miércoles, 30 de marzo de 2011

Amarcord

Director: Federico Fellini
Año:
1973 País: Italia Género: Comedia/Drama Puntaje: 10/10
Interpretes:
Bruno Zanin, Pupella Maggio, Armando Brescia, Ciccio Ingrassia, Magalie Noel, Josiane Tanzilli, Alvaro Vitali, Nando Orfei y Luigi Rossi

Narra la historia Titta Biond, un hombre que un día se da cuenta que no puede reconocer a las personas con las que ha vivido durante años, hasta el punto de que su propia esposa e hijos le parecen extraños y todo lo que le rodea le resulta indiferente. Por esta razón, comienza la búsqueda ferviente de algún tipo de referencia que le permita mantener su propia identidad y evitar la precipitación hacia el caos. Emprende así un viaje hacia las ilimitadas dimensiones de su memoria, cuando Titta era un niño italiano que vivía en un pequeño pueblo costero, en la Italia de los años treinta. Fellini, a lo largo de su carrera cinematográfica, retrató como nadie a la sociedad romana de su tiempo, y sus películas contienen referencias latentes a un pasado remoto, que puede irrumpir insospechadamente en un rostro, una actitud o una escenografía, fundiendo el presente de los personajes con lo que para él es la esencia de la Roma ancestral. Esta Roma primitiva y atávica cruza la imaginería barroca de Fellini y, burlando el tiempo, suscita momentáneamente en sus personajes, ninfas, faunos o mesalinas, como ocurre en la secuencia del baile de Anita Ekberg en “La Dolce Vita” (1959), o la teatralidad depravada y báquica de Marcello al final de la película, o la de otros muchos personajes, por poner algún ejemplo. Fellini recrea esas esencias de lo romano de un modo muy peculiar, fundiendo lo decadente, lo sublime y lo grotesco, lo pagano y lo cristiano; un tono amargo atraviesa toda su filmografía, en la cual, pese a centrarse en lo colectivo, no olvidó tampoco su propio pasado individual: en “Amarcord”, recreó sus vivencias adolescentes y aquí, aunque de manera más atenuada, da cabida también a algunos de estos elementos.

La peripecia individual del protagonista, Titta Biondi (Bruno Zanin) se integra a la perfección no sólo en la del grupo de febriles adolescentes del que forma parte, sino en la vida cotidiana de la comunidad de Rímini. Así, en el contexto histórico de la Italia fascista, Fellini inserta su particular intrahistoria, con grandes dosis de humor y melancolía, a partes iguales. Nos ofrece el cuadro de un microcosmos más vivo aún en el recuerdo, el retrato de todo un pueblo, cuya presentación “oficial” en boca del abogado del pueblo (Luigi Rossi), crea desde el principio un contraste entre lo serio y lo jocoso, que es la otra cara del carácter de sus pobladores. El propio personaje vincula este carácter propicio a la burla con el pasado más remoto; y precisamente por eso las manifestaciones del poder, la seriedad que se confiere a los desfiles fascistas, adquieren dimensiones de caricatura, y la iconografía del “Duce” puede proporcionar un marco propicio a la “cuchufleta”. La quema simbólica del invierno en la plaza permite presentar a los personajes tanto de manera individual como colectiva, a la vez que introduce un tiempo cíclico, una temporalidad ajena a lo lineal y ligada a lo mítico, que se ve potenciada por el carácter onírico de algunas escenas. Se va caracterizando así, desde un primer momento, a los personajes que, a base de pinceladas magistrales, adquieren enseguida volumen. Fellini, mediante el uso de la anécdota, logra recrear las grandezas y miserias de los habitantes de Rímini, su ciudad natal, focalizada desde la vida de una familia, la del protagonista, donde el cabeza de familia, Aurelio Biondi (Armando Brancia), es un disidente de la ideología fascista.

Respecto a la estructura de la película digamos que se trata de una concepción absolutamente cíclica o circular. Los primeros fotogramas de la película nos anuncian la llegada de la primavera a través de la aparición en el pueblecito italiano de los milanos, unas semillas o esporas del cardo y junto a sus habitantes asistiremos al paso completo de las cuatro estaciones, hasta llegar a la conclusión en la siguiente primavera, y por cierto, con una boda, simbología evidente del eterno renacer de la vida. Evidentemente esta concepción de la estructura no cabe achacarla al azar, estamos ante un exaltación, una bendita transfiguración del ciclo de la vida, entendida como un círculo virtuoso, mágico y desbordante de su propia sustancia, y todo ello a pesar de los avatares negativos y dramáticos que intentan enturbiar esta alegría de simplemente ser. Los fascistas, que no son otra cosa que los mismos personajes del pueblo que cada cierto tiempo se mudan las ropas habituales por las camisas negras, son presentados como ridículos y caricaturescos; sus uniformes, sus arengas, sus poses, se nos presentan como propias de la opereta. Por lo tanto la visión que del régimen que exaltaba la vieja gloria imperial de Roma se nos presenta no es tanto agria o desabrida, sino más bien esperpéntica y risible. Aquí, como en muchos otros casos, Fellini practica la reducción al absurdo de las ideologías más o menos adventicias y artificiales respecto a la auténtica y propia vida a través del humor y de la risa. Eso sí, siempre dejando a salvo al pobre ser humano que ha puesto sobre su piel los emblemas exteriores de esos absurdos que vienen a explicarnos el sentido de la vida y de las cosas.

El carácter grotesco de las escenas familiares es imposible de deslindar de la ternura con que Fellini contempla a estos personajes desde la distancia del recuerdo; nos los muestra desde sus diversas facetas, siempre con matices cambiantes: la madre (Pupella Maggio), oscilando bruscamente entre la dureza, la altivez o la dulzura; la obscenidad, tan natural, del abuelo (Giuseppe Lanigro); o las diversas actitudes que adoptan hacia el hermano deficiente (Ciccio Ingrassia). Los personajes parecen tomar conciencia de su propia condición irrisoria, tragicómica, cuando rematan una escena en que el padre, iracundo y ridículo, persigue al hijo, afirmando que su vida adquiere dimensiones de sainete. Sin embargo, pese a que la desgracia que a veces les golpea aparezca en un envoltorio humorístico, esto no elimina la dimensión trágica, en escenas en las cuales ni siquiera los propios personajes logran separar lo serio de lo cómico, como en la secuencia de la represalia fascista contra el padre. El hilo conductor que nos lleva insensiblemente, de la mano, por todas estas realidades, por estos recuerdos en que se mezclan lo individual y lo colectivo, es el protagonista y su particular situación vital, su libido desbocada y las anécdotas que acompañan su vida cotidiana. También se diría que los personajes del pueblo cobran conciencia de su propia precariedad en escenas como aquella en que el albañil recita una poesía acerca de la pobreza, o el sermoncito del maestro de obras. Las miserias de la pequeña comunidad se ponen de manifiesto en el trato que se da a la Volpina, otra “ninfa” esta vez “popolana”, a diferencia de la que encarnaba Anita Ekberg, pero que también viene a ser encarnación de lo telúrico, y representa también la sexualidad que aflora a cada momento en la vida del pueblo y de sus habitantes.

Aunque sea de modos tan dispares como la fantasía del harén, los sueños del gordito, la llegada de las prostitutas, o los adolescentes en el interior del coche, enardeciéndose al enumerar todas las cosas que son para ellos la miel de la hermosura humana. Los personajes de las películas de Fellini no acostumbran a evolucionar. Están descritos desde lo poético y lo bufonesco, más definidos por su imagen que por su psicologismo. Es por ello que hasta que no se tiene una visión conjunta del elenco de personajes que pueblan sus filmes, el espectador no los puede abarcar en toda su identidad y definición. La arista de personajes fellinianos en “Amarcord” es un catálogo definitorio en toda regla. Nunca me canso de ver esta película, y cada nuevo repaso supone más hallazgos estéticos y artísticos. Para calificarla por completo se agotarían todos los adjetivos usuales: vitalista, hiperbólica, fantástica, satírica, alegre, sentimental, irónica, surrealista, admirable ¿cuántos más habría que inventar? todo una mirada amorosa a la Italia de los años 30. Una película que es la suma de muchas películas, una burla incruenta del ambiente pre-nazi y el retrato lleno de añoranza de una sociedad que ríe más que pena, que aspira a pleno pulmón el aire limpio de los campos y que aprecia, como pocas, las cosas buenas y sencillas de la vida. ¿Exagero un poco? Creo que todo el mundo la ha visto, y que a todos ha maravillado. La ensoñación en la que te mete Federico con "Amarcord" es sólo propia de genios, sólo alguien con el virtuosismo necesario es capaz de ofrecer este viaje a un mundo entrañable, cómico, mágico y todos los adjetivos que dije anteriormente, fue su mundo y así nos lo enseña. Si algún despistado no la contempló, que se apresure a paladear una auténtica joya del cine universal.

Hablar de “Amarcord”, o de Fellini, y no hacerlo de Nino Rota es quedarse a medio camino. En esta cinta la música de Nino Rota ayuda, y de qué manera, a la evocación que diseña Fellini. Es una música que posee un cierto toque nostálgico que alcanza momentos de extraordinaria belleza, como en las escenas des descubrimiento del Rex o la boda de Gradisca, por poner algún ejemplo. Calificativos como maravilloso o magistral, pocas veces quedan rebajados de su sentido real. Fellini retrata unas vivencias agrandadas por los ojos de la adolescencia, y donde la realidad, como en muchas de sus películas, convive o se funde con el sueño, adquiriendo dimensiones míticas, como se ve en las perspectivas con que toma algunos planos de escaleras, la colosal nevada, las carreras que tienen como circuitos las calles de Rímini, o el acercamiento del protagonista, fascinado, a la Gradisca (Magali Noel) en la sala de cine. Y lo grotesco aparecerá en el momento menos pensado, como en la escena de la monja enana, o en la secuencia de Titta Biondi con la estanquera. Sin impagables, además de la confesión del protagonista, que no es sino una enumeración de deleites, la galería de profesores estrafalarios, con esos alumnos huyendo de puntillas en la explicación de la Trinidad, y las escenas con la profesora del bizcocho, la de matemáticas, o la de la pronunciación del griego, que alcanzan extremos de la más descacharrante hilaridad, pero que no están reñidas en modo alguno con el lirismo de momentos inolvidables como la escena de los chicos balanceándose en el viento, bailando quizá con un ideal invisible, soportando aún entre los brazos el peso de su vacío adolescente.



"La Obra Maestra de Fellini"

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