Gran melodrama de Eastwood, silenciosa pero llena de pasión, la historia se enfoca en una simple ama de casa llamada Francesca (Meryl Streep) que abandonó sus sueños por cuidar de su marido y criar a sus hijos en una pequeña granja del perdido condado de Madison. La llegada de Robert (Clint Eastwood), un fotógrafo del National Geographic en un fin de semana que su familia está fuera, le abrirá los ojos y el corazón a un mundo enterrado en años de rutina, y le hará aflorar sentimientos escondidos que entrarán en conflicto con la persona que ha sido hasta ese momento. El guión de “Los Puentes de Madison” fue escrito por Richard LaGravenese y está basado en la novela homónima de Robert James Waller. La película parte de la muerte de la protagonista, Francesca, para, a través de su diario, leído por sus dos hijos, contarnos la corta pero intensa historia de amor extramatrimonial que vivió con el fotógrafo que, casualmente, se paró junto a su casa. Eastwood hace gala de esa impresionante mezcla de sensibilidad y fuerza que caracteriza su cine. Increíble lo de este genio, lo fácil que puede lograr, en tantas películas, que se te ponga la piel de gallina. El amor que sienten los dos protagonistas se respira, se siente, se intuye, pero casi nunca se ve, apenas se nos revela de forma notoria. Se podría pensar que esta película es bastante atípica dentro de la filmografía de Eastwood, ya que si bien en muchas de sus películas hay historias románticas, en pocas esta es la principal, y en muchos casos el romanticismo está más bien en un cierto sentido trágico de la vida y en el cumplimiento de los compromisos por encima de cualquier impedimento.
Pero sazonando una filmografía repleta de westerns crepusculares, policías incorruptibles capaces de todo por cumplir con su deber, o delincuentes en huída desesperada, aparecen de vez en cuando obras de madurez que muestran a un Eastwood inmune a los clichés que se le suponen y haciendo rarezas por las que tiene especial predilección. Películas como “Bird” (1988), “Cazador Blanco, Corazón Negro” (1990) o esta de la que estoy tratando muestran la capacidad de evolución y la talla de autor de su director. Es imposible no acordarse de esa maravilla titulada “Breve Encuentro” (1945) de David Lean, mientras se ve “Los Puentes de Madison”. No sólo por la historia, por su desarrollo y desenlace, sino también por la nostálgica y dulce voz en off femenina que nos relata la experiencia, o por esa escena casi calcada en la que una ruidosa amiga de la protagonista interrumpe la inocente intimidad de los amantes. Esta película alcanza pronto cotas de sutileza difícilmente igualables. El enamoramiento de estos dos seres más allá de los ardores hormonales de la adolescencia se nos da calladamente, paso a paso, como algo natural y a la vez tan difícil en una mujer cuya vida sigue una senda marcada desde hace años, una senda que no podrá, finalmente, dejar de andar con el marido al que quiere, aunque no tenga el más mínimo atisbo de pasión; a los hijos que adora, aunque sólo sea para ellos la madre que un día abandonarán para emanciparse; tiene una vida gris, pero se le plantea la posibilidad de un breve tiempo de fulgor, de brillo deslumbrante.
Es maravillosa de principio a fin, es estremecedora. El amor traspasa la pantalla lentamente, en silencio, sin palabras, de manera sutil como una fina lluvia que te va mojando poco a poco y sin darte cuenta acabas calado hasta los huesos. Llegas al final metido en la piel de Francesca o de Robert llorando a mares y con un nudo en la garganta. Una de las habilidades del argumento es el diálogo. No resulta empalagoso, creo que en ningún momento se dice “Te quiero” o “Te amo”, es un amor que se demuestra abierto y a veces compresivo. Eastwood y Streep son en el fondo dos personas solitarias, él es un fotógrafo que viaja por todo el mundo sin echar raíces en ningún sitio y ella es una decepcionada y algo amargada ama de casa que soñó que su vida podría haber sido mejor, pero que vive en una rutina en la cual se siente desolada y triste. Su encuentro es casual, poco a poco van formalizando su relación en cuatro días intensos, el erotismo de ella va fluyendo y él se va percatando, no quiere hacerle daño, pero el amor es algo demasiado profundo para no exteriorizarlo y los dos sólo desean que esos cuatro días duren para siempre. La singularidad de esta película es que una vez, que la ves, te quedaras sin palabras para describirla. Es tal el halo de buena historia, grandísimos actores y sencillez, que alabarlo resulta difícil porque todo esto te embarga. Claro que, para un espectador que no esté habituado a estas películas, puede resultarle algo repelente, pero seguro que dentro de su corazón renacen viejas emociones que permanecían guardadas.
Meryl Streep y Clint Eastwood. Ambos actores están sensacionales, inmejorables, formando una pareja memorable. Streep, sin duda una de las actrices de mayor talento que ha dado Hollywood, aparece sensual, fascinante, encarnando a la perfección a una mujer que, por unos días, encuentra una vía para esa dar rienda a la pasión que dormía olvidada en su interior. Atención al sutil acento que adorna su impresionante actuación o a esos graciosos gestos nerviosos que hace con total naturalidad. En cuanto a Eastwood, me resultaría rarísimo que no hubiera estado también nominado al Oscar por esta película, si no fuera porque su faceta como actor siempre ha sido muy infravalorada. La leyenda viva nos ofrece todo un recital interpretativo y nos regala algunos momentos poderosísimos. La película muestra las pasiones arrebatadoras con serenidad y limpieza, aunque se mueva siempre cerca del filo de la sensiblería sin atravesarlo jamás. Además, la última parte de la película es realmente perfecta, y contiene una de las secuencias más emotivas que se han rodado jamás. Es la secuencia en la que, después de haberse marchado Robert, ella va con su marido a la ciudad. Está lloviendo a mares, y mientras Francesca está en el coche esperando aparece bajo la lluvia Robert. Como ella no se baja para ir con él, se marcha con el coche, y cuando por fin vuelve el marido y salen les toca pararse detrás del coche del fotógrafo. Entonces ella comienza a luchar contra el deseo de bajarse de su coche y meterse en el de Eastwood, pero cuando está a punto de hacerlo el Robert arranca y se separan para siempre en vida. Si al final de esta secuencia no estás llorando, convendría que repasases tu infancia con un psiquiatra.
El trabajo de dirección es exquisito y contenido, identificándose con los personajes, con mucho cariño y comprensión. Las pasiones que los mueven no pueden ser tratadas de otra forma. Cuenta con una partitura excelente que matiza los sentimientos sin enfatizarlos, y una producción de primera categoría que se nota en la perfecta ambientación y el acabado formal exquisito. En realidad, hay pocas cosas más milagrosas y misteriosas en esta vida que enamorarse: pero no obsesionarse, ni encapricharse, sino enamorarse de verdad, hasta los huesos, hasta el punto de ser abducido y colonizado por un sentimiento que nos hace aún más imperfectos, si cabe, pero a veces mucho mejores de lo que soñaríamos ser jamás. Y ese amor que es como la devastación de un territorio más que dispuesto a ser devastado, no es el que el cine suele querer vendernos habitualmente. Más bien es como esta sencilla, casi austera historia que confirma a Clint Eastwood como uno de directores vivos más grandes del cine americano y le revela como un cineasta de poliédrica y minimalista sensibilidad, capaz de retratar con aliento más que poético la simple emoción de dos seres humanos entera y verdaderamente enamorados. No hay nada muy espectacular, ni grandes escenas amorosas, ni siquiera un ritmo que pueda llamarse ágil: la sensible dirección de Eastwood vuelve a dar sentido a aquella expresión de "menos es más". Algo tan sencillo como el rostro de ella cuando él la está fotografiando en los puentes.
Aquí también hay papás, mamás, hijos, hermanos y valores patrios. Al final, la familia se ve reforzada y cohesionada, pero bajo un baño de espiritualidad, de dura encrucijada entre alternativas, de goce por la vida, por los seres cercanos y por los que en la lejanía nos dan la verdadera vida. Eso, en éste caso, no es conservador ni panfletario ni simplista, es de una humanidad real y de una bellísima artesanía cinematográfica. Clint Eastwood es un caso raro el cine americano actual. Sin hacer nunca grandes taquillas, ni ser un perrito faldero de la industria, se ha ganado un respeto en el mundo del cine que le permite hacer lo que le venga en gana. Porque es bueno y además da prestigio. Tras los pocos prometedores comienzos como actor en series de televisión y westerns almerienses de tercera, pocos podrían haberlo augurado. Su actitud en el cine podría resumirse en esta anécdota. Cuando a su personaje en la película “Crimen Verdadero” (1999) le dicen «cada vez hay más restricciones para fumar», él responde a la defensiva «y cada vez hay mas hijos de puta a los que les importa una mierda». Así es Clint Eastwood para el cine. En una industria encorsetada en el espectáculo zafio o vacío, donde casi todas las películas están hechas con un patrón estúpido e inquebrantable, él hace lo que quiere y nadie le va a parar. Esperemos que, al contrario que Woody Allen, pueda seguir así por muchos años.
“Melodrama silenciosa pero de gran pasión"
Genial e intenso film. Dan ganas de volver a verlo.
ResponderEliminarigual y no estas llorando por que te enojas con la vieja puta, el marido calladito y que trabaje quien le manda a casarse con tremenda zorra, eso si los hombres a trabajar y ni pensar en hacer estas cosas por que son unos infieles de mierda como la puta de la pelicula,joder que todo pasa en 4 dias, ni los pedos se olieron como para que ahora todo si muy romantico
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