Año: 1997 País: EE.UU. Género: Biopic/Histórico Puntaje: 8.5/10
Interpretes: Tenzin Yeshi Paichang, Gyurme Tethong, Tencho Gyalpo, Tenzin Thuthob Tsarong y Ken Leung
En 1937 un niño tibetano es elegido por un grupo de monjes para representar a su pueblo y convertirse en el decimocuarto Dalai Lama, la más alta figura del budismo en el Tíbet, el niño, de dos años, es arrebatado a su familia y llevado al palacio de Potala para ser educado y preparado para asumir el liderazgo político y espiritual, antes de hacerse adulto tendrá que liar difíciles dificultades como la invasión de China al Tíbet. Que Martin Scorsese, después de filmar la magistral “Casino” (1995), decidiese hacer una película sobre el decimocuarto Dalai Lama, fue acogido por muchos como la prueba evidente de su indefinición personal, e incluso como un intento de demostrar y demostrarse que podía abordar temas exóticos en su filmografía para dar la apariencia de una forzada y desesperada versatilidad artística. Otros fueron más cautos y menos prejuiciosos y esperaron a ver sus imágenes para formarse una opinión al respecto. Lo cierto es que “Kundun” conforma, a mi juicio junto con “La Edad de la Inocencia” (1993) y "Casino”, la obra maestra de Scorsese. Una trilogía extraordinaria que evoca mundos (ya sean reales o soñados) perdidos, anhelos de felicidad frustrados, y una globalidad estética, formal, que demuestra la plenitud y la inspiración de un cineasta que no por casualidad es de los más venerados de la historia. Estamos en el verdadero cine, gracias a Martin Scorsese, podemos ser los ojos del Dalai Lama y es allí donde la tormenta se desata, dentro de un hombre cuya agitada y reencarnada alma no comprende los motivos de aquéllos que ciegos, se empeñan en sembrar el odio y la ira donde debería haber paz y abrazos. Pero su lucha continúa y con ella, afortunadamente, también la esperanza.
En realidad, tiene todo el sentido que Scorsese se lanzara a hacer esta película, pues el Dalai Lama es otro de esos personajes martirizados por las circunstancias y que con más deseos que hechos, tratan de cambiar su destino, los cuales abundan en su filmografía. El Lama, por tanto, no anda lejos, desde luego, del Charlie de “Calles Peligrosas” (1973), ni mucho menos del Jesucristo de “La Última Tentación de Cristo” (1988), pasando por supuesto por la Alicia de “Alicia Ya No Vive Aquí” (1974), o más concretamente el Newland Archer de “La Edad de la Inocencia”. Es decir, un personaje puramente scorsesiano, atormentado y obsesionado, que a pesar de su disparidad geográfica y cultural es perfecto para que Scorsese se identifique con él e intente profundizar en su verdad anímica más inaccesible, pues para este cineasta el cine es, ante todo, la herramienta perfecta para esa indagación. Dalai Lama y su pueblo optan por la no violencia, por no igualarse a su invasor (China), por no permitir que se manchen de sangre sus manos y su espíritu. ¿Pero, hasta cuando? ¿Pero, hasta donde? ¿Seguirán siendo válidas las teorías de la no violencia en este siglo? En una escena antológica, el joven líder está de pie, con los brazos abiertos, rodeado por un mar muerto de monjes tibetanos, confundido el rojo de sus trajes con el color de su sangre. Vuelve Scorsese: “Está la lucha entre la violencia y la otra parte de nuestra naturaleza, la bondad. Y es por eso que me interesó la historia. Me pregunto como sería si todos nos tomáramos la vida tan en serio y tuviéramos tan fuertes convicciones como las que él tiene”. Es difícil mostrar la no violencia en el cine, cuando lo sencillo es dejarnos ver lo fiero, la espada que atraviesa el cuerpo, el espasmo postrero de dolor, el granate que tiñe de oprobio la pantalla. Scorsese asumió ese reto y en vez de batallas a campo abierto nos muestra luchas espirituales, prefiriendo entonces la mirada silente y diciente del Dalai Lama al puño cerrado que golpea la cara. La paz al trueno, la vida a la muerte.
A los que piensan que Scorsese se encuentra fuera de foco cuando filma lejos de las calles de la Pequeña Italia de Nueva York, hay que recordarles que fue este mismo director quien nos trajo “La Última tentación de Cristo” que, miraba con más desapasionamiento, era una película que básicamente intentó ofrecernos una figura de Jesús más humana y más histórica que la que los dogmas estaban dispuestos a tolerar. Y en este punto se hermana con "Kundun": ambas quieren recordarnos que tras el símbolo está en realidad un ser palpable, que expuesto al sol refleja una sombra, que sueña, que tiembla. Que está vivo. Y para mostrarnos eso no es necesario ser católico o budista, tan sólo ser un hombre y poseer las ideas tan claras como este director las tiene. El mismo Scorsese nos lo dice, en una entrevista para el periódico The Guardian: "puede que no conozca al detalle la cultura, tuve muchos asesores técnicos para este filme, pero lo que sí comprendo es el conflicto que hay dentro de nosotros, lo bueno y lo malo, la idea de expresarse a través de la violencia como la única manera, que es algo que he visto mucho". Filmada en Marruecos (la realidad política así lo exigía) con un presupuesto y un calendario bastante holgados, Scorsese convertía en imágenes el libreto que durante casi una década había sido reescrito por Melissa Mathison, la autora del guión de “E.T., El Extraterrestre” (1982). Tomaron la decisión de buscar actores no profesionales, y de construir el reparto con actores netamente tibetanos, lo que contribuye, y de qué manera, a expresar un grado de autenticidad y de realismo muy importantes para un filme que se aleja mucho de cualquier narración épica o política acerca de los convulsos hechos históricos del Tíbet en el siglo XX, y que se centra, antes que nada, en la compleja personalidad y primeras décadas de vida del actual Lama. Scorsese le toma a él como centro absoluto de su relato y de su punto de vista, en uno de los ejercicios de identificación moral y espiritual más admirables de los últimos años.
Tenzin Thu Thob Tsarong, que interpreta al Lama adulto, fue elegido por su parecido físico con el líder espiritual, pero además su tía está casada con un hermano del Lama. Muchas de las personas que prestaron su voz y su rostro a esta película están emparentados o trabajaron en el Tíbet durante muchos años, lo que da idea de la búsqueda de Scorsese de una veracidad que no habría de estar reñida con una puesta en escena orientada hacia lo sensorial, hacia lo psicológico o directamente abstracto, antes que a lo narrativo o incluso a lo documental. No era su intención adentrarse (y adentrarnos) en un Tíbet de postal así muchas veces representado, más bien otra muy distinta y doble: por un lado, adentrarse en la mirada de un individuo tan excepcional (en muchos sentidos) como el Dalai Lama, convirtiéndole en un voyeur de una época y unos sucesos fundamentales; por otro, convertirlo en metáfora del espectador omnisciente e ingenuo, de los hombres incapaces de traicionar su credo a costa de un realidad que lo supera a todas luces. En su filmografía la violencia es un elemento recurrente, consecuente con el ámbito donde la mayoría de sus filmes se desarrollan, esto es, las calles de una urbe donde la gente transforma sus soledades y conflictos en ira. Y así sus personajes no encuentran otra manera de expresar su inconformidad con lo que les rodea: Travis Brickle en “Taxi Driver” (1976) y Jake La Motta en “Toro Salvaje” (1980) no pueden comunicarse con los demás y parecen encontrar en la violencia el único lenguaje que aquellos a su alrededor están en capacidad de entender. Pero esa violencia, a diferencia de la que otros directores nos muestran, no es un fin en sí misma; ante todo es un medio para lograr una conquista espiritual, que puede ser la búsqueda de la verdad, la sabiduría o la belleza. Así, el dolor y el sufrimiento como medios de encontrar una redención son un punto central de su obra: ahí tenemos a Jesús inmolado por nosotros en “La Última Tentación de Cristo”, a Charlie en “Calles Peligrosas”, buscando en la religión el sendero del respeto que sólo el asfalto de las calles y la sangre podrán darle, o a Paul intentando sobrevivir a la pesadilla tragicómica de “Después de Hora” (1985). Y mirado de esta forma, "Kundun" es una prolongación de sus temas. El largo y doloroso camino que debe seguir un hombre en una doble búsqueda: respuestas a sus inquietudes y preguntas interiores, y la libertad de su pueblo.
El Lama, como Newland Archer, nunca toma una decisión, nunca echa a un lado su aprendizaje cultural y hace lo que cree que es correcto. En este caso, abandonar la idea de la no violencia y luchar por defender a su pueblo. Al igual que Charlie en “Calles Peligrosas”, se debate entre dos formas de ver las cosas, y no toma partido por ninguna de las dos. Ante la agresión y la invasión de China, ante los muertos, se lamenta y sufre, pero no sabe, o no puede, o no quiere, hacer nada. No hay aquí una crítica de Scorsese hacia el líder espiritual, pero sí una constatación de un hecho: la actitud de los tibetanos no impidió que se viesen exiliados de su tierra. Una vez más, Scorsese no juzga. De hecho, comprende en parte a su protagonista, pero posee la suficiente altura moral como para permitirse un cuestionamiento. Por otra parte, y al igual que en “La Edad de la Inocencia”, su obsesión por el detalle no responde a un esteticismo barato, sino a una inmersión respetuosa en un mundo que no comparte pero que lucha por comprender. Lo que subyace en “Kundun”, antes que su tono de denuncia política (que lo tiene) es el tema de la dignidad y de la convicción, en medio de una historia episódica que el director nos cuenta como si fuera un cuento de hadas. Y lo que nos sorprende es saber que ocurrió entre nosotros, sin que lo supiéramos, sin que pudiéramos hacer nada. Martin Scorsese logra un exquisito balance entre realidad y ficción histórica, consiguiendo un filme que se puede ver como un poema, lleno de texturas y palabras no dichas, tan sereno, tan reflexivo y a la vez tan diciente como un texto budista. Una labor de paciencia, como una de esas mándalas de arena que en el filme vemos, construidas lentamente, al parecer sin sentido alguno y que una vez concluidas son tan inconmensurablemente bellas que nos parece probable que en su creación haya intervención divina.
Su puesta en escena, por tanto, no se ve contaminada por el efectismo, sino que se condiciona por su apego emocional y personal a una situación, a un hecho, a un carácter. La circularidad de su planteamiento, su abstracción y su detallismo, reclaman una empatía y una reflexión por parte del espectador. La fluidez de su cámara y la energía de su montaje, que hacen corto un metraje de ciento treinta y siete minutos, electrifican la serenidad del color y la atmósfera tibetanas, que son un océano de calma sobre corrientes de imágenes y pensamientos tempestuosos. Roger Deakins, que hace un trabajo formidable como director de fotografía, comprende a la perfección las intenciones de Scorsese, y al mismo tiempo que refleja la energía de una cultura, deja entrever los claroscuros de la pasividad frente a la violencia, de la inocencia frente a la barbarie, tambien cabe destacar la banda sonora embrujante y precisa de Philip Glass. Más que nunca, Scorsese lleva a cabo un ensayo sobre las consecuencias de la violencia. Uno de los filmes menos conocidos de su realizador, que sin embargo se revela como uno de los más personales, apasionados y arriesgados. Más que un viaje al corazón del Tíbet, que lo es, es un lúcido retrato de una de las personalidades más apasionantes del siglo XX, y una apuesta por el subjetivismo más puro, más cinemático, que identifica al Lama con cada uno de nosotros, espectadores, seres pasivos que observan, curiosos, un mundo que no nos es posible cambiar o modificar. Quizá Scorsese quiere que, al terminar la película, comprendamos lo mucho que podemos empezar a cambiar al pasar de ser meros testigos a ser protagonistas.
“Magistral retrato histórico del fin del Tíbet”
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