jueves, 22 de diciembre de 2011

Bailarina en la Oscuridad

Director: Lars Von Trier
Año: 2000 País: Dinamarca Género: Drama/Musical Puntaje: 10/10
Interpretes: Björk, Catherine Deneuve, David Morse, Peter Stormare, Jean-Marc Barr, Joel Grey, Udo Kier, Vincent Paterson, Cara Seymour, Vladica Kostic, Siobhan Fallon y Zeljko Ivanek



Selma (Björk), inmigrante checa y madre soltera, trabaja en la fábrica de un pueblo de los Estados Unidos, la única vía de escape a tan rutinaria vida es su pasión por la música, especialmente por las canciones y los números de baile de los musicales clásicos de Hollywood, Selma esconde un triste secreto: está perdiendo la vista, pero lo peor es que su hijo también se quedará ciego, si ella no consigue, a tiempo, el dinero suficiente para que se opere; La razón por la que el cineasta danés Lars Von Trier me parece uno de los dos más importantes directores del cine actual es que, siendo extraordinariamente radical, no ha caído nunca en una de las corrientes más perversas de nuestra contemporaneidad: el cine del género llamado “de autor”. Con varios amigos cinéfilos he debatido de este concepto en los últimos meses, y parece que comienza a verse con cierta claridad el hecho de que hay autores cuya pose se encuentra muy por encima de su contenido y que viven, en definitiva, de imitar a verdaderos autores clásicos (Bergman, Bresson, Antonioni, etc.). Los estilos podrían generalizarse con facilidad, y tendríamos ese nuevo género al que me refiero. Von Trier, en mi opinión, es una clara excepción, un ejemplo de autenticidad, de expresividad artística por encima de modelos y de modas; un autor que, filmando con el estómago, imprime a sus obras una coherencia poco comparable, ya se que los milagros no existen y de existir, serían consecuencia directa de esa fe ciega que desemboca en devoción absoluta hacia una figura de imprecisa naturaleza, que supera las limitaciones del hombre e interviene, por tanto, en el mundo de los mortales. Pues bien, desde esta concepción de lo milagroso emerge “Bailarina en la Oscuridad” como prodigio artístico de deslumbrante genialidad e insoportable dolor. Si el cine muriese hoy, esta cinta proyectaría las últimas imágenes capaces de obrar el milagro de la resurrección del alma a través de una propuesta que reinventa la gramática con la que se escriben sus arrebatadoras escenas. Y es que esta colisión de genios ha creado un cine elevado, cine que atrapa lo milagroso hasta hacerlo suyo. Entonces, y con cegadora maestría, nos lo arrojan al cuello sin que seamos capaces de verlo.



Apenas dos siglos antes de que Lars Von Trier ganara la Palma de Oro en Cannes con “Bailarina en la Oscuridad”, Napoleón Bonaparte ordenó detener al anónimo autor de las obras “Justine” y “Juliette". Ese detenido, que pasaría encarcelado el resto de sus días, es conocido hoy en día por el nombre de El Marqués de Sade. Las dos novelas que llamaron la atención a la sociedad de esa época constituían un insulto directo a la fe, a la fe en cualquier principio. La más monstruosa de ambas es, sin duda, "Justine": Sade martiriza a la protagonista de la novela, una muchacha virgen y creyente, hasta los extremos más grotescos. Justine es robada, violada y esclavizada repetidas veces, y aún así, sigue creyendo en la misericordia divina, en lo que constituye para cualquier lector una burla hacia la fe en la bondad divina. Doscientos años después, un director danés repetía la misma línea argumental de "Justine" en su Trilogía llamada “El Corazón de Oro”, que la constituyen “Contra Viento y Marea” (1996), “Los Idiotas” (1998) y la película que nos compete ahora. En las dos primeras, Von Trier proponía las reglas del juego; posteriormente, en “Dogville” (2003), nos daría una solución. Pero “Bailarina en la Oscuridad” es la más extrema de la trilogía, su sublimación es la más sádica. Ya que nombramos de nuevo al Marqués de Sade, me gustaría apuntar una diferencia importante entre las obras del cineasta danés y el literato francés: aunque ambos son moralistas acérrimos, sus éticas se contradicen entre ellas, apuntan a utopías distintas. Por ello en Von Trier el sacrificio tiene un significado, mientras que en Sade sólo es un signo de estupidez. Sin embargo, en la forma de sus creaciones, hay importantes paralelismos: Von Trier utiliza las bases del género que típicamente en el cine había significado la felicidad, el musical, para mostrar la infelicidad absoluta, ósea el infierno de los hombres. El filme del irreverente director danés no nos habla de Dios, pues dos siglos después de Sade ya no queda nada de él: habla de la sociedad humana, construye una mofa hacia la natural bondad de nuestra especie y su máxima expresión, el Estado. E igual que el Divino Marqués, es un juego tan arriesgado, tan grotesco, que es completamente normal que muchos lo rechacen por ridículo: Von Trier no hace más que emplear una historia propia de telefilme, exaltándola hasta convertirla en un grito insoportable.



Por otra parte Lars Von Trier es uno de esos directores que desafía cualquier formalización crítica: ¿Por qué la obertura de “Bailarina en la Oscuridad” me resulta emocionante y sobrecogedora? ¿Por qué a otros espectadores no les dice absolutamente nada? La salida que abre Von Trier bajo los asideros habituales del espectador (dicha obertura es una fusión abstracta de imágenes y música) apela directamente a los sentimientos y a la subjetividad más radical, impidiendo el damero intelectual que sirve de soporte para esos otros autores que yo considero farsantes. Esa obertura es una experiencia cinematográfica pura, al estilo del viaje a través de las estrellas de “2001: Odisea en el Espacio” (1968), obra maestra del maestro Kubrick. Por eso mismo resulta fácil encontrarse con opiniones tan encontradas acerca de este filme, y de casi todos los del danés. Sin embargo, y esta es otra de las particularidades de Von Trier, el meticuloso y esforzado trabajo con la forma no deviene en un festival de fuegos artificiales, sino en la mejor disposición estructural para transmitir un torrente de ideas y de emociones que, por lo general, resultan de muy difícil digestión. ¿De qué nos habla en esta obra magistral que es “Bailarina en la Oscuridad? Del amor más tierno y más generoso (representados en los personajes Jeff y Selma), del amor más loco y más suicida (representado por el amor que le tiene Selma a su hijo Gene), de la miserable condición humana (representado por el personaje Bill) o de la amistad verdadera (representado por el personaje Kathy, interpretado magistralmente por Catherine Deneuve). Además la cinta muestra cómo la lucha puede convertir un sueño en realidad; y de cómo la desgracia atrae más desgracia; y de que convertir los ruidos en música es sólo una cuestión de voluntad; y del silencio terrible e innombrable del fin de la vida; y de que la pena de muerte es la mayor de las atrocidades que el ser humano es capaz de perpetrar. No estamos, pues, ante un cine formal, sino ante un cine atestado de sentido, donde la forma va enmarcando del mejor modo posible todos y cada uno de los matices.



“Bailarina en la Oscuridad”, además, suma dos características realmente poco ordinarias que juntas, lo son aún menos: la solidez, coherencia y rigor de toda la estructura del guión y la brillantez de una gran parte de sus escenas. No puedo enumerar todas las que me parecen dignas de ello, pero quiero recordar aquí dos: aquella en que regalan a Gene la bicicleta que Selma, su madre, no le puede comprar (recordemos que ella ahorra todo el dinero para pagar la operación que le salvará de la ceguera), que posee un estructura musical sin música, pues comienza como una escena cotidiana y termina con un éxtasis de alegría, en el que las risas parecen improvisadas por los actores, y en el que encontramos uno de los abrazos (entre Selma y Gene) más emotivos y auténticos de la Historia del Cine; la otra, por supuesto, es el final terrorífico y maravilloso, en el que la burocracia convierte algo ya ominoso en algo aún peor, y donde el ser humano (Selma) encuentra dentro de sí, por fin, aquello que le engrandece (la música, que es su verdadero yo) y le hace situarse por encima del perverso sistema…siendo así el momento de mayor represión, el momento también de mayor libertad (ser ella misma, de una vez por todas). Hasta ese momento, Selma ha basado su vida en convertir los ruidos en música, es decir, la realidad sucia en la realidad soñada. Por eso el final, donde logra que esa realidad soñada sea realidad real, resulta tan emocionante. También lo es porque Von Trier ha elegido, desde el principio del filme, acercarnos a los personajes, mediante los primeros planos, a través de sus labios y de sus ojos, aunque a veces no hablen ni vean; y eso provoca que cuando observamos los labios y los ojos de Selma en esa escena musical final sepamos que, con certeza, es el momento más feliz de su corta vida. Y Von Trier, que muestra con las imágenes de musicales clásicos que no ha nacido de la nada y que está orgulloso del cine anterior a él, pervierte por completo la estructura del relato clásico para volver a él: el “happy-end”.



Hay dos factores más que me interesaría destacar en la película. El primero es la actuación de Björk que encarna a la mujer cien por ciento “vontrierana” como no lo hizo ni siquiera la maravillosa Emily Watson de aquella cinta descarnada, que es “Contra Viento y Marea”, pues los ojos de esta cantante islandesa, su pequeño cuerpo y su voz, todo su ser, se erigen en expresión audiovisual inimaginable del melodrama moderno, mezcla los sonidos del mundo con su fantasía interior, y gracias a ello el mundo se convierte en un musical como aquellos que ella tanto ama. Y puede gritar sobre todo aquello que en la sociedad no se puede expresar. Y por todo esto este musical extraordinario es uno de los más grandes de todos los tiempos: porque por fin se funden en un todo, forma y fondo, además por fin se encuentra la excusa perfecta para convertir un drama social, una tragedia, en un espectáculo de canciones fúnebres, pues el punto de vista de la heroína es absoluto (la imagen es absoluta siempre), como debería ser siempre en el cine, la cantante islandesa parece estar alucinada, alienada. La hipnosis ya había sido un tema recurrente en el cine del danés: el final de “Epidemic” (1987) donde se hipnotizó realmente a una actriz o el inicio de “Europa” (1991) son prueba de ello. El otro punto de interés es la traición del director a las características estéticas del Dogma 95, pero particularmente rescata la cámara al hombro, que en general en ese manifiesto me parece un grave error, por lo menos como método a seguir para todo el cine que pretenda no convertirse en "ilusiones para mostrar las emociones". Una película de esa corriente puede ser tan tramposa y estar tan atada a las convenciones de género como cualquier otra: a día de hoy, creo que eso ya está probado. Sin embargo, “Bailarina en la Oscuridad” pone en relieve el uso de la cámara al hombro: acierto que radica en retratar la crudeza y el dolor que emana la cinta. Si el postulado creado por el mismo Von Trier funciona relativamente aquí es porque logra evitar ese peligro que antes he mencionado: que la cinta acabara cayendo en el telefilme. Porque “Bailarina en la Oscuridad” utiliza, igual que las malas películas, emociones muy básicas, pero llevándolas hasta un extremo casi inconcebible.



Selma, durante toda la película, busca la música imaginada cuando quiere huir de la realidad: del trabajo opresivo, de la ceguera, del asesinato, de la detención, del juicio o de la muerte. Cuando la realidad es tan brutal que no hay modo de huir de ella, encuentra la música real, que brota por primera vez de sus labios como un himno de libertad y de felicidad postrera, que nos dice: podrán matarte, pero si no quieres no podrán cambiarte. Y cuando llega el atroz pero a la vez maravilloso final del filme, un silencio desolador colma la escena, demostrando que Von Trier no sólo es capaz de hilar fino con el sonido de la música, sino también con el sonido del silencio. Pero precisamente en su radicalidad “Bailarina en la Oscuridad” encuentra su razón de ser: sí Von Trier aflojara un poco la trampa que dibuja alrededor de Selma, el filme se convertiría en un pastiche; sí Björk interpretara, por muy bien que lo hiciera, en vez de estar poseída por alguna deidad furiosa, la película caería como ridículo. Incluso traicionar el Dogma 95 funciona, especialmente, en ese terrible final que sedujo incluso al mismísimo Ingmar Bergman, que es muy escéptico con el cine de Von Trier. Sin embargo, esa misma radicalidad de la propuesta la convierte en una película sobre la que no se puede edificar, no se puede crear un nuevo cine: una película excepcional y única. “Bailarina en la Oscuridad” es uno de los filmes más bellos de los últimos tiempos, es un poema, es cine revolucionario, que a diferencia de otras películas aupadas grotescamente a los altares por consenso divino, jamás ha despertado aquiescencias ni pactos de ninguna clase, se trata de un canto a la muerte capaz de alimentar desprecio, rechazo o desdén con tanta energía como convoca la vehemencia. Esto, para mí, es síntoma inequívoco de su juventud estética, pues ya dijo un gran poeta irlandés que cuando los críticos difieren, el artista está de acuerdo consigo mismo más que nunca. Y así es, realmente. Después de haber haber traicionado, el voto de castidad del Dogma 95, Von Trier era ya un artista más libre, lúcido, generoso y trágico que nunca, lo que se tradujo en uno de los melodramas musicales más sorprendentes, inclasificables y estremecedores que pueden verse en una pantalla.



“La vida, la miseria y la muerte hecha música”

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