avatares son espectaculares. A partir de un relato familiar, la película multiplica la riqueza de historias corales y entrelazadas sin perder nunca esa capacidad pasmosa para perfilar cada personaje con sencillez y profundidad en apenas unas pocas pinceladas, por ello “Summer Wars” no es solamente una historia costumbrista sobre las relaciones de diferentes generaciones en el Japón de la era contemporánea, sino una trepidante, afectiva y enérgica cinta de animación, que atrae al espectador desde un principio, sumergiéndolo en un futuro posible de la era digital, sin olvidar la emotividad y la sensibilidad, que hacen en su conjunto que sus dos horas de duración pasen en un abrir y cerrar de ojos. La música de Akihiko Matsumoto es otro milagro, pocas películas sin un leitmotiv musical definido han conseguido amplificar el valor de su intensidad narrativa a través de un universo sonoro tan dispar. El riesgo y la constante inventiva de una banda sonora muy peculiar intensifican la sensación de encontrarnos frente a algo diferente, frente a una película única en su género, frente a un verdadero acontecimiento. Cuando ves la película te preguntas ¿Podrá un simple chico de preparatoria con todo el peso de lo que hizo? ¿Estará el mundo de Oz a merced del hacker? ¿Qué peligros acechan al mundo real si Oz está al acecho de un total desconocido que parece que solo está jugando con todo lo que encuentra en su camino?



Se suele vincular a Mamoru Hosoda como el nuevo Hayao Miyazaki por el carácter intimista de sus historias y por la imbricación entre el mundo real e imaginario, donde el aspecto artificial acaba contaminando más de la cuenta al mundo real. Aquí, un mundo virtual, que lleva al paroxismo las redes de la tecnología de la información ya existente, amenaza al planeta, por culpa de un virus que entra en la red con ganas de tambalear los cimientos del universo regulado y ordenado. Los peligros del exceso de dependencia tecnológica en el que vivimos están patentes, pero Hosoda evita el sermón, para narrarnos de forma ejemplar un relato divertido, vital y entusiasta sin descuidar ninguno de los planos en los que se mueve. Porque la esfera sintética permite desplegar unas dotes fabulosas en lo que se refiere a animación y es donde el largometraje se apega más a las constantes del formato que se escoge. Por otra parte y como dije anteriormente, cuando se centra en el aspecto costumbrista de una familia nipona, con sus tres generaciones reunidas ante el aniversario de la abuela, funciona con la misma perfección de los dramas intimistas de Yasuhiro Ozu, al que seguramente se tenía en mente al hacer esta cinta. La visión de la familia unida, a pesar de las diferencias generacionales, tiene un marcado carácter conservador, acento que le diferencia de las acostumbradas familias disfuncionales de Miyazaki, pero la sensibilidad y el gusto por el detalle salvan un discurso que podría haber acabado en moralina. Y Hosoda logra esquivarlo. Si “La Chica Que Saltaba a Través del Tiempo” era una obra de arte por retratar aquel tímido universo femenino de la adolescencia con tanta delicadeza y pureza narrativa, “Summer Wars” tiene el sabor de la arquitectura narrativa más grande jamás construida. Lo más hermoso de todo es encontrar que incluso en ella los sentimientos siguen siendo lo más importante.



Además el apartado técnico de la película es muy destacable, con un diseño de personajes y de escenarios impresionantes y una animación suave y eficaz, pero es en el guión donde realmente la película tiene su punto fuerte. La historia atrapa, los personajes resultan creíbles y cercanos, su ritmo asegura el entretenimiento y su final es magnífico, cerrando y ligando las dos tramas a la perfección. Según Mamoru Hosoda su intención al hacer la película es que quería contar una historia que pudiera ser aceptada por un rango muy grande de gente, sin importar edad ni género. Sin duda ha superado la prueba, creando además una película notable, divertida y a ratos conmovedora. En medio de batallas virtuales, de mundos imaginarios, de avatares personalizados, de perfección visual y estética en una red social casi perfecta, Hosoda posa la mirada sobre los juegos de mesa que mantienen unida la familia, sobre las bromas y los gestos de unión, sobre esos detalles que acaban formando a la persona y construyendo sus ideales tanto como sus recuerdos. El director se empeña en querer recordar que lo importante en ese universo tecnificado deben seguir siendo las personas, y no la propia tecnología. Hosada todavía tiene mucho que decir, y sigue siendo uno de los directores más prometedores de la animación japonesa en la actualidad, es cierto que la idea principal del argumento no es novedosa, pero si el modo que lo desarrolla, mezclando el presente terrestre de hoy en día, con las tradiciones japonesas familiares, mostrándonos dos mundos, que tendrían que ser diferentes, pero que al final los sentimientos del mundo real son trasladados al ficticio; es admirable. Por último comentar que la animación, los dibujos, dentro de su sencillez creativa y artística, y simplicidad, muestran un gran abanico de personalidades, cada uno de ellos con sus dones y sus propias gracias, que los hacen atractivos y atrayentes para el espectador, y a su vez la hace una ingeniosa película de animación.



“Ingeniosa película de animación en su conjunto”

miércoles, 12 de octubre de 2011

Cotton Club

Director: Francis Ford Coppola
Año: 1984 País: EE.UU. Género: Gangster/Musical Puntaje: 08/10
Interpretes: Richard Gere, Diane Lane, Gregory Hines, Nicolas Cage, Bruce McVittie, Lonette McKee, Bob Hoskins, James Remar, Allen Garfield, Gwen Verdon, Tom Waits, Jennifer Grey, Laurence Fishburne y Fred Gwynne



América, años veinte, en plena época de la prohibición. El Cotton Club es el Night Club de jazz más famoso de Harlem (Nueva York). Su historia es la historia de la gente que frecuenta el local: Dixie Dwyer (Richard Gere), es un atractivo trompetista que busca el éxito y cuya suerte cambia radicalmente cuando salva la vida del gangster Dutch Schultz (James Remar), así mismo la bella y soñadora novia del mafioso Vera Cicero (Diane Lane) se sentirá atraída por el músico, esto provocara que la vida de Dixie corra peligro; por otra parte Sandman Williams (Gregory Hines), un brillante bailarín negro sueña con convertirse en estrella principal de el Cotton Club. Estamos ante un claro homenaje a dos géneros clásicos: al musical y al cine de gangsters. Coppola tiene estilo de director clásico y como su amigo Scorsese, adora los años dorados de Hollywood en el que se fraguaron verdaderas obras de arte. Coppola se encanta por hacerlo de forma reverencial, por lo que todo lo que vemos tiene sensación de haberse visto ya, pero también de que las imágenes están cuidadas al milímetro. No hay nada dejado al azar. Todo tiene que ser una recreación perfecta de aquellos años y, más que lo que eran en realidad aquellos años, da la sensación de que todo tiene que ser como lo captó el cine de aquel entonces, que no es lo mismo. Los gangsters son estereotipados conscientemente, algo parecido como hicieron los Hermanos Coen en “De Paseo por la Muerte” (1990), y aunque no hay casi ni un fotograma que nos sorprenda, se ve con cariño y admirando tanto esfuerzo. “Cotton Club” es un ejemplo de que la imperfección también tiene sus encantos. Una historia que no alcanza la excepcional superioridad de “El Padrino” (1972), a pesar de compartir la autoría de Mario Puzo (quien a su vez se baso en la novela de Jim Haskins), pero que se puede percibir en sus bellos planos angulosos, el contraluz y los callejones humeantes algo distinto.


En 2002 llegó a las pantallas un filme denominado “Chicago”, debut de Rob Marshall en la dirección, que reivindicó para la taquilla los parabienes de un género tan alicaído como el musical, que cosechó todos los laureles posibles en foros críticos de medio mundo, y como colofón, que se alzó con la más preciada estatuilla dorada. Revisando “Cotton Club”, me di cuenta de que algunas de las mejores ideas contenidas en la referida “Chicago” son una copia servil de esquemas narrativos e improntas visuales que se contienen en esta efervescente y ahora olvidada película de Francis Ford Coppola. “Cotton Club” supone una veneración en toda regla a los célebres espectáculos del mítico club que da título al filme y a todos los locales de fiesta que proliferaron en el norte de Manhattan durante los años de la prohibición, los artistas, que en su inmensa mayoría eran negros protagonizaban sus espectáculos, y cómo no, de las vibrantes piezas de jazz clásico que se interpretaban en esos shows y que encandilaron a toda una generación. Partiendo de esa premisa, el filme se construye en todo momento desde una acusada teatralidad: los gangsters se retratan de una forma completamente inversa a los de “El Padrino”, incorporando y enfatizando todos los clichés con los que el arte popular los ha retratado, desde los rostros, hasta su indumentaria, pasando por esas iconográficas metralletas de cartón; algo parecido sucede con los artistas, cuya idiosincrasia farandulera se mantiene en las secuencias cotidianas (lo que ayuda a Gregory Hines a arrancarse una interpretación genial). El artificio deliberado y el glamour sostienen las imágenes y la propia historia. Ello alcanza a muchos detalles argumentales, como el hecho de que Dixie se convierta en icono del “star system” de Hollywood con un filme llamado “Mob’s Boss”, pero radica principalmente en la elaborada planificación y escenografía, véase, por ejemplo, el modo emblemático en el que se filman las secuencias de violencia, una violencia que, una vez más en Coppola, se caracteriza por su afectación y por su identificación con esos patrones narrativos clásicos a los que la película rinde tributo.


Después de un rodaje largo, complicado, muy caro y polémico (son famosas las discusiones entre Coppola y el productor Robert Evans) y finalmente una reacción en general negativa por parte de la critica, acompañada de una fría acogida en taquilla que no cubrió los gastos, hicieron de este megafilme de Coppola sea uno de los más incomprendidos y malditos de su carrera. Creo que poco a poco la crítica ha ido reconciliándose con esta película y ha ido dejando de ser considerada un capricho del genial director americano, descubriendo un filme mucho más cercano al anhelado cine de autor que siempre defendió que al simple intento de repetir el éxito de las dos primeras entregas de “El Padrino”. El tiempo ha desvelado una maravillosa obra que mezcla sin pudor una sentida honra al cine negro y al musical. Esa dualidad en los géneros de extiende al resto del filme, sacando mucho juego a las historias paralelas tanto en la narración como en las relaciones de los personajes. De esa forma de va construyendo una fascinante crónica de una época llena de contrastes en el que un negro podía ser la estrella más cotizada del Club más selecto de la ciudad pero no podía entrar a ver un espectáculo. Además es una personal reflexión sobre la familia a través de las historias paralelas y a la vez divergentes de los hermanos protagonizados por Richard Gere y Nicolas Cage. Un festín visual made in Coppola poblado de personajes perfectamente definidos y unas historias entrelazadas llenas de interés y bien desarrolladas que van formando un rico tapiz de relaciones que aportan un robusto armazón al filme. Material suficientemente bueno para recibir con éxito la labor de un Coppola absolutamente inspirado en la puesta en escena y en la construcción de unos planos de gran belleza plástica. Si hay algo que se le ha echado en cara a Coppola, no sin razón, en su carrera es su prepotencia y sus maneras de ejemplificar que estás viendo una película de Coppola. “Cotton Club” tiene auto homenajes y bromas privadas, también tiene un aura de autenticidad y armonía con lo que está haciendo. Honestidad, en una palabra.



“Cotton Club” pertenece a la lista de películas que pueden cambiar la vida de muchas personas. Además está en la lista de películas con más pérdidas millonarias que supuso la ruina de su productor Robert Evans y que hizo que Francis Ford Coppola entrara en una fortísima crisis y se refugiara en un cine más íntimo e independiente hasta que tuvo que rodar “El Padrino, Parte III” (1990) como única manera de poder recuperar un prestigio y un dinero perdido. Dado su alto presupuesto y su conocido reparto, fue considerada una superproducción que aspiraba a conquistar premios y taquilla, cosas que no consiguió. Cabe recordar que en los premios Oscar de 1984 solo fue nominada en las categorías de Mejor Dirección Artística y Mejor Montaje, como se sabe la gran triunfadora de esa noche fue “Amadeus” (1984) de Milos Forman, no está mal explicar las circunstancias que concurren en una película cualquiera, pero cuando menos hay que tener presente que lo que importa al espectador, lo que realmente le preocupa, al menos de entrada, es lo que finalmente se ve en el rectángulo mágico del televisor o la pantalla del cine, los diversos problema que tuvo para su realización taparon a la película cuando se estrenó, de manera que muy pocos llegaron a ver la película en su estreno con la asepsia necesaria. Ahora el tiempo ha pasado, aquellas circunstancias parecen superadas y “Cotton Club” empieza a poder ser contemplada como un trabajo correcto de Francis Ford Coppola (que llegó al rodaje no al principio y sí para poner un poco de orden en el caos), además al director le sirvió como un elemento para retratar una sociedad y la historia de un país tan complicado como Estados Unidos en los años veinte y principios de los treinta. Las cosas llegan hasta donde llegan, no más. Pero es lo de menos, contemplar “Cotton Club” es sumergirte en una ambientación artística de lujo con algunos de los mejores decorados y vestuarios que se recuerdan sobre ese periodo histórico. Coppola nos recuerda que la belleza del cine puede ampararse en la prestidigitación y el engaño, siempre que se posea el talento para arrancar a las imágenes una fuerza tan espectacular como la que contenían los arrebatos líricos de “Golpe al Corazón” (1982), sobre todo en las secuencias musicales del “Cotton Club”.



Podremos debatir acerca de los motivos de su fracaso comercial y del desencanto de Coppola. De tantas horas de trabajo sin apenas reconocimiento. Las razones que mueven al público a aplaudir desaforadamente una obra o a dedicar a su autor la pitada más ensordecedora nunca han estado demasiado claras. Por influir, influye la propaganda, la política y hasta acontecimientos puntuales que luego la historia olvida. Pero aquí en pleno siglo XXI. “Cotton Club” ha logrado en mi lo que con toda seguridad su director perseguía, sumergirme en un mundo de sensaciones mezcla de vida, ambiciones, intereses, violencia y sobre todo música. Esa música de jazz que riega como un buen vino el excitante manjar nocturno del Cotton Club. Lo novedoso en este trabajo es que se altera de manera imperceptible pequeñas convenciones. Coppola tomando como referente el cine de gangsters, incluye un elemento inaudito en este género acostumbrado de versar sobre capos de la mafia: la mirada de las víctimas. El cine aquí es una especie de “cuarto poder”, una manifestación capaz de denunciar de forma ingrávida los abusos del mundo del hampa, y la música, una herramienta de seducción que permitió a los afroamericanos transformarse en referentes culturales y acceder a espacios a los que estaban vedados. El proceso se vuelve más intenso en 1930, donde los actores de la comunidad de color obtienen pequeños espacios de poder y emprenden una apropiación del barrio, un proceso que fue denominado el “Renacimiento del Harlem” que consistió en la expansión de una cultura afro y de un mayor control territorial de éste, explicado en el filme a través de la formación y organización de mafias negras. No existen protagonistas claros, sino que narra las andanzas de un elenco de variopintos personajes a través del tiempo. Lo hace con ritmo y elegancia, sin que el filme decaiga en sus más de dos horas de duración. La teatral puesta en escena es magistral, que teletransporta al espectador a esa noche americana donde cohabitaron artistas, mafiosos, cabareteras y demás fulanos nocturnos, todos ambiciosos por ascender en su escala social.



Me es imposible destacar un actor o una actriz en un elenco formidable. Todos cumplen a la perfección y ajustan su interpretación a lo que de ellos se exige como integrantes de un maravilloso ballet cinematográfico. Todo encaja y tiene su sentido en un filme donde la música es tan natural como las pistolas, hay encontramos a un sorprendente y joven Richard Gere que encarna muy bien a Dixie (cabe destacar que en algunas secuencias, él verdaderamente toca la trompeta), Gregory Hines esta notable como el soñador Sandman Williams, estos dos personajes entremezclan sus vidas porque hasta entonces solo existían en el paralelismo de la música, casi todos los actores tienen tablas y eso se nota, pero precisamente hay una quien más destaca, una joven y hermosa Diane Lane, que borda su papel de chica del gangster, aportando más de lo que se le supone a una mujer florero, y no nos olvidemos también de la destaca participación de Nicolas Cage...En cuanto a la dirección, nada nuevo, Coppola apuesta por el clasicismo sin florituras y el filme gana en enjundia con ello, dirección concisa y espacio libre para el lucimiento de unos actores que se encuentran cómodos en sus roles. Como dijimos anteriormente la fotografía y la coreografía de los bailes están cuidadas al detalle y se agradece, ya que se disfruta con ambas, además la banda sonora de John Barry es formidable. Guión previsible pero efectivo en el que alguien que tenga un poco de noción de cine negro sabe como acabara todo. “Cotton Club” significa en la carrera de Francis Ford Coppola una nueva inmersión en un género cinematográfico que le apasiona y sobre el que dio sus primeros pasos como director, el musical. Y además fue una película de rodaje difícil… Parece que se ha puesto cada vez más de moda entre la crítica cinematográfica y los comentaristas de televisión hablar más que sobre las películas sobre las circunstancias de producción de éstas (sobre si en ella se ha invertido tanto o cuanto; sobre si tal o cual actor se lió con tal o cual actor o actriz del equipo o sobre si el productor se negó a soltar un dólar más cuando apenas quedaban dos días para terminar el rodaje). En definitiva, un homenaje sincero a dos géneros y dos horas de entretenimiento para aquel que quiera que le cuenten una historia de forma sencilla y sin alardes sin renunciar a cierta calidad cinematográfica.



“Coppola inconmensurable”

domingo, 9 de octubre de 2011

Contra Viento y Marea

Director: Lars Von Trier
Año: 1996 País: Dinamarca Género: Drama Puntaje: 9.5/10
Interpretes: Emily Watson, Stellan Skarsgard, Katrin Cartlidge, Jean-Marc Barr, Udo Kier, Adrian Rawlins, Mikkel Gaup, Jonathan Hackett, Sandra Voe, Roef Ragas, Phil McCall y Robert Robertson



Bess (Emily Watson), es una joven muy sensible, con antecedentes de enfermedad mental, virgen, inocente y perteneciente a una comunidad puritana y fundamentalista, ella se casa con Jan (Stellan Skarsgard), un hombre bueno y vitalista, operario de una plataforma petrolífera, él tendrá que irse a trabajar, luego de pasar con ella unos pocos días de felicidad. Días después, tras comprobar como un compañero suyo regresa por una pequeña fractura en la mano, ella le pide a Dios volver a ver a su marido, pero recibe a éste, parapléjico, víctima de un accidente en la plataforma. Para hacerle feliz primero, y para salvarle después, Bess a pedido de él se sumerge en una espiral de pecado, escandalizando a la comunidad en la que vive, convencida de que su penitencia, su vía crucis particular, hará que Dios devuelva la movilidad a Jan. Al contrario del doctor Rieux, el protagonista de la novela “La Peste” de Albert Camus, que buscaba la posibilidad de ser santo sin creer en Dios, de hacer el bien por el bien sin esperar nada a cambio, Bess pecará para acercarse a su tan venerado Dios, no siguiendo los mandatos de la Iglesia. Solamente su inocencia y bondad lograrán hacer sonar las campanas de Dios, aquellas que la iglesia de su comunidad no posee. Tras realizar películas con cierto aire de thriller y de artificioso estilo visual, como “El Elemento del Crimen” (1984) y “Europa” (1991), apostar por una historia de amor, erotismo y represión religiosa, ambientada en la década de los 70 en una isla de Escocia, rodada con largos planos secuencia y con cámara al hombro sólo podía ser síntoma de dos cosas: perdida de la identidad o genialidad. Quince años después del estreno de “Contra Viento y Marea”, no cabe duda de que los delirios artísticos de Lars Von Trier apenas tengan parangón en el panorama cinematográfico contemporáneo y que su universo creativo unido a su afán de experimentación estética le sitúan en el Olimpo de los directores imprescindibles de la cinematografía de nuestros días.



Un año antes de presentar “Contra Viento y Marea”, Lars Von Trier había presentado el ya histórico manifiesto “Dogma 95”, que proponía un modelo de cine que parecía negar toda la obra anterior del cineasta danés. Rodar en escenarios naturales, cámara en mano, sin iluminación, con sonido directo y sin firma eran los preceptos básicos del nuevo movimiento, fue también el año de “The Kingdom”, la revolucionaria serie de televisión en la que Lars Von Trier experimentaba con este estilo realista en un relato convencional (una serie televisiva de misterio). Y, por supuesto, “Contra Viento y Marea” indagó en estos caminos recién abiertos por el cineasta danés. En la génesis de la cinta concurren varias obsesiones de Von Trier. Por un lado está su deseo de juventud, de cuando estudiaba en la Escuela de Cine de Dinamarca, de rodar una película pornográfica o erótica, en su defecto. Por supuesto, no encontró respaldo para este proyecto, que sus compañeros tomaron, como no podía ser de otra forma, como una maliciosa broma del díscolo y petulante alumno. No obstante, ya por aquella época dirigió un cortometraje titulado “Menthe” en el que se atisbaba esa fijación por el lado más perturbador del sexo. Su proverbial rebeldía se manifestaría, asimismo, en su primer largometraje, “Imágenes de una Liberación” (1982), una historia ambientada en la Segunda Guerra Mundial en la que un oficial de la Wehrmacht sufría una suerte de catarsis o redención tras ser torturado. Esto, unido a la estética que cultivaba por aquel entonces, le valió no pocas acusaciones de nazismo. Es curioso, cuando menos, el hecho de que el patronímico “Von” se integrara en su nombre gracias a una ocurrencia de algunos de sus compañeros de la Escuela de Cine, que se habían formado esa imagen tan elata de él que le acercaba mucho a directores de la talla de Erich Von Stroheim o Joseph Von Sternberg. Lo cierto es que la madre de Lars era una militante comunista que educó a su hijo en los valores rojos, por lo que para él aparentar ese elitismo no era más que una manera de proclamar su independencia. Preciso es decir que Von Trier siempre se ha caracterizado por su afán de provocación y por su ironía.


La película parece estar inundada del espíritu de Carl Theodor Dreyer. “Contra Viento y Marea” tiene mucho de “Dies Irae” (1942) y “Ordet” (1955). Si a ello se le añade unas gotitas de “Justine”, la famosa obra literaria del Marqués de Sade, el cóctel resultante es de una inusitada confrontación de contrastes, un poco loco y en las fronteras de lo ridículo. Desarrollada en siete capítulos y un epílogo (cada uno de ellos, precedido por una toma de un paisaje manipulado infográficamente para dar a las imágenes cromatismos de los pintores belgas René Magritte y Pieter Bruegel, y con canciones pop-rock de los años setenta de fondo) cuenta, una intensísima historia de amor, un melodrama imposible, morboso y, en ocasiones, nauseabundo. Soportar el visionado de “Contra Viento y Marea” es difícil si el espectador no mantiene sus defensas en alto durante buena parte del metraje. Lars Von Trier quería hablar de la bondad irracional y enfermiza de una mujer sacrificada y generosa que acaba convirtiéndose en un mártir. Es así como surgió en su mente la imagen primigenia de Bess. Además esta película es la primera de las tres que componen la llamada trilogía del “Corazón de Oro”. Las dos siguientes serían “Los Idiotas” (1998) y “Bailarina en la Oscuridad” (2000). No hace falta ser un lince para ver las afinidades que hay entre Bess, Selma y Karen. Lars Von Trier empezó a escribir el guión tras el rodaje de “Europa”. En esta ocasión no contó con Niels Vorsel, su mano derecha. En los primeros borradores del guión se planteaba la duda de si Bess obtenía placer de los turbios encuentros sexuales que mantenía a iniciativa de Jan, pero esta duda se desechó en la versión definitiva. Fue un acierto, porque el amor incondicional que siente Bess hacia Jan no podría entenderse sin la fidelidad que le profesa, aun cuando en su enajenación imagine que Jan está en los hombres con los que se acuesta. También fue un acierto incluir a Dodo (Katrin Cartlidge), la cuñada de Bess, que es como su ángel de la guarda, su hermana y protectora, no es producto del azar que sea enfermera.



La primera candidata para interpretar a Bess fue Helena Bonham Carter, pero a última hora y luego de pensárselo mucho, decidió no aceptar el papel. La fuerte carga sexual del personaje le arredró. Así pues, una completa desconocida actriz inglesa, Emily Watson, se hizo con el papel. Fue su debut en la gran pantalla, pero viendo su actuación nadie diría que era inexperta. Cuesta imaginar que una actriz consagrada pudiera cuajar una interpretación tan soberbia. Como ocurre a menudo en el caso de las actrices, aquellos personajes considerados arriesgados por incluir desnudos son un trampolín para las intérpretes noveles. A nuestros ojos, y al de la mayor parte de personajes de esta historia, Bess tiene una salud mental frágil en exceso. Educada bajo los severos preceptos calvinistas, cree hablar con Dios y, en un acto de amor redentor, se entrega sexualmente a otros hombres para revivir en ellos la carnalidad que no puede vivir con su marido, al mismo tiempo que hace de estos actos un sacrificio ante Dios para sanarle. Sin embargo, la locura (aparente para unos, certera para otros) de Bess no es el eje esencial del personaje. Como la Selma de “Bailarina en la Oscuridad”, Bess es un ser bondadoso. Tal y como explica, al final de la película, el médico que la ayudaba: “su enfermedad mental tenía nombres científicos, pero a ella, realmente, la mató su bondad”. De hecho, el bien impregna todo lo que sucede en la película. Emily Watson cumple a la perfección con la idea de mártir que Von Trier tenía en la cabeza. La inocencia de Bess es producto de un leve retraso mental, es así que las deficiencias mentales volverían a estar presentes en su próxima película, “Los Idiotas”; no en vano, al cineasta nórdico siempre le ha interesado el estado de anormalidad que conduce a la separación del grupo. En la película se dice que estuvo internada en el hospital a causa de una crisis nerviosa provocada por la muerte de su hermano Sam. Su carácter ciclotímico le hacen pasar de la risa al llanto, como se ve en la secuencia en que Jan debe abandonarla para partir hacia la plataforma petrolífera. La frágil constitución de Bess está resaltada por la orografía agreste y escarpada de los valles escoceses de las islas Outer Hebrides, un emplazamiento ideal para esta historia de pasiones turbulentas.



Stellan Skarsgard fue el encargado de dar vida a Jan. Tampoco era un papel sencillo, en parte porque más de la mitad del rodaje se lo pasó inmovilizado. Sus desnudos frontales dieron mucho trabajo a la censura de algunos países. Su mirada sugiere esa picardía y travesura que le conecta con el espíritu infantil de Bess. Queda la duda que si la deleznable manipulación que emprende sobre Bess es consecuencia de las múltiples operaciones que le realizan en el cerebro, o si, por el contrario, cae en esa sima de perversión y vileza por el dolor y la frustración que le produce su tetraplejia. Lo que sí queda claro es que las conversaciones telefónicas de marcado acento sexual que mantienen tras producirse la separación son el preludio de las bajas pulsiones venéreas que Jan vuelca sobre la ingenua y entregada Bess. A diferencia de la serena mirada de Dreyer, el estilo visual que impone Lars Von Trier en “Contra Viento y Marea”, ya apuntado al inicio de este artículo, se fundamenta en los planos secuencia rodados por Robby Müller (el operador de Wim Wenders y Jim Jarsmuch) cámara en mano, ajustando la óptica sobre la marcha y adaptando el movimiento de la cámara al de los actores, y no al revés. La cámara rompe formas, los planos no tienen límites, ansiosa por aprehender las miradas, los gestos, los sentimientos y las inquietudes de los personajes. La textura extremadamente granulada de la imagen también ayuda a que el tono documental y naturalista de la cinta ceda el protagonista a los actores. También gracias a ello, el final, mágico y milagroso, adquirirá una dimensión nueva, ya que el contrapunto entre la estética de reportaje y la entonación de hechizo del epílogo resalta la fuerza de éste. Otra interesante cuestión que plantea Lars Von Trier es si la inocencia y la bondad están necesariamente unidas a la locura o a una inteligencia subdesarrollada. A Bess la tildan de tonta ¿Acaso no se le llama tonto al que peca de bondad y listo al que se salta la ética para alcanzar el éxito? Por desgracia, vivimos en una sociedad teleológica donde prima el resultado final por encima de la deontología. Indudablemente, esto nos lleva al egoísmo, que es justo lo contrario de lo que practica la infortunada protagonista de “Contra Viento y Marea”.



Dodo, la única persona que se preocupa realmente de la desvalida Bess. Sin ser consciente de ello, Dodo juega un papel importante en la paulatina degradación que sufre Jan, ya que, para animarle en su postración, le sugiere: “Ella hará cualquier cosa por ti”. Por si aún lo dudaba, entonces Jan se percata de que basta con que formule un deseo para que Bess lo satisfaga. Esto nos sirve para aprender que tener un dominio ilimitado sobre la voluntad del otro deviene crueldad y despotismo. Durante el rodaje, Lars Von Trier se enamoró locamente de ella, y puede que lo pasara peor fuera del set que dentro. El director danés experimenta una transformación cada vez que rueda una película, hasta el punto de desvincularse completamente de su vida en familia. Así las cosas, no es de extrañar que con más frecuencia de la deseable caiga rendido ante las gracias de las actrices que intervienen en sus filmes, como si de un moderno Alfred Hitchcock se tratara. En resumen, “Contra Viento y Marea” es un desaforado melodrama místico, muy crítico con la intolerancia religiosa, finaliza de manera fantástica a pesar de que Lars Von Trier nos había introducido, por completo, en una cinta realista. El peso de la película recae fundamentalmente en la historia y los actores, siendo éstos últimos el auténtico milagro de la película, en el que sobresale Emily Watson, enamorándonos a todos desde su primera aparición. Pese a seguir una estructura clásica, además es una película que rompe con innumerables convenciones cinematográficas, no podía ser de otra manera, viniendo de un director iconoclasta. En muchas secuencias hay saltos del eje y Emily Watson mira directamente a la cámara en más de una ocasión, algo que escandalizaría a cualquier realizador del Hollywood de los grandes estudios. “Contra Viento y Marea” se presentó a concurso en la Sección Oficial del Festival de Cannes de 1996, Lars Von Trier, haciendo honor a su proverbial arrogancia, advirtió que todo lo que no fuese ganar la Palma de Oro sería una decepción. Al final se tuvo que conformar con el Gran Premio del Jurado, pero para todos los que la hemos visto es una de las mejores películas, no de ese año, sino de la década de los 90. Y qué decir de las campanas.



"Magistral y estremecedora"