Año: 1957 País: Italia Género: Drama Puntaje: 09/10
Interpretes: Giulietta Masina, François Périer, Amedeo Nazzari, Aldo Silvani y Franca Marzi
Cabiria (Giulietta Masina) es prostituta y ejerce su oficio en uno de los barrios más pobres de Roma. Sueña con encontrar el amor verdadero, un hombre que la aparte de la calle y a quien pueda entregarse en cuerpo y alma. Su bondad y una cierta ingenuidad la convierten en víctima de sucesivos vividores que se aprovechan de ella, le roban y golpean. Las contrariedades no afectan a su espíritu, que cobra esperanzas renovadas una y otra vez pese a los sucesivos fracasos. Todo parece cambiar cuando abre su corazón a un tímido contable que le propone matrimonio. Quizás estemos ante la última película de Fellini de las que podríamos calificar como crítica social, herederas de magistral neorrealismo. Con “Las Noches de Cabiria” el director italiano concluye una etapa en la que lo importante son los personajes. Personajes marginados, humanos y sencillos. A partir de aquí, el protagonista pasará a ser el cine, las hipótesis o la innovación.
Qué sencillo resulta, viendo una película como “Las Noches de Cabiria” comprender la admiración que siente por Federico Fellini un autor como Woody Allen vive para el séptimo arte. Cabiria, con su ternura, su fatalismo, su desvalimiento, su sonrisa... sería la cereza perfecta del más exquisito pastel manhattaniano que el maestro Woody fuera capaz de cocinar. El retrato de esta prostituta que patea las calles de Roma, saltando de desgracia en desgracia, víctima de un hado siniestro que no la abandona ni a sol ni a sombra, pero que, ni aún así, y hasta en la misma escena final, es capaz de no mezclar una sonrisa, por leve que sea, con sus lágrimas, constituye una de las cumbres del cine europeo de la decada de los 50, y, además, nos muestra cómo Fellini no sólo fue un gran cineasta, con un dominio de los fundamentos técnicos del lenguaje cinematográfico realmente apabullante, o un vitalista y humanista integral, que volcaba fantasmas y obsesiones sobre la pantalla con un profundísimo sentido de libertad, sino que también se trataba de un hombre capaz de dejarse atrapar en las redes de la pasión y la compasión que un personaje tan tierno y patético puede llegar a despertar.
Una de las primeras obras de su autor, “Las Noches de Cabiria” aún se mueve en los terrenos del neorrealismo, si bien como sucedió con todos los grandes cineastas italianos de aquel periodo, y en particular como ya sucediera desde la primera obra de Fellini, “I vitelloni” está pasada por el tamiz de una visión muy personal, y tan poderosa como la ilimitada capacidad del director para la sugestión del espectador mediante elaborados planos descriptivos, obra de una lírica inmarchitable. A pesar de su oficio, Cabiria participa de una fuerte moralidad, de una integridad que no proviene de su inteligencia sino de la nobleza de su alma, y que, tras su apariencia de chica jovial y feliz, esconde la crasa vulnerabilidad frente a los tiempos y circunstancias que le toca vivir. En ese sentido, hay constante el metraje un especial hincapié en la reivindicación de los parias sociales, que Cabiria encabeza pero que se secunda con una retahíla de personajes de exposición gráfica. Además Fellini no elude una gráfica representación de los perniciosos hábitos folclóricos de una sociedad miserable, el agobiante mercadeo en el que se convierte la celebración, la ridícula aglomeración en el interior de la iglesia, la no menos patética evocación doliente que efectúan los peregrinos.
Fellini es uno de los mayores visionarios de la historia del cine, y en las estampas vivas de esta película hay un sin fin de detalles escénicos que, más allá del hálito descriptivo o radiográfico que impregna las imágenes, trascienden hacia las temáticas que obsesionaron a la inteligencia y sublime desmesura de su creador, la importancia de las máscaras y los espejos, la ilusión y el sueño, la efímera trascendencia… Sobre el particular, me quedo con la antológica secuencia del espectáculo del mago hipnotizador, cuando Cabiria se queda a solas, porque la cámara ya no muestra al público, y la voz del mago está en off, reproduciendo una aspiración del mayor voltaje romántico, que se va impresionando en el rostro de Giulietta Masina mientras la cámara juega a un delicado contraste de luces y sombras para alcanzar un auténtico remanso de belleza e intimidad. Cuando el mago chasquea los dedos, es la realidad la que abofetea a Cabiria, al igual que los espectadores que se ríen (incluso uno de ellos grita: “esto es una engaño”), la que la hunde en la desolación. La única posibilidad de redención para un paria se halla en la evocación, en el sueño, en la huida de la realidad, que se logra mediante el arte, mediante las luces mágicas del cinematógrafo y los sonidos mágicos de la música (la de Nino Rota es esplendorosa), como los acordeones y guitarras de aquellos sonrientes miembros de la farándula que, inopinadamente, logran sortear la lágrima llena de rimel que dominaba el rostro de Cabiria para iluminar, en plena penumbra, una sonrisa.
“Las Noches de Cabiria” es, ante todo y sobre todo, la portentosa interpretación que de su personaje principal más que principal, casi único: el resto del reparto se podría calificar (con las únicas excepciones de Oscar y Wanda, personajes que sí gozan de una cierta entidad) más como episódico que como secundario hace su protagonista: Giulietta Massina, que hace un trabajo esplendoroso, en esta cinta. Y no es que carezca de otros elementos de interés, y altamente meritorios: una fotografía en blanco y negro de una espléndida luminosidad; una planificación bien medida y ajustada (sin grandes alharacas, pero también sin fallas); o una iluminación perfectamente conseguida, muy en especial la de determinadas secuencias, como pueden ser la del teatro de variedades, cuando Cabiria sube a su escenario, en los planos de espaldas, dando el frontal al patio de butacas; o la de su último encuentro en el bosque con Oscar, que es verdaderamente fantasmagórica). Todos esos elementos otorgan a la película una calidad técnica notable, pero quedan empequeñecidos ante la magnitud de lo que en el desarrollo de la misma representa la presencia de una Giulietta Massina en auténtico estado de gracia. Todas las miserias (las de su realidad) y grandezas (las de sus sueños) de Cabiria caben en su rostro, en sus movimientos, en sus decires, en sus callares...
Si se une a ello una presencia física, realzada con sus correspondientes aditamentos (vestuario, maquillaje y peinado), especialmente ajustada al perfil de personaje, ya tenemos todos los ingredientes para poder asistir a un completo prodigio interpretativo. El cine, ésa que desde sus más remotos principios pretendió ser (y lo consiguió), la más grandiosa fábrica de sueños al servicio del entretenimiento y disfrute de la humanidad del siglo XX, nos regala, a veces muy contadas, a saber si afortunada o desgraciadamente..., no sólo tales sueños, sino también algo más: magia, pura y simplemente magia. Ésta es una de ellas y, por supuesto, es fundamental el no desaprovecharla. Degusten la delicatessen en cuanto tengan ocasión. Obra magistral que trasmite una serie de sentimientos y actitudes, que, por poco frecuentes, aparecen como utópicos. Aunque criticada por los menos idealistas como melodramática y sentimental, nos quedaremos para siempre con Cabiria.
“Una obra inmortal e imprescindible"
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